/ lunes 1 de junio de 2020

Casa de las ideas | Con el tiempo << Reflexiones existenciales >>

Con el tiempo uno aprende a diferenciar lo auténtico y verdadero, de lo que es falso y engañoso. Aunque no siempre sucede así, se supone que así debe ser, conforme vamos madurando como personas, y adquiriendo experiencia a base de porrazos y de tropiezos, de errores y enmiendas, de triunfos y de fracasos.

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Con el tiempo uno llega a entender que, efectiva y fatalmente, somos polvo y que al polvo regresaremos. Que no todo lo que brilla es oro, que no somos monedita de oro, que nadie es profeta en su tierra, que a este mundo llegamos sin nada y que lo abandonaremos sin llevarnos nada, y que resulta relativamente fácil engañar a cualquiera, entregándole un pedazo de pellejo, haciéndolo pasar por un jugoso y suculento filete.

Con el tiempo aprendí que la estupidez y la perversidad con factores mortales, y que cuando se convierten en una unidad, y coinciden y se conjugan en aquellos que poseen un inmenso poder para hacer el mal, forman una dualidad capaz de destruir personas, familias, comunidades y naciones.

Con el tiempo se aprende que aunque es más fácil confundir que convencer, a la larga -y muchas veces a la corta- los maquillajes se corren y las caretas caen, y la realidad de lo que somos aparece tal cual es.

Con cuánta razón alguien -me parece que fue Edmund Burke- dijo alguna vez que es posible engañar a todos poco tiempo y a pocos todo el tiempo, pero que es imposible engañar a todos todo el tiempo.

Con el tiempo se entiende que hay personas que piensan igual o muy parecido que uno, pero que es bueno que existan también personas que piensen diferente, porque en la vida la diversidad es riqueza, y la pluralidad un campo fértil en el cual poner a prueba la solidez de nuestras ideas, principios y convicciones.

Con el tiempo —a veces mucho, a veces poco— se llega a la madurez integral (emotiva, intelectual, física y espiritual) que es una meta por todos deseada, y las más de las veces jamás alcanzada. En la vida uno termina siendo lo que hace, y no lo que piensa. Obras son amores y no buenas razones, dicen por ahí, y a fe mía que tienen mucha razón.

Hace muchos, muchos años, en un principio, cuando hacía mis “pininos” en el azaroso y tortuoso mundo de la comunicación, me puse la cachucha del activismo social —esa actividad enervante que puede llegar a provocar una adicción tan fuerte como la droga más poderosa— y por un tiempo llegué a creer que era el camino correcto para resolver los problemas de nuestra sociedad. Y muy pronto me di cuenta de que no era así, y que el activismo llevado al extremo, destruye los prestigios, emponzoña la mente y daña el corazón.

Equivocadamente pensé que, en cualquier caso, el fin justificaba los medios, que en nombre de la justicia social era válido hacer cualquier cosa, y que las percepciones de injusticia podían volverse verdad, con solo que yo —y los otros que pensaban como yo— lo quisiéramos. Con el tiempo me di cuenta de que eso tampoco era cierto, porque equivale a forzar las cosas, amoldando el mundo y sus realidades a nuestras conveniencias personales, o del grupo sociopolítico al que pertenecemos.

Con el tiempo entendí que representa un logro ácido y efímero el envolverse en deslumbrantes banderas de tela brillante y colores atractivos, pero que se destiñen y palidecen apenas enarboladas, en cuanto se les somete a la luz de la realidad. Que de poco sirve arrojarse de cabeza desde la torre de un castillo envuelto en una bandera de esas, defendiendo algo que uno piensa que vale la pena, sea porque así lo creemos o porque alguien nos convenció de ello. Qué todo en esta vida es efímero, y que nada dura para siempre.

El tiempo me ha enseñado que no existe la gratitud y el reconocimiento en una sociedad no preparada para aceptar el sacrificio y la entrega incondicional de cualquiera de sus miembros. Que muy pocos de los valores universales son realmente compartidos, y menos aún vividos en nuestras comunidades, y que por ello es tan fácil caer en el error de creer que todos, o la gran mayoría, son honestos y actúan de buena fe. Que la buena fe es pecado mortal, y que la ingenuidad es terreno fértil para que los perversos siembren ahí sus semillas de maldad.

La vida y el tiempo —que finalmente todo lo ponen en su justa proporción— me enseñaron a no creer en los líderes de papel periódico, y los ídolos con pies de barro, corazón de chacal, y entrañas agusanadas.

Testigo presencial y participante en decenas de marchas callejeras, enronquecí de tanto gritar consignas contra todo aquello que significaba injusticia y arbitrariedad, y acabé por darme cuenta de que me podía acabar mil pares de zapatos batiendo las calles, pero que jamás lograría derrotar al supuesto enemigo, porque al final del día siempre me encontré solo, y atenido a mis propios recursos.

E igual me di cuenta de que por mucho que lo deseara y por fuerte que fuera mi grito, los que respondían eran unos cuantos, tan pocos que cabíamos en un puño. Y también con el tiempo aprendí que lo que a mí me motivaba no necesariamente era lo que movía a los otros. Que mis ideas a veces eran motivo de burla o desdén para quienes se ostentaban como mis compañeros de lucha, y también —más doloroso aún— para quienes se decían mis amigos, e incluso mis familiares, supuestamente carne de mi carne y sangre de mi sangre.

En cierta ocasión, hace ya muchos años, un amigo que creo todavía anda por ahí, me dibujó y obsequió una caricatura hecha a lápiz, en una simple hoja de papel carta, que me presenta como un Quijote cabezón, medio pelón, chaparro, panzón, bigotón y desgarbado, cabalgando a lomos de un burro con una lanza de carrizo en la mano, y allá a lo lejos, como fondo, unos maltrechos molinos de viento. Conservo esa vieja caricatura enmarcada y colgada en una pared de mi casa, entre los escasos testimonios de reconocimiento que he recibido en mi vida periodística y profesional. Cada vez que la veo me recuerda mis muchos años de lucha, y los muy escasos resultados obtenidos. Y me entran unos deseos incontenibles de prorrumpir en llanto, por los fracasos, por las desilusiones, y por los años de esperanza que se han esfumado.

Desde luego, hubo algunos otros Quijotes que recorrieron conmigo los caminos del activismo romántico, y de la lucha social… unos ya murieron, otros cambiaron de bando, y otros deben andar por ahí, como yo, recorriendo los polvorientos y retorcidos caminos de la vida, con las lanzas rotas y los sueños destrozados, sin banderas ya, y con el cansancio rechinando en cada hueso.

Con el tiempo he llegado a comprender que así es la vida, y que todo termina por volverse polvo y nada.

Por eso hoy, al ver a los nuevos “transformadores de la nación”, los “activistas sociales renovados”, y a los enardecidos “líderes ideológicos”, considero preferible reservarme mi opinión, porque ya anduve esos caminos y recorrí la jornada completa, y me empapé con las consignas, las frases enfurecidas, y finalmente tuve que regresar a mi lugar de siempre, entristecido, desengañando y derrotado, mas no vencido.

“Como los veo me vi, y como me ven se verán” es cuanto puedo decir, porque entiendo de promesas, de sueños derrotados, de banderas falsas y de gritos iracundos, igual que entiendo —porque con el tiempo lo aprendí— que aunque la mentira y el engaño duran poco y son insostenibles, con poco que nos esforcemos, resulta fácil darle a cualquiera gato por liebre, y venderle espejos y cuentas de vidrio para que acepten nuestro discurso.

No sé cuánto tiempo pueda quedarme en este mundo. No sé dónde se encuentra trazada para mí la famosa raya que nadie ha logrado brincar. Entiendo que el momento final puede llegar mañana, o pasado mañana, en cualquier instante. Estoy preparado y no temo a la muerte. He vivido y he hecho en mi vida lo que he podido hacer. Que no sea mucho, insuficiente y poco meritorio, es harina de otro costal. Pero lo he intentado.

El hilo de mi vida, como la de todo ser humano, se encuentra en manos del Supremo Creador, y es ÉL quien finalmente decide y dispone todo. Lo que sí sé, porque eso sí está en mis manos y bajo mi control, es que mientras aliente en mí un soplo de vida jamás dejaré de luchar, y seguiré defendiendo mis principios, convicciones y creencias, sin importar que mis banderas se hayan deshilachado por completo, mi lanza de carrizo se haya hecho astillas, y el burro que fuera mi cabalgadura en los años dorados, ya se haya convertido en un esqueleto que se blanquea bajo el sol ardiente de mi tierra.


Con el tiempo uno aprende a diferenciar lo auténtico y verdadero, de lo que es falso y engañoso. Aunque no siempre sucede así, se supone que así debe ser, conforme vamos madurando como personas, y adquiriendo experiencia a base de porrazos y de tropiezos, de errores y enmiendas, de triunfos y de fracasos.

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Con el tiempo uno llega a entender que, efectiva y fatalmente, somos polvo y que al polvo regresaremos. Que no todo lo que brilla es oro, que no somos monedita de oro, que nadie es profeta en su tierra, que a este mundo llegamos sin nada y que lo abandonaremos sin llevarnos nada, y que resulta relativamente fácil engañar a cualquiera, entregándole un pedazo de pellejo, haciéndolo pasar por un jugoso y suculento filete.

Con el tiempo aprendí que la estupidez y la perversidad con factores mortales, y que cuando se convierten en una unidad, y coinciden y se conjugan en aquellos que poseen un inmenso poder para hacer el mal, forman una dualidad capaz de destruir personas, familias, comunidades y naciones.

Con el tiempo se aprende que aunque es más fácil confundir que convencer, a la larga -y muchas veces a la corta- los maquillajes se corren y las caretas caen, y la realidad de lo que somos aparece tal cual es.

Con cuánta razón alguien -me parece que fue Edmund Burke- dijo alguna vez que es posible engañar a todos poco tiempo y a pocos todo el tiempo, pero que es imposible engañar a todos todo el tiempo.

Con el tiempo se entiende que hay personas que piensan igual o muy parecido que uno, pero que es bueno que existan también personas que piensen diferente, porque en la vida la diversidad es riqueza, y la pluralidad un campo fértil en el cual poner a prueba la solidez de nuestras ideas, principios y convicciones.

Con el tiempo —a veces mucho, a veces poco— se llega a la madurez integral (emotiva, intelectual, física y espiritual) que es una meta por todos deseada, y las más de las veces jamás alcanzada. En la vida uno termina siendo lo que hace, y no lo que piensa. Obras son amores y no buenas razones, dicen por ahí, y a fe mía que tienen mucha razón.

Hace muchos, muchos años, en un principio, cuando hacía mis “pininos” en el azaroso y tortuoso mundo de la comunicación, me puse la cachucha del activismo social —esa actividad enervante que puede llegar a provocar una adicción tan fuerte como la droga más poderosa— y por un tiempo llegué a creer que era el camino correcto para resolver los problemas de nuestra sociedad. Y muy pronto me di cuenta de que no era así, y que el activismo llevado al extremo, destruye los prestigios, emponzoña la mente y daña el corazón.

Equivocadamente pensé que, en cualquier caso, el fin justificaba los medios, que en nombre de la justicia social era válido hacer cualquier cosa, y que las percepciones de injusticia podían volverse verdad, con solo que yo —y los otros que pensaban como yo— lo quisiéramos. Con el tiempo me di cuenta de que eso tampoco era cierto, porque equivale a forzar las cosas, amoldando el mundo y sus realidades a nuestras conveniencias personales, o del grupo sociopolítico al que pertenecemos.

Con el tiempo entendí que representa un logro ácido y efímero el envolverse en deslumbrantes banderas de tela brillante y colores atractivos, pero que se destiñen y palidecen apenas enarboladas, en cuanto se les somete a la luz de la realidad. Que de poco sirve arrojarse de cabeza desde la torre de un castillo envuelto en una bandera de esas, defendiendo algo que uno piensa que vale la pena, sea porque así lo creemos o porque alguien nos convenció de ello. Qué todo en esta vida es efímero, y que nada dura para siempre.

El tiempo me ha enseñado que no existe la gratitud y el reconocimiento en una sociedad no preparada para aceptar el sacrificio y la entrega incondicional de cualquiera de sus miembros. Que muy pocos de los valores universales son realmente compartidos, y menos aún vividos en nuestras comunidades, y que por ello es tan fácil caer en el error de creer que todos, o la gran mayoría, son honestos y actúan de buena fe. Que la buena fe es pecado mortal, y que la ingenuidad es terreno fértil para que los perversos siembren ahí sus semillas de maldad.

La vida y el tiempo —que finalmente todo lo ponen en su justa proporción— me enseñaron a no creer en los líderes de papel periódico, y los ídolos con pies de barro, corazón de chacal, y entrañas agusanadas.

Testigo presencial y participante en decenas de marchas callejeras, enronquecí de tanto gritar consignas contra todo aquello que significaba injusticia y arbitrariedad, y acabé por darme cuenta de que me podía acabar mil pares de zapatos batiendo las calles, pero que jamás lograría derrotar al supuesto enemigo, porque al final del día siempre me encontré solo, y atenido a mis propios recursos.

E igual me di cuenta de que por mucho que lo deseara y por fuerte que fuera mi grito, los que respondían eran unos cuantos, tan pocos que cabíamos en un puño. Y también con el tiempo aprendí que lo que a mí me motivaba no necesariamente era lo que movía a los otros. Que mis ideas a veces eran motivo de burla o desdén para quienes se ostentaban como mis compañeros de lucha, y también —más doloroso aún— para quienes se decían mis amigos, e incluso mis familiares, supuestamente carne de mi carne y sangre de mi sangre.

En cierta ocasión, hace ya muchos años, un amigo que creo todavía anda por ahí, me dibujó y obsequió una caricatura hecha a lápiz, en una simple hoja de papel carta, que me presenta como un Quijote cabezón, medio pelón, chaparro, panzón, bigotón y desgarbado, cabalgando a lomos de un burro con una lanza de carrizo en la mano, y allá a lo lejos, como fondo, unos maltrechos molinos de viento. Conservo esa vieja caricatura enmarcada y colgada en una pared de mi casa, entre los escasos testimonios de reconocimiento que he recibido en mi vida periodística y profesional. Cada vez que la veo me recuerda mis muchos años de lucha, y los muy escasos resultados obtenidos. Y me entran unos deseos incontenibles de prorrumpir en llanto, por los fracasos, por las desilusiones, y por los años de esperanza que se han esfumado.

Desde luego, hubo algunos otros Quijotes que recorrieron conmigo los caminos del activismo romántico, y de la lucha social… unos ya murieron, otros cambiaron de bando, y otros deben andar por ahí, como yo, recorriendo los polvorientos y retorcidos caminos de la vida, con las lanzas rotas y los sueños destrozados, sin banderas ya, y con el cansancio rechinando en cada hueso.

Con el tiempo he llegado a comprender que así es la vida, y que todo termina por volverse polvo y nada.

Por eso hoy, al ver a los nuevos “transformadores de la nación”, los “activistas sociales renovados”, y a los enardecidos “líderes ideológicos”, considero preferible reservarme mi opinión, porque ya anduve esos caminos y recorrí la jornada completa, y me empapé con las consignas, las frases enfurecidas, y finalmente tuve que regresar a mi lugar de siempre, entristecido, desengañando y derrotado, mas no vencido.

“Como los veo me vi, y como me ven se verán” es cuanto puedo decir, porque entiendo de promesas, de sueños derrotados, de banderas falsas y de gritos iracundos, igual que entiendo —porque con el tiempo lo aprendí— que aunque la mentira y el engaño duran poco y son insostenibles, con poco que nos esforcemos, resulta fácil darle a cualquiera gato por liebre, y venderle espejos y cuentas de vidrio para que acepten nuestro discurso.

No sé cuánto tiempo pueda quedarme en este mundo. No sé dónde se encuentra trazada para mí la famosa raya que nadie ha logrado brincar. Entiendo que el momento final puede llegar mañana, o pasado mañana, en cualquier instante. Estoy preparado y no temo a la muerte. He vivido y he hecho en mi vida lo que he podido hacer. Que no sea mucho, insuficiente y poco meritorio, es harina de otro costal. Pero lo he intentado.

El hilo de mi vida, como la de todo ser humano, se encuentra en manos del Supremo Creador, y es ÉL quien finalmente decide y dispone todo. Lo que sí sé, porque eso sí está en mis manos y bajo mi control, es que mientras aliente en mí un soplo de vida jamás dejaré de luchar, y seguiré defendiendo mis principios, convicciones y creencias, sin importar que mis banderas se hayan deshilachado por completo, mi lanza de carrizo se haya hecho astillas, y el burro que fuera mi cabalgadura en los años dorados, ya se haya convertido en un esqueleto que se blanquea bajo el sol ardiente de mi tierra.