/ sábado 4 de julio de 2020

Casa de las ideas | ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!

En la vida hay situaciones que nos parecen imposibles de afrontar, imposibles de superar. Las hay de todo tipo y naturaleza, pero en mi opinión, las más difíciles y complicadas de sobrellevar son las que implican la pérdida de algún ser querido.

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Los reveses de la fortuna, el derrumbe de algún negocio, la bancarrota y cualquier otro tipo de descalabro material son definitivamente importantes, e implican alguna medida momentos de angustia. Los sucesos que involucran los sentimientos y las emociones más profundas son los peores, porque nos tocan el corazón con un dedo de hielo, o nos traspasan el alma con un dardo de fuego. Los sucesos que nos tocan las fibras más sensibles nos convierten en guiñapos humanos, y exigen de nosotros hasta la última onza de entereza, para poder hacerles frente.

Los fracasos sentimentales, los divorcios que destrozan las vidas de los adultos y los niños, la ruptura de relaciones con algún amigo entrañable, las enfermedades prolongadas, y desde hace cuatro largos meses, tan largos que se antojan como cuatro siglos, el ataque inmisericorde del virus Covid-19, que se convirtió en una pandemia que ha puesto al mundo de cabeza, transformando la vida de la humanidad en un auténtico infierno.

Pero nada hay comparable con la muerte de un ser querido. Ninguno de los sucesos que enumeré anteriormente, e incluso ni juntándolos a todos para formar uno solo golpe demoledor, se pueden igualar con la pérdida de un ser amado… el que sea: padre, madre, hijo y cualquier pariente cercano. Y en particular el de una esposa o esposo. De la compañera o el compañero que elegimos para fundar una familia y para vivir la vida en pareja, engendrando hijos, educándolos y formándolos, creando entre marido y mujer planes y proyectos, enfrentando juntos los momentos dulces y los amargos, triunfos y derrotas, nacimientos, cumpleaños, navidades, las graduaciones de los hijos y los nietos, y todos esos momentos cumbres que nos ofrece la vida.

El domingo pasado, último domingo del mes de junio, fue un día negro para nuestra familia Romo-Freaner y demás familias que las integran por ambos lados. Ustedes que son nuestros amigos saben el motivo, así que no es necesario repetirlo.

Un golpe tremendo, durísimo, que nos tambaleó a todos y cada uno de los que integramos esta familia. Nos tambaleó y estuvo a punto de derribarnos al suelo. Nos ha sostenido en pie nuestra fe en Dios, y la certeza de que aunque sus designios son inescrutables, y a veces incomprensibles, siempre representan algo importante en nuestra existencia.

Y además de nuestra fe, la infinidad de muestras de afecto y de solidaridad con que ustedes, queridas amigas y amigos, nos inundaron en estos días de tristeza y de dolor. No existen palabras para agradecerles, a todos y cada uno de ustedes, su compañía, sus palabras y sus mensajes de apoyo. Por mi conducto, nuestra familia les reitera que estamos eternamente agradecidos con ustedes, y les ratificamos nuestra amistad, nuestro agradecimiento, y nuestro perpetuo afecto.

¡Qué solos se quedan los muertos!

Con la mente llena de imágenes de nuestra querida ausente, con el corazón traspasado por la espada de la tristeza e inspirado en Gustavo Adolfo Bécquer, el inmortal poeta de la época del Romanticismo español tardío, me atrevo a utilizar algunos versos de su hermoso y trágico poema dedicado a la muerte y a los muertos, para rendir un postrer tributo a la memoria de Rossy, esposa de nuestro hijo Óscar, madre de nuestros nietos Ana Sofía y Óscar, y por derecho de amor, amada hija nuestra, de mi esposa y mía.


Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos,
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.

Aunque nos fue imposible estar con ella en sus últimos instantes, y no pudimos acompañar a nuestro hijo Óscar a lo largo del difícil trance de dejarla ir, podemos imaginar a los médicos que la atendieron durante el fallido intento de mantenerla con vida, en el momento en que le cerraron sus hermosos ojos para siempre. Y al recibir la noticia de su fallecimiento, quienes la quisimos tanto en vida, unos llorando, otros sollozando y otros en silencio, con el corazón hecho pedazos, la dejamos partir.


La luz que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho;
y entre aquella sombra
veíase a intervalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.


En el frío hospital donde fue llevada, herida de muerte por un mal desconocido y despiadado, no había ningún vaso ni ninguna veladora ardiendo, y sobre la cama en la sala de emergencias donde fue llevada, bajo la sábana quedó su cuerpo inerte, en espera de los ritos y los trámites mundanos que son de rigor. Nosotros, que tanto la quisimos durante los años que el Señor nos la prestó, en aquel fatal momento solo pudimos cubrir su cuerpo rígido y sin vida, con el sudario de nuestro inmenso amor.

Despertaba el día,
y, a su albor primero,
con sus mil ruidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas,
yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!


No sucedió cuando despertaba el día. Se nos fue al promediar aquel día domingo negro en que nuestra vida como familia cambió para siempre, al perderla irremediablemente. La ciudad donde vivimos, aparentemente despierta por ser el medio día, se sentía como dormida, sumida en un silencio oscuro y pesado que revelaba la enorme crisis de enfermedad y pánico que sus habitantes estamos viviendo. Un virus y una pandemia que se han llevado centenares de vidas aquí en esta ciudad, y miles de vidas en el país… motivo obligado para reflexionar acerca de nuestra propia mortalidad y para exclamar, con el corazón ahogado de tristeza y de dolor ¡Dios y Señor nuestro, qué solos se quedan los muertos, y cuán solos nos quedamos los que aún permanecemos con vida, en este entorno de dolor y angustia!

De la casa, en hombros,
lleváronla al templo
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.


Regresó a su casa un poco después. Volvió al hogar que era suyo y de su marido —nuestro hijo— y de sus dos hijos. Al nido que habían construido con tanto amor y con tan grandes sacrificios, y que de pronto se había quedado en suspenso. En pausa. Retornó dentro de una pequeña caja de mármol blanco como su alma, convertida en cenizas. Y fue colocada amorosamente por los suyos en un lugar especial en el interior del que fuera su hogar, mas no rodeados sus restos con velas amarillas y paños negros, sino rodeada de hermosas flores y del amor de su marido y de sus hijos, y abrazada desde la distancia por todos cuantos la quisimos, mientras estuvo entre nosotros.

En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a veces me acuerdo.


No tengo la menor duda. Es la ley de la vida, cruel e inevitable. Las noches que vienen, sean de otoño o de invierno, serán largas y frías y solitarias, simplemente porque ya no estará ella aquí entre nosotros, irradiando su calor, su vitalidad y su alegría. El viento soplará, el sol ardiente quemará, y llegarán las tormentas y la lluvia, pero ella no estará aquí, entre nosotros. Y de la pobre niña, que se nos fue antes de tiempo y demasiado pronto, siempre nos acordaremos, porque seres así, luminosos y trascendentes, jamás se olvidan, y se quedan para siempre con nosotros dándonos aliento, inspiración, y fuerzas para seguir adelante, cada quien con su vida y con su cruz a cuestas.


¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es sin espíritu,
podredumbre y cieno?
No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
algo que repugna
aunque es fuerza hacerlo,
el dejar tan tristes,
tan solos los muertos.


El polvo vuelve al polvo, y las cenizas a las cenizas, y todos nos convertiremos en polvo algún día, en algún momento. Unos antes y otros después, pero todos en el mismo camino hacia la vida eterna y el mundo mejor que el Señor Jesús nos tiene prometido.

El alma vuelve al cielo porque el alma, por ley divina, debe retornar a su creador. No podemos aceptar que todo sea sin espíritu, y sea podredumbre y cieno, cuando hemos tenido el privilegio de tener con nosotros, y disfrutar durante años preciosos e inolvidables, a un persona pura y deliciosa como nuestra amada Rossy.

Tenemos que creer que el destino final que nos aguarda es muy diferente, algo hermoso y superior que, con explicación o sin ella, es algo a lo que todos tenemos derecho a aspirar.

Una cosa es segura: Rossy, nuestra querida difunta, jamás estará triste y sola, porque quienes tanto la quisimos en vida, siempre la tendremos a nuestro lado, viva y presente en nuestra mente, en nuestro corazón, en nuestro espíritu y en nuestras vidas… lo que resta de ellas.

Rossy ya descansa en paz, y nuestro amor estará con ella para siempre.

En la vida hay situaciones que nos parecen imposibles de afrontar, imposibles de superar. Las hay de todo tipo y naturaleza, pero en mi opinión, las más difíciles y complicadas de sobrellevar son las que implican la pérdida de algún ser querido.

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Los reveses de la fortuna, el derrumbe de algún negocio, la bancarrota y cualquier otro tipo de descalabro material son definitivamente importantes, e implican alguna medida momentos de angustia. Los sucesos que involucran los sentimientos y las emociones más profundas son los peores, porque nos tocan el corazón con un dedo de hielo, o nos traspasan el alma con un dardo de fuego. Los sucesos que nos tocan las fibras más sensibles nos convierten en guiñapos humanos, y exigen de nosotros hasta la última onza de entereza, para poder hacerles frente.

Los fracasos sentimentales, los divorcios que destrozan las vidas de los adultos y los niños, la ruptura de relaciones con algún amigo entrañable, las enfermedades prolongadas, y desde hace cuatro largos meses, tan largos que se antojan como cuatro siglos, el ataque inmisericorde del virus Covid-19, que se convirtió en una pandemia que ha puesto al mundo de cabeza, transformando la vida de la humanidad en un auténtico infierno.

Pero nada hay comparable con la muerte de un ser querido. Ninguno de los sucesos que enumeré anteriormente, e incluso ni juntándolos a todos para formar uno solo golpe demoledor, se pueden igualar con la pérdida de un ser amado… el que sea: padre, madre, hijo y cualquier pariente cercano. Y en particular el de una esposa o esposo. De la compañera o el compañero que elegimos para fundar una familia y para vivir la vida en pareja, engendrando hijos, educándolos y formándolos, creando entre marido y mujer planes y proyectos, enfrentando juntos los momentos dulces y los amargos, triunfos y derrotas, nacimientos, cumpleaños, navidades, las graduaciones de los hijos y los nietos, y todos esos momentos cumbres que nos ofrece la vida.

El domingo pasado, último domingo del mes de junio, fue un día negro para nuestra familia Romo-Freaner y demás familias que las integran por ambos lados. Ustedes que son nuestros amigos saben el motivo, así que no es necesario repetirlo.

Un golpe tremendo, durísimo, que nos tambaleó a todos y cada uno de los que integramos esta familia. Nos tambaleó y estuvo a punto de derribarnos al suelo. Nos ha sostenido en pie nuestra fe en Dios, y la certeza de que aunque sus designios son inescrutables, y a veces incomprensibles, siempre representan algo importante en nuestra existencia.

Y además de nuestra fe, la infinidad de muestras de afecto y de solidaridad con que ustedes, queridas amigas y amigos, nos inundaron en estos días de tristeza y de dolor. No existen palabras para agradecerles, a todos y cada uno de ustedes, su compañía, sus palabras y sus mensajes de apoyo. Por mi conducto, nuestra familia les reitera que estamos eternamente agradecidos con ustedes, y les ratificamos nuestra amistad, nuestro agradecimiento, y nuestro perpetuo afecto.

¡Qué solos se quedan los muertos!

Con la mente llena de imágenes de nuestra querida ausente, con el corazón traspasado por la espada de la tristeza e inspirado en Gustavo Adolfo Bécquer, el inmortal poeta de la época del Romanticismo español tardío, me atrevo a utilizar algunos versos de su hermoso y trágico poema dedicado a la muerte y a los muertos, para rendir un postrer tributo a la memoria de Rossy, esposa de nuestro hijo Óscar, madre de nuestros nietos Ana Sofía y Óscar, y por derecho de amor, amada hija nuestra, de mi esposa y mía.


Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos,
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.

Aunque nos fue imposible estar con ella en sus últimos instantes, y no pudimos acompañar a nuestro hijo Óscar a lo largo del difícil trance de dejarla ir, podemos imaginar a los médicos que la atendieron durante el fallido intento de mantenerla con vida, en el momento en que le cerraron sus hermosos ojos para siempre. Y al recibir la noticia de su fallecimiento, quienes la quisimos tanto en vida, unos llorando, otros sollozando y otros en silencio, con el corazón hecho pedazos, la dejamos partir.


La luz que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho;
y entre aquella sombra
veíase a intervalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.


En el frío hospital donde fue llevada, herida de muerte por un mal desconocido y despiadado, no había ningún vaso ni ninguna veladora ardiendo, y sobre la cama en la sala de emergencias donde fue llevada, bajo la sábana quedó su cuerpo inerte, en espera de los ritos y los trámites mundanos que son de rigor. Nosotros, que tanto la quisimos durante los años que el Señor nos la prestó, en aquel fatal momento solo pudimos cubrir su cuerpo rígido y sin vida, con el sudario de nuestro inmenso amor.

Despertaba el día,
y, a su albor primero,
con sus mil ruidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas,
yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!


No sucedió cuando despertaba el día. Se nos fue al promediar aquel día domingo negro en que nuestra vida como familia cambió para siempre, al perderla irremediablemente. La ciudad donde vivimos, aparentemente despierta por ser el medio día, se sentía como dormida, sumida en un silencio oscuro y pesado que revelaba la enorme crisis de enfermedad y pánico que sus habitantes estamos viviendo. Un virus y una pandemia que se han llevado centenares de vidas aquí en esta ciudad, y miles de vidas en el país… motivo obligado para reflexionar acerca de nuestra propia mortalidad y para exclamar, con el corazón ahogado de tristeza y de dolor ¡Dios y Señor nuestro, qué solos se quedan los muertos, y cuán solos nos quedamos los que aún permanecemos con vida, en este entorno de dolor y angustia!

De la casa, en hombros,
lleváronla al templo
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.


Regresó a su casa un poco después. Volvió al hogar que era suyo y de su marido —nuestro hijo— y de sus dos hijos. Al nido que habían construido con tanto amor y con tan grandes sacrificios, y que de pronto se había quedado en suspenso. En pausa. Retornó dentro de una pequeña caja de mármol blanco como su alma, convertida en cenizas. Y fue colocada amorosamente por los suyos en un lugar especial en el interior del que fuera su hogar, mas no rodeados sus restos con velas amarillas y paños negros, sino rodeada de hermosas flores y del amor de su marido y de sus hijos, y abrazada desde la distancia por todos cuantos la quisimos, mientras estuvo entre nosotros.

En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a veces me acuerdo.


No tengo la menor duda. Es la ley de la vida, cruel e inevitable. Las noches que vienen, sean de otoño o de invierno, serán largas y frías y solitarias, simplemente porque ya no estará ella aquí entre nosotros, irradiando su calor, su vitalidad y su alegría. El viento soplará, el sol ardiente quemará, y llegarán las tormentas y la lluvia, pero ella no estará aquí, entre nosotros. Y de la pobre niña, que se nos fue antes de tiempo y demasiado pronto, siempre nos acordaremos, porque seres así, luminosos y trascendentes, jamás se olvidan, y se quedan para siempre con nosotros dándonos aliento, inspiración, y fuerzas para seguir adelante, cada quien con su vida y con su cruz a cuestas.


¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es sin espíritu,
podredumbre y cieno?
No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
algo que repugna
aunque es fuerza hacerlo,
el dejar tan tristes,
tan solos los muertos.


El polvo vuelve al polvo, y las cenizas a las cenizas, y todos nos convertiremos en polvo algún día, en algún momento. Unos antes y otros después, pero todos en el mismo camino hacia la vida eterna y el mundo mejor que el Señor Jesús nos tiene prometido.

El alma vuelve al cielo porque el alma, por ley divina, debe retornar a su creador. No podemos aceptar que todo sea sin espíritu, y sea podredumbre y cieno, cuando hemos tenido el privilegio de tener con nosotros, y disfrutar durante años preciosos e inolvidables, a un persona pura y deliciosa como nuestra amada Rossy.

Tenemos que creer que el destino final que nos aguarda es muy diferente, algo hermoso y superior que, con explicación o sin ella, es algo a lo que todos tenemos derecho a aspirar.

Una cosa es segura: Rossy, nuestra querida difunta, jamás estará triste y sola, porque quienes tanto la quisimos en vida, siempre la tendremos a nuestro lado, viva y presente en nuestra mente, en nuestro corazón, en nuestro espíritu y en nuestras vidas… lo que resta de ellas.

Rossy ya descansa en paz, y nuestro amor estará con ella para siempre.