/ lunes 22 de junio de 2020

Casa de las ideas | El privilegio de ser abuelo

Les confieso que en el momento de realizar este video-artículo no me encontraba de humor para hablar de política, ni de economía, ni de la pandemia provocadas por el Covid-19 y el fracaso de las autoridades por contenerla, ni de las crisis, los endeudamientos públicos y personales, y la imbatible e irreductible corrupción. Y aún en estos precisos momentos, todavía menos me siento con ganas de comentar los dislates, las torpezas, las mentiras, y el aberrante y errático comportamiento del hombre que dirige la nación… hacia un precipicio insondable del que no habrá regreso.

ACCEDE A NUESTRA EDICIÓN DIGITAL EN UN SOLO LUGAR Y DESDE CUALQUIER DISPOSITIVO ¡SUSCRÍBETE AQUÍ!

Me sentía, y aún me siento saturado de todas esas situaciones que, en el tráfago incesante y estresante de la vida diaria, nos parecen tan trascendentes, tan importantes, y que a pesar de ello están acabando con la poca paz que aún pueda quedarnos, personal y comunitariamente hablando.

Y tal vez desde cierto punto de vista esas situaciones sean, en efecto, importantes, pero al mismo tiempo son también extremadamente agobiantes, y por ello palidecen y pasan a segundo término ante otros aspectos que no por ser de naturaleza íntima, son de ninguna manera despreciables. De hecho, de detalles como esos está formado lo cotidiano de nuestra vida, aunque en general dedicamos muy poco tiempo a meditar sobre ellos.

Así pues, les propongo a ustedes, mis queridos amigos y amigas, que hoy nos tomemos un momento de respiro. Que hagamos una pausa para serenar nuestra mente cansada y alterada. Después podremos seguir adelante, llevando cada quien su cruz a cuestas, y enfrentando las realidades personales y comunitarias lo mejor posible. Mañana volverá a salir el sol, y pasado mañana también, mientras la existencia va transcurriendo, dejándonos cada vez un poco menos jóvenes, y tal vez un poco más sabios.

Ayer domingo se festejó el Día del Padre. Dando por hecho que ya eres papá, espero que lo hayas pasado feliz y contento, dentro de lo posible. Así lo espero y deseo, aunque en esta ocasión haya sido una celebración completamente diferente a la de los años anteriores anteriores. En estos tiempos agitados y turbulentos que estamos viviendo, nada es igual a lo que hemos vivido con anterioridad. Nos encontramos ante tiempos inéditos, de los cuales no tenemos antecedentes, y no existen experiencias previas. La paz y la tranquilidad se han ido, y muchos de nosotros abrigamos el presentimiento de que tal vez se hayan ido para no regresar. Un maligno y letal virus político, mil veces peor que el Covid-19, se ha encargado de ello.

Ayer domingo fue un Día del Padre que tuvo un cierto sabor a ceniza, a ausencia, a distanciamiento y a reminiscencia por los papás que ya no están con nosotros. En cierta forma y medida, posiblemente fue un día alegre, y al mismo tiempo un tanto triste y amargo, porque no es lo mismo celebrar recibiendo jubilosamente en casa a los hijos y sus consortes, y a los nietos con su alegría bullanguera, y sus risas que son como trinos de pajarillos; que hacerlo en forma virtual, como a través de un grueso cristal polarizado e inastillable, o de las rejas de una oscura prisión, sin poder sentir la cercanía y el calor de los que tanto amamos.

Si ustedes ya disfrutan del maravilloso privilegio de ser abuelos, saben bien que si a los propios hijos se les ama más allá de toda medida, a los nietos se les entrega el corazón en su totalidad, sin condiciones ni regateos, para que se lo repartan como puedan. Nosotros se los entregamos entero, en una pieza, pero ellos se encargan de convertirlo en una especie de confeti en una rebatinga de cariño...

¡Ah, amigos míos, los nietos son sin duda algo especial! Sin los nietos, los abuelos seríamos unos muebles viejos, raídos y desvencijados, o unos trastes inútiles arrumbados en alguna buhardilla polvorienta y oscura. En cambio, ellos nos hacen gozar, nos hacen reír y sentir que la vida vale la pena de ser vivida. Y también nos permiten mantener la fe y la esperanza en que habrá un mejor mañana.

Cuando mi esposa y yo iniciamos nuestras carreras como abuelos profesionales, algunos amigos nuestros, más adelantados que nosotros en estos menesteres, ya nos lo habían advertido, sin que mi mujer y yo lo comprendiéramos. Antes de convertirme en abuelo por vez primera, yo me sonreía en mi fuero interno un tanto burlonamente, pensando: “Son chocheces de viejos cluecos”. Al llegar nuestra primera nieta, comprendí cuán equivocado estaba, igual que luego fui comprendiendo mejor muchas otras cosas, pasadas y presentes.

Contemplando maravillado a nuestros nietos, la mayoría de ellos convertidos ya en adultos jóvenes, dos de ellos por cierto profesionistas titulados, y otros en camino de serlo en breve, se me vienen a la mente aquellos años en que desde muy tierna edad, cada vez que venían a visitarnos los fines de semana, o cualquier otro día, con sus ojos llenos de curiosidad parecían inquirir, preguntar sobre los misterios de la vida, y las cosas que suceden. Es cuando los abuelos tenemos que convertirnos en enciclopedias vivientes para responder a sus mil preguntas, y cuando no conocemos las respuestas, tener la habilidad de fingir que todo lo sabemos, inventando las explicaciones.

Sin poder evitarlo, vuela mi memoria hacia mi propia infancia, y afloran los recuerdos que guardo en el fondo de mi corazón sobre mi abuelo materno (Arturo Salazar Robles), ya que a mi abuelo paterno (Miguel Romo Escalante) no tuve la fortuna de conocerlo. Aquel hombre tan bueno, tan lleno de amor, sabiduría y paciencia, de cuyos labios jamás escuché una palabra dura, y del que nunca recibí una reprimenda, a pesar de las muchas y muy grandes diabluras que continuamente yo hacía.

Como entre brumas se me presenta el rostro bondadoso de mi abuelo Arturo, el papá de mi mamá, y aquella sonrisa esplendorosa y luminosa que le nacía del alma, y que chisporroteaba en sus ojos, mientras me daba golpecitos cariñosos en la cabeza, al tiempo que me sentaba sobre sus rodillas. Amigo mío: te aseguro que no existe un trono más codiciado, ni un lugar más seguro en este mundo, que las rodillas de un abuelo.

Cada vez que me parecía ser víctima de la incomprensión de mis propios padres, ahí estaba siempre el refugio de los brazos de aquel hombre tan dulce y tan bondadoso, para recibirme. Ahí me volvía a poner en paz con el mundo, ahí se curaban mis pequeñas y grandes heridas y se borraban mis desventuras infantiles.

Los padres tienen deberes y responsabilidades para con los hijos que les obligan a jalar las riendas, a utilizar el bastón de mando, a marcar los límites e imponer las reglas. Los padres se ven obligados con harta frecuencia a castigar, a corregir y, en ocasiones, a propinar el coscorrón, la nalgada o un rotundo chanclazo para enfatizar su autoridad. Ser padre nunca ha sido fácil y, como dije en nuestra más reciente charla, no existen libros de recetas que digan cómo formar y educar a un hijo.

En cambio los abuelos son otra cosa. Están cerca y al mismo tiempo lo suficientemente lejos como para tener otra perspectiva. Los abuelos inteligentes no rompen las reglas que los padres establecen, simplemente las doblan un poco para permitir a los nietos salirse con la suya, sin provocar ningún conflicto realmente serio.

La mano del padre es a veces dura y severa, y la del abuelo es siempre tierna y tibia. La voz del padre en ocasiones parece trueno, la del abuelo es siempre dulce y consoladora. Hay veces que el padre parece no comprender, en cambio el abuelo todo lo sabe y todo lo disculpa. El padre y el abuelo, dos hombres que son prolongación el uno del otro. Uno va recorriendo el camino de su vida, el otro ya casi agota la distancia.

Veo a mis nietos —tres mujeres y cuatro varones— y veo a sus padres, mis hijos, y trato de imaginar lo que el porvenir pueda tenerles reservado. Siento claramente cómo la responsabilidad empieza a cargar sobre los hombros de cada uno de mis hijos, igual que cargó sobre los nuestros, los de mi mujer y los míos, cuando ellos eran pequeños. Ahora ellos y yo compartimos la responsabilidad de intentar que este mundo nuestro sea un lugar un poco mejor, en el que nuestros niños y nuestros jóvenes puedan vivir y crecer, y desarrollarse en plena libertad y con dignidad.

Si no ya por nosotros y por los sueños que fuimos dejando regados a lo largo de los caminos de la vida, que nuestros afanes y combates y luchas sean por ellos, por nuestros nietos, sean todavía niños, o en vías de convertirse en adultos. Por esas amadas personas que, siendo carne y sangre nuestra, representan nuestras más caras esperanzas, de cara al incierto futuro. Que nuestros esfuerzos, como padres y abuelos, sean por esos trozos de nuestro corazón que llenan de alegría y consuelo el tramo final de nuestra jornada.

Si nuestros desvelos a lo largo de tantos años llegan a traducirse en una sola sonrisa de felicidad en los rostros de esos nietos tan amados, les garantizo a ustedes que bien habrá valido la pena haberlos realizado... Empeño ante ustedes mi palabra de abuelo.

Les confieso que en el momento de realizar este video-artículo no me encontraba de humor para hablar de política, ni de economía, ni de la pandemia provocadas por el Covid-19 y el fracaso de las autoridades por contenerla, ni de las crisis, los endeudamientos públicos y personales, y la imbatible e irreductible corrupción. Y aún en estos precisos momentos, todavía menos me siento con ganas de comentar los dislates, las torpezas, las mentiras, y el aberrante y errático comportamiento del hombre que dirige la nación… hacia un precipicio insondable del que no habrá regreso.

ACCEDE A NUESTRA EDICIÓN DIGITAL EN UN SOLO LUGAR Y DESDE CUALQUIER DISPOSITIVO ¡SUSCRÍBETE AQUÍ!

Me sentía, y aún me siento saturado de todas esas situaciones que, en el tráfago incesante y estresante de la vida diaria, nos parecen tan trascendentes, tan importantes, y que a pesar de ello están acabando con la poca paz que aún pueda quedarnos, personal y comunitariamente hablando.

Y tal vez desde cierto punto de vista esas situaciones sean, en efecto, importantes, pero al mismo tiempo son también extremadamente agobiantes, y por ello palidecen y pasan a segundo término ante otros aspectos que no por ser de naturaleza íntima, son de ninguna manera despreciables. De hecho, de detalles como esos está formado lo cotidiano de nuestra vida, aunque en general dedicamos muy poco tiempo a meditar sobre ellos.

Así pues, les propongo a ustedes, mis queridos amigos y amigas, que hoy nos tomemos un momento de respiro. Que hagamos una pausa para serenar nuestra mente cansada y alterada. Después podremos seguir adelante, llevando cada quien su cruz a cuestas, y enfrentando las realidades personales y comunitarias lo mejor posible. Mañana volverá a salir el sol, y pasado mañana también, mientras la existencia va transcurriendo, dejándonos cada vez un poco menos jóvenes, y tal vez un poco más sabios.

Ayer domingo se festejó el Día del Padre. Dando por hecho que ya eres papá, espero que lo hayas pasado feliz y contento, dentro de lo posible. Así lo espero y deseo, aunque en esta ocasión haya sido una celebración completamente diferente a la de los años anteriores anteriores. En estos tiempos agitados y turbulentos que estamos viviendo, nada es igual a lo que hemos vivido con anterioridad. Nos encontramos ante tiempos inéditos, de los cuales no tenemos antecedentes, y no existen experiencias previas. La paz y la tranquilidad se han ido, y muchos de nosotros abrigamos el presentimiento de que tal vez se hayan ido para no regresar. Un maligno y letal virus político, mil veces peor que el Covid-19, se ha encargado de ello.

Ayer domingo fue un Día del Padre que tuvo un cierto sabor a ceniza, a ausencia, a distanciamiento y a reminiscencia por los papás que ya no están con nosotros. En cierta forma y medida, posiblemente fue un día alegre, y al mismo tiempo un tanto triste y amargo, porque no es lo mismo celebrar recibiendo jubilosamente en casa a los hijos y sus consortes, y a los nietos con su alegría bullanguera, y sus risas que son como trinos de pajarillos; que hacerlo en forma virtual, como a través de un grueso cristal polarizado e inastillable, o de las rejas de una oscura prisión, sin poder sentir la cercanía y el calor de los que tanto amamos.

Si ustedes ya disfrutan del maravilloso privilegio de ser abuelos, saben bien que si a los propios hijos se les ama más allá de toda medida, a los nietos se les entrega el corazón en su totalidad, sin condiciones ni regateos, para que se lo repartan como puedan. Nosotros se los entregamos entero, en una pieza, pero ellos se encargan de convertirlo en una especie de confeti en una rebatinga de cariño...

¡Ah, amigos míos, los nietos son sin duda algo especial! Sin los nietos, los abuelos seríamos unos muebles viejos, raídos y desvencijados, o unos trastes inútiles arrumbados en alguna buhardilla polvorienta y oscura. En cambio, ellos nos hacen gozar, nos hacen reír y sentir que la vida vale la pena de ser vivida. Y también nos permiten mantener la fe y la esperanza en que habrá un mejor mañana.

Cuando mi esposa y yo iniciamos nuestras carreras como abuelos profesionales, algunos amigos nuestros, más adelantados que nosotros en estos menesteres, ya nos lo habían advertido, sin que mi mujer y yo lo comprendiéramos. Antes de convertirme en abuelo por vez primera, yo me sonreía en mi fuero interno un tanto burlonamente, pensando: “Son chocheces de viejos cluecos”. Al llegar nuestra primera nieta, comprendí cuán equivocado estaba, igual que luego fui comprendiendo mejor muchas otras cosas, pasadas y presentes.

Contemplando maravillado a nuestros nietos, la mayoría de ellos convertidos ya en adultos jóvenes, dos de ellos por cierto profesionistas titulados, y otros en camino de serlo en breve, se me vienen a la mente aquellos años en que desde muy tierna edad, cada vez que venían a visitarnos los fines de semana, o cualquier otro día, con sus ojos llenos de curiosidad parecían inquirir, preguntar sobre los misterios de la vida, y las cosas que suceden. Es cuando los abuelos tenemos que convertirnos en enciclopedias vivientes para responder a sus mil preguntas, y cuando no conocemos las respuestas, tener la habilidad de fingir que todo lo sabemos, inventando las explicaciones.

Sin poder evitarlo, vuela mi memoria hacia mi propia infancia, y afloran los recuerdos que guardo en el fondo de mi corazón sobre mi abuelo materno (Arturo Salazar Robles), ya que a mi abuelo paterno (Miguel Romo Escalante) no tuve la fortuna de conocerlo. Aquel hombre tan bueno, tan lleno de amor, sabiduría y paciencia, de cuyos labios jamás escuché una palabra dura, y del que nunca recibí una reprimenda, a pesar de las muchas y muy grandes diabluras que continuamente yo hacía.

Como entre brumas se me presenta el rostro bondadoso de mi abuelo Arturo, el papá de mi mamá, y aquella sonrisa esplendorosa y luminosa que le nacía del alma, y que chisporroteaba en sus ojos, mientras me daba golpecitos cariñosos en la cabeza, al tiempo que me sentaba sobre sus rodillas. Amigo mío: te aseguro que no existe un trono más codiciado, ni un lugar más seguro en este mundo, que las rodillas de un abuelo.

Cada vez que me parecía ser víctima de la incomprensión de mis propios padres, ahí estaba siempre el refugio de los brazos de aquel hombre tan dulce y tan bondadoso, para recibirme. Ahí me volvía a poner en paz con el mundo, ahí se curaban mis pequeñas y grandes heridas y se borraban mis desventuras infantiles.

Los padres tienen deberes y responsabilidades para con los hijos que les obligan a jalar las riendas, a utilizar el bastón de mando, a marcar los límites e imponer las reglas. Los padres se ven obligados con harta frecuencia a castigar, a corregir y, en ocasiones, a propinar el coscorrón, la nalgada o un rotundo chanclazo para enfatizar su autoridad. Ser padre nunca ha sido fácil y, como dije en nuestra más reciente charla, no existen libros de recetas que digan cómo formar y educar a un hijo.

En cambio los abuelos son otra cosa. Están cerca y al mismo tiempo lo suficientemente lejos como para tener otra perspectiva. Los abuelos inteligentes no rompen las reglas que los padres establecen, simplemente las doblan un poco para permitir a los nietos salirse con la suya, sin provocar ningún conflicto realmente serio.

La mano del padre es a veces dura y severa, y la del abuelo es siempre tierna y tibia. La voz del padre en ocasiones parece trueno, la del abuelo es siempre dulce y consoladora. Hay veces que el padre parece no comprender, en cambio el abuelo todo lo sabe y todo lo disculpa. El padre y el abuelo, dos hombres que son prolongación el uno del otro. Uno va recorriendo el camino de su vida, el otro ya casi agota la distancia.

Veo a mis nietos —tres mujeres y cuatro varones— y veo a sus padres, mis hijos, y trato de imaginar lo que el porvenir pueda tenerles reservado. Siento claramente cómo la responsabilidad empieza a cargar sobre los hombros de cada uno de mis hijos, igual que cargó sobre los nuestros, los de mi mujer y los míos, cuando ellos eran pequeños. Ahora ellos y yo compartimos la responsabilidad de intentar que este mundo nuestro sea un lugar un poco mejor, en el que nuestros niños y nuestros jóvenes puedan vivir y crecer, y desarrollarse en plena libertad y con dignidad.

Si no ya por nosotros y por los sueños que fuimos dejando regados a lo largo de los caminos de la vida, que nuestros afanes y combates y luchas sean por ellos, por nuestros nietos, sean todavía niños, o en vías de convertirse en adultos. Por esas amadas personas que, siendo carne y sangre nuestra, representan nuestras más caras esperanzas, de cara al incierto futuro. Que nuestros esfuerzos, como padres y abuelos, sean por esos trozos de nuestro corazón que llenan de alegría y consuelo el tramo final de nuestra jornada.

Si nuestros desvelos a lo largo de tantos años llegan a traducirse en una sola sonrisa de felicidad en los rostros de esos nietos tan amados, les garantizo a ustedes que bien habrá valido la pena haberlos realizado... Empeño ante ustedes mi palabra de abuelo.