/ viernes 15 de mayo de 2020

Casa de las ideas | El suicidio

Hace unos días, revisando los medios locales tropecé con una nota que de momento no me provocó ninguna reacción especial o importante, pero que instantes después me golpeó con la fuerza de un puñetazo en pleno rostro. La nota periodística decía:

“Sonora acumula 63 casos de suicidio” por Daviana Ley

Hermosillo, Son.- Expreso, 12/05/2020 “Se acumulan 63 casos de suicidios en Sonora desde enero a marzo del año en curso. Ninguno ha sido resultado de la pandemia por Covid-19, a excepción de uno que fue intento de suicidio, debido a que la persona presentaba pensamientos de preferir morir a estar contagiado.

ACCEDE A NUESTRA EDICIÓN DIGITAL EN UN SOLO LUGAR Y DESDE CUALQUIER DISPOSITIVO ¡SUSCRÍBETE AQUÍ!

El director general del área de salud mental de la Secretaría de Salud, Juan Manuel Tong Payán, detalló en rueda de prensa que hasta la fecha hacen falta los reportes del mes de abril, y mayo al finalizar el mes, para conocer si hay alguno caso que se detonara por la contingencia ante la pandemia. Al mes de marzo se acumulan 63 casos; de enero son 29 casos que reflejaron un repunte lamentable, indicó el director, mencionando que por febrero fueron 17 casos, y la misma cantidad en marzo”.

Al iniciar el mes de mayo (sin incluir marzo y abril), la cantidad de muertes producto del suicidio [63] exceden a las muertes provocadas por el Covid-19 [55]. 63 casos de suicidio acumulados al finalizar abril, entre ellos una buena cantidad de personas jóvenes. Sonora ocupa en el país uno de los primeros lugares en este nada edificante renglón, lo cual deberá obligar a los gobiernos de los tres niveles, y a la propia sociedad, a poner atención en este singular problema que nos revela situaciones sumamente preocupantes. Y también nos indica que requerimos con urgencia de programas especiales de atención a la salud mental los cuales, hasta donde he podido investigar, no existen.

Aunque en apariencia ambos asuntos no guardan relación directa entre sí, la nota de Expreso hizo que sonara un timbre en mi mente, recordándome un escrito de José Luis Martín Descalzo que leí hace bastante tiempo, sobre el suicidio de un niño, del cual, si me lo permites, y con la venia del autor, reproduciré algunos trozos seleccionados para que puedas tener una idea más o menos clara del contexto. Un escrito terriblemente bello y profundo, en el que se habla de la soledad, de la ausencia de amor, y de la muerte.

“… Jorge puso la silla encima de la mesa, se subió a ella, ató la punta extrema de su cinto al tubo de la calefacción, pasó el otro extremo como un lazo por su cuello, y…

Me parece que, de todas las noticias de este año, la que bate el récord de los horrores es ésta que acabo de leer en un periódico: la historia de un niño de diez años que apareció colgado en un cuarto de su casa. Se llamaba Jorge, dicen las agencias. Era un niño normal, cuentan los vecinos. No tenía ninguna razón para hacer lo que ha hecho, aseguran sus padres. En la escuela no le había ocurrido nada extraño, informan sus maestros.

Tenía diez años, tan sólo diez años. Y era un niño normal. Resultaría ahora demasiado cómodo inventarnos una paranoia, un acceso de locura, una ráfaga de espanto, algo que tranquilizase a sus padres, a los curas, profesores, psiquiatras…

Lo cierto es que el niño había preparado su muerte con la fría crueldad de un adulto. Sobre la mesa estaba esa carta que seguramente había aprendido en la televisión, esa carta que repite el lugar común que es tan conocido: “No culpéis a nadie de mi muerte. Me quito la vida voluntariamente”. Y luego, por toda explicación, dos únicas, horribles, vertiginosas palabras: “Tengo miedo”.

¿Miedo de qué, Dios santo? Tenía miedo. Ni él mismo hubiera sabido explicar muy claramente de qué. Pero estaba solo, tan solo como todos los niños encerrados entre las cuatro paredes de esa infinita soledad que sienten los pequeños cuando no son amados, o cuando no son suficientemente amados. No tenía ninguna razón “especial” para tener miedo. Solo las que tenemos todos los que vivimos en un mundo tan hostil como éste. Solo había visto cientos de horas de televisión y violencia. Solo había escuchado decir docenas de veces a su padre que esta vida era una mierda.

Si hubiera vivido veinte años atrás, tal vez se habría acordado de que Camus había escrito: “Me resisto a amar una creación en la que los niños son torturados”. O aquello otro que dijo Umbral: “El universo no tiene otro argumento que la crueldad, ni otra lógica que la estupidez”. Pero no pensó nada de esto. Él no era filósofo, ni escritor. Solo era un niño que tenía miedo y se sentía solo, tan radicalmente solo que nadie había percibido esa soledad.

No se acordó tampoco que diez años antes había estado encerrado en el seno materno, cómodo y tibio, amorosamente protegido contra todas las espadas que le esperaban después, contra los diez años de frío que le llevarían a subirse a una mesa y poner sobre ella esa silla.

Y cuando le dio una patada a la silla que le sostenía, no pensó en el problema que le crearía a los curas, cuando se pusieran a discutir si le enterraban en la caja blanca de los niños inocentes, o en el cementerio maldito de los locos suicidas.

Nada de esto pensó Jorge. Ni siquiera recordó la foto que tenía encima de su buró, y que le retrataba vestido de blanco con un rosario de nácar en las manos, recuerdo del no lejano día de su Primera Comunión, un día un poco parecido a los nueve mesas en el seno de su madre, pero que habían durado tan desesperadamente poco. Y tampoco se le ocurrió que la noticia de su muerte saldría en los periódicos. Jorge no leía los periódicos. ¿Para qué, si sólo hablaban de guerras y de política; si eran —¡ay!— una especie de espejo resumido de este mundo del que trataba de huir?

Por eso no imaginó que muchos temblaríamos leyendo la noticia de su muerte en los periódicos, al descubrir con terror que en esa muerte participábamos un poco todos, y que de aquel lazo de su cinto de cuero colgaban nuestras muertas infancias. ¿Quién es el que realmente se ha colgado de ese tubo de la calefacción? ¿En qué vida no hay un oscuro lazo en el que queda ahorcada la dulce ingenuidad, la limpia pureza, la fresca esperanza? ¿Quién no ha ido suicidándose poco a poco, conforme se iba resignando a vivir, según iba ahogando sus sueños y renunciando a sus ilusiones? ¿Quién de nosotros no ha terminado por convertir su cuerpo de adulto en la caja de pino en la que está enterrado el chiquillo que alguna vez fuimos?

Jorge cerró los ojos. Cerró los ojos y tampoco pensó en Ti, Dios de las estrellas, de los hombres y de los niños. No se preguntó cómo ibas a recibirle, porque a Ti no te tenía miedo. Dulce y extrañamente no le asustaba nada de lo que pudiera haber al otro lado… ¿No creía? Sí, creía como creen los niños, desde la evidencia. Sabía que si no existías, no habría ningún dolor al otro lado. Y que si existías, y eras Dios, forzosamente tenías que ser bueno y quererle. Si eras Dios tenías que parecerte al seno de su madre. Tú no ibas a decirle: “Niño, no digas tonterías”, cuando tratara de explicarte toda su soledad…”.

Me pregunto: ¿Qué pasa con nosotros los viejos en estos tiempos terribles? ¿Qué pasa con las personas adultas que con gran frecuencia son víctimas de la desesperación? ¿Y qué pasa con los jóvenes e incluso con los niños, que se ven impulsados a buscar la puerta falsa del suicidio para escapar de esta vida?

Existen muchas y muy diversas causas, sin duda, pero en el fondo profundo y horrible de todas esas situaciones desesperadas, está la soledad. Y también la falta de amor y el abandono. Y casi siempre están presentes las tres cosas al mismo tiempo, y algunas otras que se suman para formar el motivo de tan terrible decisión.

Según el último informe demográfico de las Naciones Unidas (2019) la población mundial actual es de aproximadamente 7 mil 700 millones de personas, y aunque parezca increíble, en estos tiempos en que hay en el mundo más habitantes que nunca antes, es cuando más abunda la soledad, sin duda la más terrible de todas las situaciones. Y en estos tiempos de herramientas maravillosas que facilitan la comunicación entre las personas, es cuando vemos que cunde el aislamiento y se pierde el contacto humano, y huye la cercanía que nutre y permite que el hombre sea un ser integrado y completo, en vez de un organismo apagado y reseco, sin el nutriente maravilloso de la relación cercana con sus semejantes.

Si este es el destino de la raza humana, qué terrible y qué descorazonador. Pero el remedio está y siempre ha estado en nuestras manos. De nosotros y de nadie más depende que desaparezca la soledad, y se borre la falta de comunicación, y florezca de nuevo el amor y cunda la cercanía entre los hombres, en este mundo atormentado, entristecido e infeliz, para que no haya más viejos, ni más personas adultas, ni más jóvenes y niños que tomen la decisión espantosa de quitarse la vida, porque ya no pueden, o no quieren, seguir viviéndola.


Hace unos días, revisando los medios locales tropecé con una nota que de momento no me provocó ninguna reacción especial o importante, pero que instantes después me golpeó con la fuerza de un puñetazo en pleno rostro. La nota periodística decía:

“Sonora acumula 63 casos de suicidio” por Daviana Ley

Hermosillo, Son.- Expreso, 12/05/2020 “Se acumulan 63 casos de suicidios en Sonora desde enero a marzo del año en curso. Ninguno ha sido resultado de la pandemia por Covid-19, a excepción de uno que fue intento de suicidio, debido a que la persona presentaba pensamientos de preferir morir a estar contagiado.

ACCEDE A NUESTRA EDICIÓN DIGITAL EN UN SOLO LUGAR Y DESDE CUALQUIER DISPOSITIVO ¡SUSCRÍBETE AQUÍ!

El director general del área de salud mental de la Secretaría de Salud, Juan Manuel Tong Payán, detalló en rueda de prensa que hasta la fecha hacen falta los reportes del mes de abril, y mayo al finalizar el mes, para conocer si hay alguno caso que se detonara por la contingencia ante la pandemia. Al mes de marzo se acumulan 63 casos; de enero son 29 casos que reflejaron un repunte lamentable, indicó el director, mencionando que por febrero fueron 17 casos, y la misma cantidad en marzo”.

Al iniciar el mes de mayo (sin incluir marzo y abril), la cantidad de muertes producto del suicidio [63] exceden a las muertes provocadas por el Covid-19 [55]. 63 casos de suicidio acumulados al finalizar abril, entre ellos una buena cantidad de personas jóvenes. Sonora ocupa en el país uno de los primeros lugares en este nada edificante renglón, lo cual deberá obligar a los gobiernos de los tres niveles, y a la propia sociedad, a poner atención en este singular problema que nos revela situaciones sumamente preocupantes. Y también nos indica que requerimos con urgencia de programas especiales de atención a la salud mental los cuales, hasta donde he podido investigar, no existen.

Aunque en apariencia ambos asuntos no guardan relación directa entre sí, la nota de Expreso hizo que sonara un timbre en mi mente, recordándome un escrito de José Luis Martín Descalzo que leí hace bastante tiempo, sobre el suicidio de un niño, del cual, si me lo permites, y con la venia del autor, reproduciré algunos trozos seleccionados para que puedas tener una idea más o menos clara del contexto. Un escrito terriblemente bello y profundo, en el que se habla de la soledad, de la ausencia de amor, y de la muerte.

“… Jorge puso la silla encima de la mesa, se subió a ella, ató la punta extrema de su cinto al tubo de la calefacción, pasó el otro extremo como un lazo por su cuello, y…

Me parece que, de todas las noticias de este año, la que bate el récord de los horrores es ésta que acabo de leer en un periódico: la historia de un niño de diez años que apareció colgado en un cuarto de su casa. Se llamaba Jorge, dicen las agencias. Era un niño normal, cuentan los vecinos. No tenía ninguna razón para hacer lo que ha hecho, aseguran sus padres. En la escuela no le había ocurrido nada extraño, informan sus maestros.

Tenía diez años, tan sólo diez años. Y era un niño normal. Resultaría ahora demasiado cómodo inventarnos una paranoia, un acceso de locura, una ráfaga de espanto, algo que tranquilizase a sus padres, a los curas, profesores, psiquiatras…

Lo cierto es que el niño había preparado su muerte con la fría crueldad de un adulto. Sobre la mesa estaba esa carta que seguramente había aprendido en la televisión, esa carta que repite el lugar común que es tan conocido: “No culpéis a nadie de mi muerte. Me quito la vida voluntariamente”. Y luego, por toda explicación, dos únicas, horribles, vertiginosas palabras: “Tengo miedo”.

¿Miedo de qué, Dios santo? Tenía miedo. Ni él mismo hubiera sabido explicar muy claramente de qué. Pero estaba solo, tan solo como todos los niños encerrados entre las cuatro paredes de esa infinita soledad que sienten los pequeños cuando no son amados, o cuando no son suficientemente amados. No tenía ninguna razón “especial” para tener miedo. Solo las que tenemos todos los que vivimos en un mundo tan hostil como éste. Solo había visto cientos de horas de televisión y violencia. Solo había escuchado decir docenas de veces a su padre que esta vida era una mierda.

Si hubiera vivido veinte años atrás, tal vez se habría acordado de que Camus había escrito: “Me resisto a amar una creación en la que los niños son torturados”. O aquello otro que dijo Umbral: “El universo no tiene otro argumento que la crueldad, ni otra lógica que la estupidez”. Pero no pensó nada de esto. Él no era filósofo, ni escritor. Solo era un niño que tenía miedo y se sentía solo, tan radicalmente solo que nadie había percibido esa soledad.

No se acordó tampoco que diez años antes había estado encerrado en el seno materno, cómodo y tibio, amorosamente protegido contra todas las espadas que le esperaban después, contra los diez años de frío que le llevarían a subirse a una mesa y poner sobre ella esa silla.

Y cuando le dio una patada a la silla que le sostenía, no pensó en el problema que le crearía a los curas, cuando se pusieran a discutir si le enterraban en la caja blanca de los niños inocentes, o en el cementerio maldito de los locos suicidas.

Nada de esto pensó Jorge. Ni siquiera recordó la foto que tenía encima de su buró, y que le retrataba vestido de blanco con un rosario de nácar en las manos, recuerdo del no lejano día de su Primera Comunión, un día un poco parecido a los nueve mesas en el seno de su madre, pero que habían durado tan desesperadamente poco. Y tampoco se le ocurrió que la noticia de su muerte saldría en los periódicos. Jorge no leía los periódicos. ¿Para qué, si sólo hablaban de guerras y de política; si eran —¡ay!— una especie de espejo resumido de este mundo del que trataba de huir?

Por eso no imaginó que muchos temblaríamos leyendo la noticia de su muerte en los periódicos, al descubrir con terror que en esa muerte participábamos un poco todos, y que de aquel lazo de su cinto de cuero colgaban nuestras muertas infancias. ¿Quién es el que realmente se ha colgado de ese tubo de la calefacción? ¿En qué vida no hay un oscuro lazo en el que queda ahorcada la dulce ingenuidad, la limpia pureza, la fresca esperanza? ¿Quién no ha ido suicidándose poco a poco, conforme se iba resignando a vivir, según iba ahogando sus sueños y renunciando a sus ilusiones? ¿Quién de nosotros no ha terminado por convertir su cuerpo de adulto en la caja de pino en la que está enterrado el chiquillo que alguna vez fuimos?

Jorge cerró los ojos. Cerró los ojos y tampoco pensó en Ti, Dios de las estrellas, de los hombres y de los niños. No se preguntó cómo ibas a recibirle, porque a Ti no te tenía miedo. Dulce y extrañamente no le asustaba nada de lo que pudiera haber al otro lado… ¿No creía? Sí, creía como creen los niños, desde la evidencia. Sabía que si no existías, no habría ningún dolor al otro lado. Y que si existías, y eras Dios, forzosamente tenías que ser bueno y quererle. Si eras Dios tenías que parecerte al seno de su madre. Tú no ibas a decirle: “Niño, no digas tonterías”, cuando tratara de explicarte toda su soledad…”.

Me pregunto: ¿Qué pasa con nosotros los viejos en estos tiempos terribles? ¿Qué pasa con las personas adultas que con gran frecuencia son víctimas de la desesperación? ¿Y qué pasa con los jóvenes e incluso con los niños, que se ven impulsados a buscar la puerta falsa del suicidio para escapar de esta vida?

Existen muchas y muy diversas causas, sin duda, pero en el fondo profundo y horrible de todas esas situaciones desesperadas, está la soledad. Y también la falta de amor y el abandono. Y casi siempre están presentes las tres cosas al mismo tiempo, y algunas otras que se suman para formar el motivo de tan terrible decisión.

Según el último informe demográfico de las Naciones Unidas (2019) la población mundial actual es de aproximadamente 7 mil 700 millones de personas, y aunque parezca increíble, en estos tiempos en que hay en el mundo más habitantes que nunca antes, es cuando más abunda la soledad, sin duda la más terrible de todas las situaciones. Y en estos tiempos de herramientas maravillosas que facilitan la comunicación entre las personas, es cuando vemos que cunde el aislamiento y se pierde el contacto humano, y huye la cercanía que nutre y permite que el hombre sea un ser integrado y completo, en vez de un organismo apagado y reseco, sin el nutriente maravilloso de la relación cercana con sus semejantes.

Si este es el destino de la raza humana, qué terrible y qué descorazonador. Pero el remedio está y siempre ha estado en nuestras manos. De nosotros y de nadie más depende que desaparezca la soledad, y se borre la falta de comunicación, y florezca de nuevo el amor y cunda la cercanía entre los hombres, en este mundo atormentado, entristecido e infeliz, para que no haya más viejos, ni más personas adultas, ni más jóvenes y niños que tomen la decisión espantosa de quitarse la vida, porque ya no pueden, o no quieren, seguir viviéndola.