/ lunes 23 de diciembre de 2019

Casa de las ideas | Navidad con sabor a nostalgia

De mi lejano pasado surgen los ricos aromas, los deliciosos recuerdos y la dulce añoranza de tiempos felices que se fueron para no volver.

Durante muchos años para mí la Navidad fue mi mamá. Cosa absolutamente natural, considerando que de pequeños todos nosotros, o al menos la gran mayoría, funcionábamos principalmente en torno a nuestras madres. Habiendo nacido yo en el año 1937, mis primeras navidades fueron incomparablemente más sencillas que las que me ha tocado vivir en tiempos posteriores.

En aquellos tiempos de mi ya muy lejana niñez, desde luego no existían los árboles artificiales de navidad. Llegaba la temporada navideña y la primera actividad deliciosa era ir a comprar al mercado municipal del centro viejo un arbolito natural, que estuviera bien boscoso y tuviera las ramas lo más parejas posible. Como en aquellas épocas no teníamos automóvil propio, había que contratar alguna de las carretas tiradas por mulas o caballos que se paraban en las inmediaciones de la escuela Leona Vicario, para transportarlo en ella. O bien solicitar los servicios del inolvidable “Chato” Bernal y su taxi que estacionaba sobre la calle Guerrero, por fuera de la tienda “El Paso” de la familia Sánchez, en la esquina con la calle Monterrey.

Luego venía el momento de colocarlo dentro de un bote “mantequero” relleno con piedras y arena húmeda para que el pino se mantuviera verde durante el mayor tiempo posible. Y finalmente llegaba el proceso de decorarlo… ¡qué inmensa alegría! Nuestra casa se llenaba con el aroma a pino, y ese perfume forma parte parte integral de mis recuerdos más profundos y preciados y, decenas de años después, aún es para mí causa y motivo de nostálgicas añoranzas.

Cada vez que me llega el olor a pino, ande donde ande, inmediatamente me traslado a aquellos tiempos en que fui tan feliz, a pesar de las estrecheces económicas y carencias materiales. Utilizábamos adornos muy sencillos: Angelitos de tela afelpada, santoclositos de ‘sololoy’ (celuloide) y esferitas muy frágiles que se rompían con gran facilidad. Conexiones con foquitos incandescentes grandes de todos colores, y más tarde llegarían las conexiones con aquellos focos alargados que tenían dentro un líquido que hacía como gorgoritos. No podía faltar el pelo de ángel, las lágrimas de estaño y finalmente la nieve o escarcha artificial como toque final. Y en el copete del árbol, la infaltable estrella de Belén.

El día 24, el centro de nuestro hogar se trasladaba a la cocina, donde mi madre se afanaba preparando la cena de Noche Buena y que era deliciosa, aunque muy sencilla, acorde a los tiempos de austeridad que imponía la terrible II Guerra Mundial que se libraba en Europa y en el Pacífico… ¡qué deliciosos aromas escapaban por la puerta de la cocina! Y cuántos coscorrones nos llevamos al intentar coger a hurtadillas algo de lo que mi madre estaba preparando. Bullicio de niños, mis hermanitas y yo, inocencia pura y alegría de la buena.

En aquel entonces Hermosillo era aún una ciudad muy pequeña, con un ritmo de vida lento y soñoliento y cuya comunidad risueña, alegre, hospitalaria y bastante homogénea. Estoy hablando de la primera mitad de la década de los cuarenta del siglo pasado. La gente de aquel Hermosillo era sencilla en sus costumbres y formas de vivir, una sociedad muy uniforme en la que casi no había ricos, y los pobres no eran tan pobres. Íbamos a las mismas escuelas, a las mismas iglesias, frecuentábamos los mismos lugares y, en general, todos nos conocíamos y en mayor o menor medida éramos amigos. La cordialidad y la armonía eran los sellos distintivos. Era una delicia vivir en una ciudad así, donde no teníamos mucho, pero tampoco necesitábamos mucho para vivir felices. Esos tiempos, desde luego, ya se fueron para no volver jamás.

Mis hermanas Leticia, Gloria y Yolanda compartieron conmigo aquellas lejanas e inolvidables navidades. Dos de ellas -Leticia y Gloria- ya no están con nosotros, y ambas al partir dejaron en mi vida un hueco imposible de llenar. Después llegaron los otros cuatro hermanos -Miguel, Marcos (+), Irma y Luis Carlos- pero ellos pertenecen a otra época en la cual yo ya había abandonado mi hogar para realizar mis estudios en Monterrey, y las cosas eran diferentes, dentro y fuera de la familia. Por supuesto, aún tuvimos muchas navidades con sus correspondientes convivencias, pero yo ya no habitaba en la casa familiar, y sólo venía a pasar vacaciones de verano y de navidad. Desde luego, no es igual. Y un frío día de diciembre se nos fue mi papá, y años después mi mamá, y sin ellos las cosas definitivamente cambiaron en forma irreversible. Cuando faltan los troncos, las ramas tienden a desgajarse y, a veces, hasta se caen.

Pero llegó el día en que mis navidades se transformaron, y de centrarse totalmente en mi madre, empezaron a girar en derredor de mi esposa María Emma. Ella proviene de una familia para la que la navidad es EL evento del año. Mi difunta suegra encarnaba el espíritu de la navidad. Su ímpetu y energía son una heredad que se mantiene vigente, a pesar de su fallecimiento. Como es natural, la totalidad de sus hijos comparten ese apego a todo lo que tiene que ver con estas festividades, de manera que al contraer matrimonio mi esposa trajo a nuestra incipiente familia algo nuevo, algo diferente que desde nuestra primera navidad como familia Romo-Freaner -desde hace ya 56 años- se ha convertido en el eje central de nuestras propias tradiciones familiares.

En estos momentos en que está usted leyendo estos nostálgicos renglones, nuestro hogar se encuentra totalmente arreglado para recibir la navidad. Como siempre, lo primero que se instala en mi casa es el nacimiento, que es todo un rito y que se coloca en un lugar destacado. Y una vez concluido ese indispensable primer paso, se procede a lo que sigue… y entonces es cuando yo mejor me hago a un lado, porque corro peligro de ser arrollado por el torbellino.

Mi mujer se transforma en un infatigable dínamo humano, con todo y la penosa enfermedad que la aqueja desde hace ya 20 largos años. ¡Sálvese quien pueda! Y no para la cosa hasta que todo los rincones, todas las habitaciones que hay en mi hogar, puertas, ventanas, repisas, mesas, macetas y cuanto hay, han recibido el toque de la mano decoradora de mi infatigable mujer. Como le digo, yo ni me meto… ¿para qué? si todo queda en las benditas y mágicas manos de esta mujer para la que la navidad es algo tan importante, y que disfruta de cabo a rabo, hasta la última gota, como se degusta una copa de buen vino.

Ya estamos en el corazón de diciembre, en vísperas de la Natividad del Señor, y junto con la decoración del hogar hacen su aparición las colecciones de música navideña que he grabado para darle más sabor a esta temporada. La música navideña es otra de las cosas que no pasan de moda: “Jingle Bells”, “Blanca Navidad”, “Noche de Paz”, “Adeste Fidelis” y todas esas viejas e inmortales melodías reviven cada año, en los mismos viejos arreglos o en versiones modernizadas, en las voces de los cantantes clásicos como Bing Crosby, Perry Como, Frank Sinatra, Nat ‘King’ Cole, Pedro Vargas o Eydie Gormé, o en las de los cantantes de tiempos posteriores como Luis Aguilé, Luis Miguel, Thalía, Mijares, La Pequeña Compañía, el Coro de Misioneros del Espíritu Santo, y muchos otros. La Navidad y sus sonidos van juntos y de la mano con los aromas, las luces, el bullicio, el calor del hogar y los momentos de íntima reflexión.

Los años se han ido a una velocidad impresionante, los tiempos han cambiado y muchas cosas han cambiado también, pero en cambio otras permanecen inalterables, al menos en mi corazón. Hoy mi esposa y yo somos el eje en cuyo derredor gira nuestra familia. Somos ahora los viejos encargados de mantener vivas las tradiciones que nos fueron heredadas por los seres amados que ya no están físicamente aquí, pero cuyos espíritus jamás nos abandonan. Mientras abuelos, padres y nietos nos reunimos en torno a la mesa familiar, las sombras difusas de nuestros antepasados parecen contemplarnos desde todos los rincones del hogar. Y tal vez desde esos rincones nos observan con una sonrisa de felicidad y amor en sus rostros bien amados, atestiguando cómo seguimos cumpliendo con la responsabilidad de conservar y trasmitir las costumbres y tradiciones que de ellos recibimos. Así debe ser y así será, mientras nosotros estemos aquí.

Para usted y los suyos, y para todas las familias que se reúnen durante estos días para reafirmar los lazos de amor, de fe y de esperanza, desde esta “Casa de las Ideas” y los otros espacios que me hacen el favor de publicar lo que escribo, les envío un cálido saludo navideño con los mejores deseos de paz, salud y bienestar. Y que a lo largo del año 2020 que se aproxima, la mano amorosa del Señor nuestro Dios se mantenga en todo momento posada sobre sus cabezas.

De mi lejano pasado surgen los ricos aromas, los deliciosos recuerdos y la dulce añoranza de tiempos felices que se fueron para no volver.

Durante muchos años para mí la Navidad fue mi mamá. Cosa absolutamente natural, considerando que de pequeños todos nosotros, o al menos la gran mayoría, funcionábamos principalmente en torno a nuestras madres. Habiendo nacido yo en el año 1937, mis primeras navidades fueron incomparablemente más sencillas que las que me ha tocado vivir en tiempos posteriores.

En aquellos tiempos de mi ya muy lejana niñez, desde luego no existían los árboles artificiales de navidad. Llegaba la temporada navideña y la primera actividad deliciosa era ir a comprar al mercado municipal del centro viejo un arbolito natural, que estuviera bien boscoso y tuviera las ramas lo más parejas posible. Como en aquellas épocas no teníamos automóvil propio, había que contratar alguna de las carretas tiradas por mulas o caballos que se paraban en las inmediaciones de la escuela Leona Vicario, para transportarlo en ella. O bien solicitar los servicios del inolvidable “Chato” Bernal y su taxi que estacionaba sobre la calle Guerrero, por fuera de la tienda “El Paso” de la familia Sánchez, en la esquina con la calle Monterrey.

Luego venía el momento de colocarlo dentro de un bote “mantequero” relleno con piedras y arena húmeda para que el pino se mantuviera verde durante el mayor tiempo posible. Y finalmente llegaba el proceso de decorarlo… ¡qué inmensa alegría! Nuestra casa se llenaba con el aroma a pino, y ese perfume forma parte parte integral de mis recuerdos más profundos y preciados y, decenas de años después, aún es para mí causa y motivo de nostálgicas añoranzas.

Cada vez que me llega el olor a pino, ande donde ande, inmediatamente me traslado a aquellos tiempos en que fui tan feliz, a pesar de las estrecheces económicas y carencias materiales. Utilizábamos adornos muy sencillos: Angelitos de tela afelpada, santoclositos de ‘sololoy’ (celuloide) y esferitas muy frágiles que se rompían con gran facilidad. Conexiones con foquitos incandescentes grandes de todos colores, y más tarde llegarían las conexiones con aquellos focos alargados que tenían dentro un líquido que hacía como gorgoritos. No podía faltar el pelo de ángel, las lágrimas de estaño y finalmente la nieve o escarcha artificial como toque final. Y en el copete del árbol, la infaltable estrella de Belén.

El día 24, el centro de nuestro hogar se trasladaba a la cocina, donde mi madre se afanaba preparando la cena de Noche Buena y que era deliciosa, aunque muy sencilla, acorde a los tiempos de austeridad que imponía la terrible II Guerra Mundial que se libraba en Europa y en el Pacífico… ¡qué deliciosos aromas escapaban por la puerta de la cocina! Y cuántos coscorrones nos llevamos al intentar coger a hurtadillas algo de lo que mi madre estaba preparando. Bullicio de niños, mis hermanitas y yo, inocencia pura y alegría de la buena.

En aquel entonces Hermosillo era aún una ciudad muy pequeña, con un ritmo de vida lento y soñoliento y cuya comunidad risueña, alegre, hospitalaria y bastante homogénea. Estoy hablando de la primera mitad de la década de los cuarenta del siglo pasado. La gente de aquel Hermosillo era sencilla en sus costumbres y formas de vivir, una sociedad muy uniforme en la que casi no había ricos, y los pobres no eran tan pobres. Íbamos a las mismas escuelas, a las mismas iglesias, frecuentábamos los mismos lugares y, en general, todos nos conocíamos y en mayor o menor medida éramos amigos. La cordialidad y la armonía eran los sellos distintivos. Era una delicia vivir en una ciudad así, donde no teníamos mucho, pero tampoco necesitábamos mucho para vivir felices. Esos tiempos, desde luego, ya se fueron para no volver jamás.

Mis hermanas Leticia, Gloria y Yolanda compartieron conmigo aquellas lejanas e inolvidables navidades. Dos de ellas -Leticia y Gloria- ya no están con nosotros, y ambas al partir dejaron en mi vida un hueco imposible de llenar. Después llegaron los otros cuatro hermanos -Miguel, Marcos (+), Irma y Luis Carlos- pero ellos pertenecen a otra época en la cual yo ya había abandonado mi hogar para realizar mis estudios en Monterrey, y las cosas eran diferentes, dentro y fuera de la familia. Por supuesto, aún tuvimos muchas navidades con sus correspondientes convivencias, pero yo ya no habitaba en la casa familiar, y sólo venía a pasar vacaciones de verano y de navidad. Desde luego, no es igual. Y un frío día de diciembre se nos fue mi papá, y años después mi mamá, y sin ellos las cosas definitivamente cambiaron en forma irreversible. Cuando faltan los troncos, las ramas tienden a desgajarse y, a veces, hasta se caen.

Pero llegó el día en que mis navidades se transformaron, y de centrarse totalmente en mi madre, empezaron a girar en derredor de mi esposa María Emma. Ella proviene de una familia para la que la navidad es EL evento del año. Mi difunta suegra encarnaba el espíritu de la navidad. Su ímpetu y energía son una heredad que se mantiene vigente, a pesar de su fallecimiento. Como es natural, la totalidad de sus hijos comparten ese apego a todo lo que tiene que ver con estas festividades, de manera que al contraer matrimonio mi esposa trajo a nuestra incipiente familia algo nuevo, algo diferente que desde nuestra primera navidad como familia Romo-Freaner -desde hace ya 56 años- se ha convertido en el eje central de nuestras propias tradiciones familiares.

En estos momentos en que está usted leyendo estos nostálgicos renglones, nuestro hogar se encuentra totalmente arreglado para recibir la navidad. Como siempre, lo primero que se instala en mi casa es el nacimiento, que es todo un rito y que se coloca en un lugar destacado. Y una vez concluido ese indispensable primer paso, se procede a lo que sigue… y entonces es cuando yo mejor me hago a un lado, porque corro peligro de ser arrollado por el torbellino.

Mi mujer se transforma en un infatigable dínamo humano, con todo y la penosa enfermedad que la aqueja desde hace ya 20 largos años. ¡Sálvese quien pueda! Y no para la cosa hasta que todo los rincones, todas las habitaciones que hay en mi hogar, puertas, ventanas, repisas, mesas, macetas y cuanto hay, han recibido el toque de la mano decoradora de mi infatigable mujer. Como le digo, yo ni me meto… ¿para qué? si todo queda en las benditas y mágicas manos de esta mujer para la que la navidad es algo tan importante, y que disfruta de cabo a rabo, hasta la última gota, como se degusta una copa de buen vino.

Ya estamos en el corazón de diciembre, en vísperas de la Natividad del Señor, y junto con la decoración del hogar hacen su aparición las colecciones de música navideña que he grabado para darle más sabor a esta temporada. La música navideña es otra de las cosas que no pasan de moda: “Jingle Bells”, “Blanca Navidad”, “Noche de Paz”, “Adeste Fidelis” y todas esas viejas e inmortales melodías reviven cada año, en los mismos viejos arreglos o en versiones modernizadas, en las voces de los cantantes clásicos como Bing Crosby, Perry Como, Frank Sinatra, Nat ‘King’ Cole, Pedro Vargas o Eydie Gormé, o en las de los cantantes de tiempos posteriores como Luis Aguilé, Luis Miguel, Thalía, Mijares, La Pequeña Compañía, el Coro de Misioneros del Espíritu Santo, y muchos otros. La Navidad y sus sonidos van juntos y de la mano con los aromas, las luces, el bullicio, el calor del hogar y los momentos de íntima reflexión.

Los años se han ido a una velocidad impresionante, los tiempos han cambiado y muchas cosas han cambiado también, pero en cambio otras permanecen inalterables, al menos en mi corazón. Hoy mi esposa y yo somos el eje en cuyo derredor gira nuestra familia. Somos ahora los viejos encargados de mantener vivas las tradiciones que nos fueron heredadas por los seres amados que ya no están físicamente aquí, pero cuyos espíritus jamás nos abandonan. Mientras abuelos, padres y nietos nos reunimos en torno a la mesa familiar, las sombras difusas de nuestros antepasados parecen contemplarnos desde todos los rincones del hogar. Y tal vez desde esos rincones nos observan con una sonrisa de felicidad y amor en sus rostros bien amados, atestiguando cómo seguimos cumpliendo con la responsabilidad de conservar y trasmitir las costumbres y tradiciones que de ellos recibimos. Así debe ser y así será, mientras nosotros estemos aquí.

Para usted y los suyos, y para todas las familias que se reúnen durante estos días para reafirmar los lazos de amor, de fe y de esperanza, desde esta “Casa de las Ideas” y los otros espacios que me hacen el favor de publicar lo que escribo, les envío un cálido saludo navideño con los mejores deseos de paz, salud y bienestar. Y que a lo largo del año 2020 que se aproxima, la mano amorosa del Señor nuestro Dios se mantenga en todo momento posada sobre sus cabezas.