/ viernes 20 de diciembre de 2019

Casa de las ideas | Somos nosotros los que cambiamos

Es triste, pero no queda otra que reconocer que en este año 2019 la Navidad dista mucho de parecerse a las navidades de, por ejemplo, la década de los cuarenta, o inclusive los cincuenta del siglo pasado. A setenta o más años de distancia quizá podría pensarse que ha transcurrido mucho tiempo, y que el mundo ha dado desde entonces las vueltas suficientes como para que una Navidad de hoy en día ya no sea igual a una de ayer.

RECIBE LAS NOTICIAS DE EL SOL DE HERMOSILLO DIRECTO EN TU WHATSAPP, SUSCRÍBETE AQUÍ

Muchas cosas, muchas costumbres y tradiciones, muchos hábitos y hasta nuestra forma de vivir, de pensar y de actuar han cambiado, y un buen número de ellas de plano han desaparecido para siempre, barridas por los vendavales de la modernidad. ¿Fue inevitable? Puede ser, aunque en determinados casos no es forzoso aceptarlo.

La Navidad es una de esas tradiciones. La de hoy podrá tener algunas semejanzas con las de ayer, pero igual definitivamente no es. La Navidad, o más bien su espíritu, no tiene por qué cambiar, por más que los años pasen. La razón es muy sencilla, pero al mismo tiempo, muy complicada: El espíritu de la Navidad radica única y exclusivamente en el nacimiento del Señor Jesús, o sea, la Natividad. Todo lo demás es producto de una serie interminable de mutaciones en el pensamiento, en la forma de celebrar este sagrado evento, su gigantesca comercialización, su brutal materialización y, en fin, de nuestra forma de conceptualizar esta celebración tan importante. Si mucho se me apura, yo diría que el principal cambio se dio dentro de nuestro corazón. Piénselo usted, y verá.

¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? Cada quien tendrá sus muy personales explicaciones, y quizá todas sean muy válidas aunque, desde luego, entre una explicación honesta y un mero pretexto, media un abismo.

No es la Navidad, y mucho menos su espíritu inmutable lo que ha cambiado; somos nosotros, los seres humanos, los que nos hemos transformado. Punto. No le demos más vueltas ni echemos mano de argumentos sofisticados: Los principales cambios de dieron en nuestro interior, en nuestras mentes y en nuestros corazones, porque permitimos y facilitamos que de afuera hacia dentro penetraran los grandes enemigos del alma humana: El consumismo, el materialismo, el hedonismo, el egoísmo y tantos y tantos “ismos” que son como virus altamente contagiosos y fatales para el espíritu del hombre.

Una vez que cambiamos nosotros, lo demás fue inevitable: cambiaron las familias, y al cambiar las familias, cambió la sociedad en su conjunto. Para muchos de nosotros —yo incluido— el camino emprendido es irreversible… y sumamente peligroso.

Entre aquellas navidades de muchos de nosotros, colmadas de la espiritualidad e inocencia de la niñez, y estas que hoy celebramos, colmadas de un ruido que aturde y de un bullicio superficial que ataranta, media un abismo que no está construido sólo a base de tiempo y circunstancias, sino de formas de vivir diferentes. ¿Quién puede dudar que en la actualidad, y desde hace bastantes años, en los hogares lo que importa, lo que se busca afanosamente y a costa muchas veces de enormes sacrificios, es llenarlos de una multitud de cosas que exigen fuertes erogaciones, aunque en ellos siga ausente el amor y se hayan perdido la fe y la paz, que no nos cuestan nada, y que sin embargo hemos dejado que se vayan?

La realidad nos dice que la familia ha sido —y sigue siendo— víctima de los más grandes y graves ataques. Hoy, en estos días en particular y desde hace poco más de un año, la embestida ha sido general, y por favor que no me digan que la principal causa del deterioro familiar ha sido la pobreza, porque en otros tiempos la mayoría de las familias también fueron víctimas de la pobreza material, pero eran ricas espiritualmente hablando, y en ellas abundaba ese amor, esa fe y esa paz que hoy parecen alejarse cada vez más.

La pobreza es, sin la menor duda, un factor imposible soslayar. Pero solamente es uno de tantos. Las presiones de la vida moderna han obligado al padre y la madre, columnas sobre las que se sostiene toda familia, a abandonar muchas de las obligaciones en búsqueda de mejorar un ingreso que nunca alcanza, porque a fuerza de propaganda nos han metido en la cabeza la idea de que hay cosas sin las que no podemos vivir, que hay multitud de cachivaches sin los que no es posible “ser feliz”.

Y yo me pregunto, y le pregunto a usted: Si antes pudimos vivir sin ellos, y ser felices ¿por qué ahora no? Hoy en día tenemos a nuestra disposición —que no necesariamente a nuestro alcance— infinidad de aparatos que supuestamente nos facilitan la vida: Lavadoras y secadoras de ropa, lavadoras de vajilla, hornos de microondas, procesadoras de alimentos, ollas sofisticadas para cocinar, estufas con ocho parrillas y horno separado, aparatos de aire acondicionado de alta eficiencia, computadoras, teléfonos súper inteligentes y súper caros, y una infinidad de costosísimos artilugios electrónicos y artefactos modernos que se supone resuelven necesidades que también son modernas, puesto que antes no existían.

Preguntémonos: ¿Qué fue primero, la necesidad o el satisfactor? Y en la respuesta que cada uno de nosotros le demos a esa sencilla, y a la vez complicada pregunta, quizá encontraremos la punta de la enmarañada madeja en que se nos ha transformado la vida en familia, en comunidad y en todos los demás sentidos.

Y desde luego, exactamente esa misma situación, esa misma pregunta, podemos trasladarla a la festividad de la Navidad. El principal regalo que debería haber debajo de los arbolitos —que hoy son artificiales, con lo cual se desterró de los hogares para siempre el delicioso aroma a pino de las navidades de antaño— es sin la menor duda el amor. Primero que nada y por sobre todo, el amor… y después puede haber muchas otras cosas bonitas, y algunas quizá hasta útiles, pero que jamás podrán sustituir al amor, que es lo esencial.

Y es lo esencial lo que importa, lo que debemos buscar a toda costa y a lo que debemos volver. Lo superficial hay que descartarlo. Es superfluo y peligroso y no vale la pena perder el tiempo con él, puesto que no nos acarrea otra cosa que problemas, desgastes y lastres inútiles.

Es sobrehumano esfuerzo económico que representa el moderno afán de adquirir obsequios para todo el mundo: Esposa, hijos, nietos, suegros, consuegros, hermanos, primos, compadres, amigos, vecinos, relaciones políticas y de negocios, el cartero, los recogedores de la basura… la lista es infinita y nos hemos impuesto la obligación de cumplir con todos, sin dejar fuera a nadie, aunque el titánico esfuerzo nos deje agotados, financiera y emotivamente hablando.

¿Qué clase de locura es esa, por el amor de Dios? ¿De dónde sacamos la idea de que la Navidad tiene que ser un estrafalario, aparatoso y oneroso intercambio de regalos, y que si no es así de plano no es Navidad? ¿Cómo es posible que, en un frenesí de locura, hayamos pretendido sustituir el amor, la fe y la paz —tesoros inapreciables— con cosas que duran lo que un suspiro, y que muchas veces simplemente arrumbamos en el fondo de algún cajón o de algún closet?

Sí… la Navidad ha cambiado, pero quienes más hemos cambiado somos nosotros. Y lo peor de todo es que esos cambios no han concluido y siguen produciéndose cada día, empeorando a cada instante, sin que podamos hacer nada para detenerlos, y mucho menos para revertirlos. La Navidad, esa festividad del espíritu para el espíritu, es un espejo donde podemos ver reflejado el efecto de todos los errores que hemos cometido a lo largo de los años. Es un espejo manchado, lleno de desconchaduras y despostillado, pero aún lo suficientemente fiel como para hablarnos de lo que no debe ser, de lo que nunca debió ser… pero que es.

Hay que tratar de vivir la Navidad un poco más hacia dentro, y un mucho menos hacia fuera. Podemos hacer el intento, y quizá nos encontremos con la sorpresa de que nosotros, y nuestros seres queridos que nos rodean, de esta manera y gracias a ese pequeño gran cambio, somos más felices en esta Navidad que en algunas otras que el tiempo, piadoso y compasivo, ya borró de nuestra memoria.

Querido lector: Gracias por su compañía y su fidelidad hacia esta “Casa de las Ideas”. Le deseo que en esta Navidad, y a lo largo del nuevo el año que se aproxima, en su corazón ocurran los pequeños y grandes cambios de los que depende todo lo demás.

e-mail oscar.romo@casadelasideas.com

Twitter @ChapoRomo

Es triste, pero no queda otra que reconocer que en este año 2019 la Navidad dista mucho de parecerse a las navidades de, por ejemplo, la década de los cuarenta, o inclusive los cincuenta del siglo pasado. A setenta o más años de distancia quizá podría pensarse que ha transcurrido mucho tiempo, y que el mundo ha dado desde entonces las vueltas suficientes como para que una Navidad de hoy en día ya no sea igual a una de ayer.

RECIBE LAS NOTICIAS DE EL SOL DE HERMOSILLO DIRECTO EN TU WHATSAPP, SUSCRÍBETE AQUÍ

Muchas cosas, muchas costumbres y tradiciones, muchos hábitos y hasta nuestra forma de vivir, de pensar y de actuar han cambiado, y un buen número de ellas de plano han desaparecido para siempre, barridas por los vendavales de la modernidad. ¿Fue inevitable? Puede ser, aunque en determinados casos no es forzoso aceptarlo.

La Navidad es una de esas tradiciones. La de hoy podrá tener algunas semejanzas con las de ayer, pero igual definitivamente no es. La Navidad, o más bien su espíritu, no tiene por qué cambiar, por más que los años pasen. La razón es muy sencilla, pero al mismo tiempo, muy complicada: El espíritu de la Navidad radica única y exclusivamente en el nacimiento del Señor Jesús, o sea, la Natividad. Todo lo demás es producto de una serie interminable de mutaciones en el pensamiento, en la forma de celebrar este sagrado evento, su gigantesca comercialización, su brutal materialización y, en fin, de nuestra forma de conceptualizar esta celebración tan importante. Si mucho se me apura, yo diría que el principal cambio se dio dentro de nuestro corazón. Piénselo usted, y verá.

¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? Cada quien tendrá sus muy personales explicaciones, y quizá todas sean muy válidas aunque, desde luego, entre una explicación honesta y un mero pretexto, media un abismo.

No es la Navidad, y mucho menos su espíritu inmutable lo que ha cambiado; somos nosotros, los seres humanos, los que nos hemos transformado. Punto. No le demos más vueltas ni echemos mano de argumentos sofisticados: Los principales cambios de dieron en nuestro interior, en nuestras mentes y en nuestros corazones, porque permitimos y facilitamos que de afuera hacia dentro penetraran los grandes enemigos del alma humana: El consumismo, el materialismo, el hedonismo, el egoísmo y tantos y tantos “ismos” que son como virus altamente contagiosos y fatales para el espíritu del hombre.

Una vez que cambiamos nosotros, lo demás fue inevitable: cambiaron las familias, y al cambiar las familias, cambió la sociedad en su conjunto. Para muchos de nosotros —yo incluido— el camino emprendido es irreversible… y sumamente peligroso.

Entre aquellas navidades de muchos de nosotros, colmadas de la espiritualidad e inocencia de la niñez, y estas que hoy celebramos, colmadas de un ruido que aturde y de un bullicio superficial que ataranta, media un abismo que no está construido sólo a base de tiempo y circunstancias, sino de formas de vivir diferentes. ¿Quién puede dudar que en la actualidad, y desde hace bastantes años, en los hogares lo que importa, lo que se busca afanosamente y a costa muchas veces de enormes sacrificios, es llenarlos de una multitud de cosas que exigen fuertes erogaciones, aunque en ellos siga ausente el amor y se hayan perdido la fe y la paz, que no nos cuestan nada, y que sin embargo hemos dejado que se vayan?

La realidad nos dice que la familia ha sido —y sigue siendo— víctima de los más grandes y graves ataques. Hoy, en estos días en particular y desde hace poco más de un año, la embestida ha sido general, y por favor que no me digan que la principal causa del deterioro familiar ha sido la pobreza, porque en otros tiempos la mayoría de las familias también fueron víctimas de la pobreza material, pero eran ricas espiritualmente hablando, y en ellas abundaba ese amor, esa fe y esa paz que hoy parecen alejarse cada vez más.

La pobreza es, sin la menor duda, un factor imposible soslayar. Pero solamente es uno de tantos. Las presiones de la vida moderna han obligado al padre y la madre, columnas sobre las que se sostiene toda familia, a abandonar muchas de las obligaciones en búsqueda de mejorar un ingreso que nunca alcanza, porque a fuerza de propaganda nos han metido en la cabeza la idea de que hay cosas sin las que no podemos vivir, que hay multitud de cachivaches sin los que no es posible “ser feliz”.

Y yo me pregunto, y le pregunto a usted: Si antes pudimos vivir sin ellos, y ser felices ¿por qué ahora no? Hoy en día tenemos a nuestra disposición —que no necesariamente a nuestro alcance— infinidad de aparatos que supuestamente nos facilitan la vida: Lavadoras y secadoras de ropa, lavadoras de vajilla, hornos de microondas, procesadoras de alimentos, ollas sofisticadas para cocinar, estufas con ocho parrillas y horno separado, aparatos de aire acondicionado de alta eficiencia, computadoras, teléfonos súper inteligentes y súper caros, y una infinidad de costosísimos artilugios electrónicos y artefactos modernos que se supone resuelven necesidades que también son modernas, puesto que antes no existían.

Preguntémonos: ¿Qué fue primero, la necesidad o el satisfactor? Y en la respuesta que cada uno de nosotros le demos a esa sencilla, y a la vez complicada pregunta, quizá encontraremos la punta de la enmarañada madeja en que se nos ha transformado la vida en familia, en comunidad y en todos los demás sentidos.

Y desde luego, exactamente esa misma situación, esa misma pregunta, podemos trasladarla a la festividad de la Navidad. El principal regalo que debería haber debajo de los arbolitos —que hoy son artificiales, con lo cual se desterró de los hogares para siempre el delicioso aroma a pino de las navidades de antaño— es sin la menor duda el amor. Primero que nada y por sobre todo, el amor… y después puede haber muchas otras cosas bonitas, y algunas quizá hasta útiles, pero que jamás podrán sustituir al amor, que es lo esencial.

Y es lo esencial lo que importa, lo que debemos buscar a toda costa y a lo que debemos volver. Lo superficial hay que descartarlo. Es superfluo y peligroso y no vale la pena perder el tiempo con él, puesto que no nos acarrea otra cosa que problemas, desgastes y lastres inútiles.

Es sobrehumano esfuerzo económico que representa el moderno afán de adquirir obsequios para todo el mundo: Esposa, hijos, nietos, suegros, consuegros, hermanos, primos, compadres, amigos, vecinos, relaciones políticas y de negocios, el cartero, los recogedores de la basura… la lista es infinita y nos hemos impuesto la obligación de cumplir con todos, sin dejar fuera a nadie, aunque el titánico esfuerzo nos deje agotados, financiera y emotivamente hablando.

¿Qué clase de locura es esa, por el amor de Dios? ¿De dónde sacamos la idea de que la Navidad tiene que ser un estrafalario, aparatoso y oneroso intercambio de regalos, y que si no es así de plano no es Navidad? ¿Cómo es posible que, en un frenesí de locura, hayamos pretendido sustituir el amor, la fe y la paz —tesoros inapreciables— con cosas que duran lo que un suspiro, y que muchas veces simplemente arrumbamos en el fondo de algún cajón o de algún closet?

Sí… la Navidad ha cambiado, pero quienes más hemos cambiado somos nosotros. Y lo peor de todo es que esos cambios no han concluido y siguen produciéndose cada día, empeorando a cada instante, sin que podamos hacer nada para detenerlos, y mucho menos para revertirlos. La Navidad, esa festividad del espíritu para el espíritu, es un espejo donde podemos ver reflejado el efecto de todos los errores que hemos cometido a lo largo de los años. Es un espejo manchado, lleno de desconchaduras y despostillado, pero aún lo suficientemente fiel como para hablarnos de lo que no debe ser, de lo que nunca debió ser… pero que es.

Hay que tratar de vivir la Navidad un poco más hacia dentro, y un mucho menos hacia fuera. Podemos hacer el intento, y quizá nos encontremos con la sorpresa de que nosotros, y nuestros seres queridos que nos rodean, de esta manera y gracias a ese pequeño gran cambio, somos más felices en esta Navidad que en algunas otras que el tiempo, piadoso y compasivo, ya borró de nuestra memoria.

Querido lector: Gracias por su compañía y su fidelidad hacia esta “Casa de las Ideas”. Le deseo que en esta Navidad, y a lo largo del nuevo el año que se aproxima, en su corazón ocurran los pequeños y grandes cambios de los que depende todo lo demás.

e-mail oscar.romo@casadelasideas.com

Twitter @ChapoRomo