/ domingo 2 de febrero de 2020

Casa de las ideas | Sueños e idealismo

“Los sueños y los ideales son insustanciales e inmateriales, pero son los únicos capaces de lograr que el hombre se remonte hasta los confines del universo”

Amo a los idealistas, esa estirpe de locos hermosos e irreductibles capaces de mover al mundo con la simple palanca de sus benditas y estrafalarias locuras. Los amo porque son la sal de la tierra y la fragancia de la vida. Los amo porque sin ellos el mundo fuera un enorme y yermo paisaje en el que no valdría la pena estar. Amo a los idealistas, y los admiro con una admiración rayana en el frenesí, porque me siento envidioso de su capacidad de ver cosas que la mayoría no vemos, y que la mayoría ni siquiera somos capaces de imaginar. Amo a los idealistas porque sin ellos el mundo simplemente dejaría de girar, y en un momento dado, quizá hasta de existir.

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Por contraste, el mundo suele burlarse del idealismo y de los idealistas, tachándolos de locos insensatos que desconocen las realidades de la vida, y que van por ella navegando en una frágil barquichuela de papel a la que el más leve soplo de aire puede hacer zozobrar. Y en el fondo, muchas veces tan en el fondo que nadie alcanza a percibirlo, en todos y cada uno de nosotros alienta el germen de un idealista. Tiene que ser así porque de otra manera nadie haría algunas de las cosas que la gente hace, como por ejemplo enamorarse, detenerse a aspirar el perfume de una flor, componer un verso alguna vez, escribir una carta de amor, sentarse en la noche a contemplar la bóveda tachonada de estrellas, inventar una vacuna contra alguna enfermedad incurable e, inclusive, acometer una empresa que todos consideran destinada al fracaso.

El idealista vive de sueños, se nutre de ellos, los respira y transpira, y a lo largo de su vida va elaborando una coraza protectora contra las burlas y el desprecio de quienes, teniendo el alma yerta, son incapaces de apreciar y son incapaces de comprender. El idealista pertenece a una especie que muchos consideran en extinción, de lo cual Dios nos libre. El día que muera el último idealista el mundo estará listo para entrar en su fase final, y se convertirá en una enorme bola que gira por el espacio infinito, vacía de sustancia y huérfana de propósitos nobles y generosos. Y un mundo así no es mundo, o en todo caso no creo que valga la pena.

El que no sueña no vive. El que no sueña desconoce la vibración más sublime del alma humana. La fuerza que brinda un sueño es capaz de impulsar a un hombre a lo largo de toda su vida, aún en el caso de no ser capaz de hacerlo realidad jamás. Pero es válido mientras le ayude a mantener el impulso y le sirva de carburante. Un idealista es un soñador con posgrado, un loco al que hay que ponerle una camisa de fuerza en el corazón, un tipo sin cadenas que es capaz de levantar el vuelo por encima de la costra dura y castrante de la mediocridad. Un idealista es, en muchos sentidos, como un ángel que ha escapado del cielo para venir a refugiarse en este valle que, siendo de lágrimas, no deja de ofrecer esperanza a los que saben soñar y sostener sus sueños bien apretados entre las manos temblorosas.

¿Qué habría sido de este mundo sin los idealistas y los soñadores, que son hermanos siameses, unidos por demencias sublimes que les son comunes? Voltaire, Miguel Ángel, Séneca, Pasteur, Mozart, Gandhi, Martí, Neruda, Moro, San Agustín, Mandela, Beethoven, Tolstoi, Courier, Da Vinci, Descartes, la Madre Teresa… decenas de miles de locos idealistas que han dejado su huella profundamente impresa en las arenas de los tiempos. Tantos soñadores y soñadoras que fueron capaces de persistir hasta lograr que su sueño —sus ideales— se volvieran realidad, y al hacerse realidad se convirtieran en una cegadora luz de esperanza para una humanidad incrédula que tiende a perder la fe con demasiada facilidad.

Y pensando en estas cosas me doy cuenta de que en la actualidad uno de los signos de los tiempos es la paulatina y trágica pérdida del idealismo en la raza humana. Y ese fenómeno profundamente destructivo e incapacitante suele ejercer a su peor efecto en los años de la juventud, cuando se piensa y siente que todo es posible, que todo es alcanzable y que nada puede impedir que los sueños se vuelvan realidad. Sin embargo, la juventud poco a poco reniega del idealismo y se aparta de él, poco a poco abandona el sublime placer de soñar y de bordar tejidos mágicos con las nubes, de imaginar paraísos perdidos, de caminar descalzo por la playa arrojando guijarros al agua, de construir castillos de arena y decorarlos con las luces de los atardeceres multicolores y de belleza subyugante.

Cuando los jóvenes dejan de soñar y abandonan el idealismo como bandera, sucede que al mundo le da un ataque de apoplejía: Tiembla inconteniblemente y se le escurre la baba. Cuando un joven se niega a sí mismo la gracia suprema del idealismo se apaga en el universo infinito una constelación de estrellas, y en el cielo que se nos ha prometido, un coro de ángeles entona una plegaria fúnebre porque un alma ha muerto en la plenitud de la vida. Un joven sin sueños es tan inútil como un carruaje sin ruedas, como un barco sin velas o, entrando en terreno de la modernidad, como un iPhone con la pila descargada.

No sé cómo ni por qué, pero percibo que cada vez hay más jóvenes que están dejando de soñar, que cada vez hay más jóvenes que optan por el pragmatismo sobre el idealismo, y que cada vez hay menos jóvenes con capacidad de idealizar algo a alguien, y de crear quimeras. Muy triste y doloroso, pero así es como lo percibo. Que los viejos como yo caigamos en ese error puede ser comprensible, aunque jamás aceptable. Pero que un joven, a los dieciséis, a los dieciocho o a los veinte años arroje por la borda la capacidad de soñar me parece la peor herejía imaginable. Y está sucediendo, como dije antes, no sé cómo ni por qué, pero está sucediendo, y el mundo entonces va perdiendo poco a poco la luz, la fibra, el sentido y el aroma que lo hacen vivible. De ese tamaño percibo la tragedia de un mundo que pierde los sueños de sus jóvenes.

La obligación ineludible —bajo pena de muerte tal vez— de los mayores y sobre todo de los viejos, es la de alentar el idealismo en los jóvenes e incentivarlos a que sueñen, que dejen volar su imaginación hacia los espacios infinitos donde reina la fantasía y se forjan las quimeras. Nuestra obligación es la de echarles aire en sus plumas para que vuelen, para que extiendan sus alas y se remonten en el firmamento, tan lejos como sea posible de este mundo tan lleno de lacras, lastres y frustraciones. Si ya no somos capaces ni siquiera de alentar a nuestros jóvenes para que sean lo que deben ser —los motores de un mundo nuevo y mejor— entonces nos encontraremos frente al peor de todos los fracasos. Y yo no sé si usted podrá vivir con esa culpa, porque yo definitivamente no puedo.

Cuando por todos lados me topo con un montón de jóvenes robotizados inmersos en sus teléfonos inteligentes, atareados picando como posesos con sus dedos impacientes las teclas de los aparatitos mágicos, y emitiendo textos como una ametralladora AK47, me pregunto ¿y estos muchachos a qué hora sueñan? ¿Cómo pueden construirse un sueño para sí mismos y para su vida futura si viven de y para esos aparatos esclavizadores que nos mete el consumismo moderno por todos los orificios del cuerpo? ¿Qué tipo de personalidad están desarrollando, o simplemente no están desarrollando ninguna? Y tiemblo de pavor, y el corazón se me arruga de pena.

Los sueños —todos lo sabemos— no tienen sustancia, ni peso, ni sabor, ni olor. Son y a la vez no son. Lo que les da sentido y presencia es la mente, y más que la mente, el corazón humano. Y obviamente tiene que ser un corazón hecho a la medida del sueño o de los sueños que atesora. Un corazón de piedra o de madera dura, por definición no puede albergar ningún sueño que valga la pena. Y por desgracia, las realidades de la vida le van arrebatando al hombre el corazón de cinco estrellas que se requiere para convertirse en un soñador efectivo, y por ende en un idealista viable.

¡Ah, si yo pudiera volver a idealizar y a soñar, como cuando era joven…!

e- mail: oscar.romo@casadelasideas.com

Twitter: @ChapoRomo

“Los sueños y los ideales son insustanciales e inmateriales, pero son los únicos capaces de lograr que el hombre se remonte hasta los confines del universo”

Amo a los idealistas, esa estirpe de locos hermosos e irreductibles capaces de mover al mundo con la simple palanca de sus benditas y estrafalarias locuras. Los amo porque son la sal de la tierra y la fragancia de la vida. Los amo porque sin ellos el mundo fuera un enorme y yermo paisaje en el que no valdría la pena estar. Amo a los idealistas, y los admiro con una admiración rayana en el frenesí, porque me siento envidioso de su capacidad de ver cosas que la mayoría no vemos, y que la mayoría ni siquiera somos capaces de imaginar. Amo a los idealistas porque sin ellos el mundo simplemente dejaría de girar, y en un momento dado, quizá hasta de existir.

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Por contraste, el mundo suele burlarse del idealismo y de los idealistas, tachándolos de locos insensatos que desconocen las realidades de la vida, y que van por ella navegando en una frágil barquichuela de papel a la que el más leve soplo de aire puede hacer zozobrar. Y en el fondo, muchas veces tan en el fondo que nadie alcanza a percibirlo, en todos y cada uno de nosotros alienta el germen de un idealista. Tiene que ser así porque de otra manera nadie haría algunas de las cosas que la gente hace, como por ejemplo enamorarse, detenerse a aspirar el perfume de una flor, componer un verso alguna vez, escribir una carta de amor, sentarse en la noche a contemplar la bóveda tachonada de estrellas, inventar una vacuna contra alguna enfermedad incurable e, inclusive, acometer una empresa que todos consideran destinada al fracaso.

El idealista vive de sueños, se nutre de ellos, los respira y transpira, y a lo largo de su vida va elaborando una coraza protectora contra las burlas y el desprecio de quienes, teniendo el alma yerta, son incapaces de apreciar y son incapaces de comprender. El idealista pertenece a una especie que muchos consideran en extinción, de lo cual Dios nos libre. El día que muera el último idealista el mundo estará listo para entrar en su fase final, y se convertirá en una enorme bola que gira por el espacio infinito, vacía de sustancia y huérfana de propósitos nobles y generosos. Y un mundo así no es mundo, o en todo caso no creo que valga la pena.

El que no sueña no vive. El que no sueña desconoce la vibración más sublime del alma humana. La fuerza que brinda un sueño es capaz de impulsar a un hombre a lo largo de toda su vida, aún en el caso de no ser capaz de hacerlo realidad jamás. Pero es válido mientras le ayude a mantener el impulso y le sirva de carburante. Un idealista es un soñador con posgrado, un loco al que hay que ponerle una camisa de fuerza en el corazón, un tipo sin cadenas que es capaz de levantar el vuelo por encima de la costra dura y castrante de la mediocridad. Un idealista es, en muchos sentidos, como un ángel que ha escapado del cielo para venir a refugiarse en este valle que, siendo de lágrimas, no deja de ofrecer esperanza a los que saben soñar y sostener sus sueños bien apretados entre las manos temblorosas.

¿Qué habría sido de este mundo sin los idealistas y los soñadores, que son hermanos siameses, unidos por demencias sublimes que les son comunes? Voltaire, Miguel Ángel, Séneca, Pasteur, Mozart, Gandhi, Martí, Neruda, Moro, San Agustín, Mandela, Beethoven, Tolstoi, Courier, Da Vinci, Descartes, la Madre Teresa… decenas de miles de locos idealistas que han dejado su huella profundamente impresa en las arenas de los tiempos. Tantos soñadores y soñadoras que fueron capaces de persistir hasta lograr que su sueño —sus ideales— se volvieran realidad, y al hacerse realidad se convirtieran en una cegadora luz de esperanza para una humanidad incrédula que tiende a perder la fe con demasiada facilidad.

Y pensando en estas cosas me doy cuenta de que en la actualidad uno de los signos de los tiempos es la paulatina y trágica pérdida del idealismo en la raza humana. Y ese fenómeno profundamente destructivo e incapacitante suele ejercer a su peor efecto en los años de la juventud, cuando se piensa y siente que todo es posible, que todo es alcanzable y que nada puede impedir que los sueños se vuelvan realidad. Sin embargo, la juventud poco a poco reniega del idealismo y se aparta de él, poco a poco abandona el sublime placer de soñar y de bordar tejidos mágicos con las nubes, de imaginar paraísos perdidos, de caminar descalzo por la playa arrojando guijarros al agua, de construir castillos de arena y decorarlos con las luces de los atardeceres multicolores y de belleza subyugante.

Cuando los jóvenes dejan de soñar y abandonan el idealismo como bandera, sucede que al mundo le da un ataque de apoplejía: Tiembla inconteniblemente y se le escurre la baba. Cuando un joven se niega a sí mismo la gracia suprema del idealismo se apaga en el universo infinito una constelación de estrellas, y en el cielo que se nos ha prometido, un coro de ángeles entona una plegaria fúnebre porque un alma ha muerto en la plenitud de la vida. Un joven sin sueños es tan inútil como un carruaje sin ruedas, como un barco sin velas o, entrando en terreno de la modernidad, como un iPhone con la pila descargada.

No sé cómo ni por qué, pero percibo que cada vez hay más jóvenes que están dejando de soñar, que cada vez hay más jóvenes que optan por el pragmatismo sobre el idealismo, y que cada vez hay menos jóvenes con capacidad de idealizar algo a alguien, y de crear quimeras. Muy triste y doloroso, pero así es como lo percibo. Que los viejos como yo caigamos en ese error puede ser comprensible, aunque jamás aceptable. Pero que un joven, a los dieciséis, a los dieciocho o a los veinte años arroje por la borda la capacidad de soñar me parece la peor herejía imaginable. Y está sucediendo, como dije antes, no sé cómo ni por qué, pero está sucediendo, y el mundo entonces va perdiendo poco a poco la luz, la fibra, el sentido y el aroma que lo hacen vivible. De ese tamaño percibo la tragedia de un mundo que pierde los sueños de sus jóvenes.

La obligación ineludible —bajo pena de muerte tal vez— de los mayores y sobre todo de los viejos, es la de alentar el idealismo en los jóvenes e incentivarlos a que sueñen, que dejen volar su imaginación hacia los espacios infinitos donde reina la fantasía y se forjan las quimeras. Nuestra obligación es la de echarles aire en sus plumas para que vuelen, para que extiendan sus alas y se remonten en el firmamento, tan lejos como sea posible de este mundo tan lleno de lacras, lastres y frustraciones. Si ya no somos capaces ni siquiera de alentar a nuestros jóvenes para que sean lo que deben ser —los motores de un mundo nuevo y mejor— entonces nos encontraremos frente al peor de todos los fracasos. Y yo no sé si usted podrá vivir con esa culpa, porque yo definitivamente no puedo.

Cuando por todos lados me topo con un montón de jóvenes robotizados inmersos en sus teléfonos inteligentes, atareados picando como posesos con sus dedos impacientes las teclas de los aparatitos mágicos, y emitiendo textos como una ametralladora AK47, me pregunto ¿y estos muchachos a qué hora sueñan? ¿Cómo pueden construirse un sueño para sí mismos y para su vida futura si viven de y para esos aparatos esclavizadores que nos mete el consumismo moderno por todos los orificios del cuerpo? ¿Qué tipo de personalidad están desarrollando, o simplemente no están desarrollando ninguna? Y tiemblo de pavor, y el corazón se me arruga de pena.

Los sueños —todos lo sabemos— no tienen sustancia, ni peso, ni sabor, ni olor. Son y a la vez no son. Lo que les da sentido y presencia es la mente, y más que la mente, el corazón humano. Y obviamente tiene que ser un corazón hecho a la medida del sueño o de los sueños que atesora. Un corazón de piedra o de madera dura, por definición no puede albergar ningún sueño que valga la pena. Y por desgracia, las realidades de la vida le van arrebatando al hombre el corazón de cinco estrellas que se requiere para convertirse en un soñador efectivo, y por ende en un idealista viable.

¡Ah, si yo pudiera volver a idealizar y a soñar, como cuando era joven…!

e- mail: oscar.romo@casadelasideas.com

Twitter: @ChapoRomo