/ jueves 13 de enero de 2022

Cruzando líneas | De las cadenas de oración a las selfies

Hace un año mis redes sociales estaban inundadas de cadenas de oración. Todas pedían por seres queridos que se habían contagiado de coronavirus en las fiestas; algunas suplicaban por milagros y tanques de oxígeno; otras, para que sus familiares no tuvieran que llegar al hospital. Yo también hice una; pero, a pesar de nuestras plegarias al cielo, una persona muy amada para mí suspiró sola en un cuarto frío en un aislamiento médico.

Hoy son pocos los que piden por alguien más. Ellos mismos comparten en las redes que tienen una gripe infernal y que esperan los resultados de alguna prueba de coronavirus. Se quejan de sentirse mal, con fiebre y mocos y a veces un dolor de garganta o de cabeza, pero hasta ahí. Están seguros en casa. Se toman “selfies” en el sofá, hablan de las series de Netflix y las tendencias en Tiktok con las que se han puesto al día durante este reposo forzado.

No hay dolor en las publicaciones nuevas por coronavirus, sino un aburrimiento palpable y la molestia de tener que parar cuando el mundo parecía volver a andar. Pero en el silencio y en los muros inactivos se siente aún el verdadero duelo: aún hay muertes, hospitalizaciones y miedo. Son reales, pero las otras quejas las rezagan.

Las vacunas hicieron la diferencia. En un año se cambió la narrativa de la pandemia: los dos o tres pinchazos en el brazo equivalen a tranquilidad; la falta de ellos, al menos en Estados Unidos, se ha convertido casi en una sentencia de muerte.

De acuerdo con las autoridades de salud a las que consulto todas las semanas, la mayoría de las hospitalizaciones en el país son de pacientes que no se han vacunado. Algunos argumentan creencias religiosas, ideologías políticas o enlistan como ciertas teorías de conspiración que vieron en las redes sociales; solo unos pocos, los menos, tienen una condición médica que no les permite recibir la inoculación o sus efectos desaparecen rápidamente de sus organismos.

Nosotros en casa nos hemos salvado de los contagios, a pesar de tanto. Me tocó cubrir las protestas de George Floyd y las elecciones rodeada de Trumpistas que escupían gritos sin cubrebocas; me he montado en aviones y viajado a Centroamérica, ido a conciertos y funciones en el cine… he estado cerca del virus y no me ha tocado. Pero nos formamos desde el principio para la vacuna, fuimos puntuales con los refuerzos, conseguimos citas de inmediato para los pequeños y seguimos enmascarados. Quizá no solo es suerte. Hemos puesto de nuestra parte. No hemos bajado la guardia en este regreso progresivo que estamos viviendo a nuestra nueva normalidad.

Sabíamos que enero sería así, un mes desafiante. Confiamos que febrero será mejor y hemos hecho planes para marzo. Creemos que esta ola de ómicron, más contagioso, pero menos peligroso, podrá enseñarnos lo que no quisimos en los otros dos años pasados. Porque mientras existan personas que no se quieran vacunar y sigan en riesgo, el virus continuará mutando y nosotros a su merced.


Hace un año mis redes sociales estaban inundadas de cadenas de oración. Todas pedían por seres queridos que se habían contagiado de coronavirus en las fiestas; algunas suplicaban por milagros y tanques de oxígeno; otras, para que sus familiares no tuvieran que llegar al hospital. Yo también hice una; pero, a pesar de nuestras plegarias al cielo, una persona muy amada para mí suspiró sola en un cuarto frío en un aislamiento médico.

Hoy son pocos los que piden por alguien más. Ellos mismos comparten en las redes que tienen una gripe infernal y que esperan los resultados de alguna prueba de coronavirus. Se quejan de sentirse mal, con fiebre y mocos y a veces un dolor de garganta o de cabeza, pero hasta ahí. Están seguros en casa. Se toman “selfies” en el sofá, hablan de las series de Netflix y las tendencias en Tiktok con las que se han puesto al día durante este reposo forzado.

No hay dolor en las publicaciones nuevas por coronavirus, sino un aburrimiento palpable y la molestia de tener que parar cuando el mundo parecía volver a andar. Pero en el silencio y en los muros inactivos se siente aún el verdadero duelo: aún hay muertes, hospitalizaciones y miedo. Son reales, pero las otras quejas las rezagan.

Las vacunas hicieron la diferencia. En un año se cambió la narrativa de la pandemia: los dos o tres pinchazos en el brazo equivalen a tranquilidad; la falta de ellos, al menos en Estados Unidos, se ha convertido casi en una sentencia de muerte.

De acuerdo con las autoridades de salud a las que consulto todas las semanas, la mayoría de las hospitalizaciones en el país son de pacientes que no se han vacunado. Algunos argumentan creencias religiosas, ideologías políticas o enlistan como ciertas teorías de conspiración que vieron en las redes sociales; solo unos pocos, los menos, tienen una condición médica que no les permite recibir la inoculación o sus efectos desaparecen rápidamente de sus organismos.

Nosotros en casa nos hemos salvado de los contagios, a pesar de tanto. Me tocó cubrir las protestas de George Floyd y las elecciones rodeada de Trumpistas que escupían gritos sin cubrebocas; me he montado en aviones y viajado a Centroamérica, ido a conciertos y funciones en el cine… he estado cerca del virus y no me ha tocado. Pero nos formamos desde el principio para la vacuna, fuimos puntuales con los refuerzos, conseguimos citas de inmediato para los pequeños y seguimos enmascarados. Quizá no solo es suerte. Hemos puesto de nuestra parte. No hemos bajado la guardia en este regreso progresivo que estamos viviendo a nuestra nueva normalidad.

Sabíamos que enero sería así, un mes desafiante. Confiamos que febrero será mejor y hemos hecho planes para marzo. Creemos que esta ola de ómicron, más contagioso, pero menos peligroso, podrá enseñarnos lo que no quisimos en los otros dos años pasados. Porque mientras existan personas que no se quieran vacunar y sigan en riesgo, el virus continuará mutando y nosotros a su merced.