/ jueves 12 de noviembre de 2020

Cruzando líneas | El amor en las elecciones

ARIZONA.- ¿Qué se necesita para ser un buen ciudadano? Preguntó la maestra. Mis hijos voltearon a verse con mirada de interrogación. ¿Qué es un ciudadano?, preguntó Mika. ¿Qué hace?, ¿cómo se ve?, continuó Matías. La maestra me ahorró la explicación. Están en primero de primaria y hablaron de civismo, de las elecciones, del poder del voto y la transición presidencial. Pasaron toda la tarde jugando a ser presidentes, tomaban turnos, y ondeaban la bandera de las barras y las estrellas.

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Yo me olvidé del tema hasta que llegó la hora de hacer la tarea. Tenían que escribir en tres columnas lo que un ciudadano era, podía hacer y debía hacer. Mamá, ¿cómo se deletrea “vote”?, preguntó Matías. Lo escribió al principio de las tres listas. Con una mamá periodista en tiempos electorales, las palabras voto, elecciones, boletas, derecho y resultados ya forman parte de su vocabulario habitual. Escribió que un buen ciudadano no pelea con su hermana, junta sus juguetes, ayuda a su mamá, no tira basura en la calle y no debía estornudar sin taparse la boca enfrente de los demás.

Mientras, al otro lado de la mesa, muy sigilosa, estaba Mika. Tiene seis años y es muy raro que esté callada. Sabía que estaba concentrada porque se mordía la lengua, tal como lo hago yo cuando quiero poner más atención en lo que hago. ¡Ya terminé, tómale foto y súbelo!, me pidió. Le dije que no fuera tan rápido que primero yo tenía que revisar su trabajo. Para ella, un ciudadano puede y debe votar, pero no es lo que es. Para mi hija un ciudadano es amor, puede dar amor y debe dar amor. Sí, amor fue su común denominador. ¡Qué poderoso! ¿Qué nos cuesta?

Le pregunté porqué lo había hecho. No se inmutó, está acostumbrada a que la atosigue con preguntas de todo y para todos, desde su escuela hasta sus sentimientos. Su respuesta me dio otra lección:

“Yo soy parte de una familia, mi familia es lo que soy, por eso tengo que amar a mi familia. Yo puedo dar amor y cuando alguien llore y haga berrinche, yo le puedo ayudar a respirar para calmarse y eso es como regalar amor. Yo debo amar, porque si no amo, ganan los villanos y el amor es mi súperpoder”.

¡Qué hubiera dado por grabarla!

Y sí, su superpoder es el amor… a veces apache, arisco y despeinado como ella, pero en extremo intenso. Es puro, transparente y, en ocasiones, caprichoso… así tal cual; pero sanador.

Mi hija, sin darse cuenta, me dio la paz que necesitaba en medio de la cobertura electoral en una pandemia, con ánimos exaltados y amenazas. El amor, así tan romántico como se oye, nos salva; su amor, así tan incontrolable como sus ocurrencias, me cura. Sin amor, todo nos jode, hasta el triunfo o la derrota.

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Quizá si pasáramos más tiempo escuchando a los niños que los políticos evitaríamos estar cada cuatro años (seis en México) votando por el menor de los males. Si pusiéramos atención en lo más básico de nuestro sistema democrático, tal vez no sentiríamos que cumplir con nuestro derecho es en realidad un sacrificio. Si fuéramos como los pequeñines que saben muy bien lo que quieren y cómo, no nos conformaríamos ni perderíamos el tiempo al votar en contra del que no queremos, en lugar de elegir de a quién en realidad necesitamos en el puesto. Si se nos quitara ese maldito orgullo que se nos cuela con los años y disfrazamos de madurez, quizá no estaríamos celebrando sin cubrebocas o protestando con armas. Quizá.


ARIZONA.- ¿Qué se necesita para ser un buen ciudadano? Preguntó la maestra. Mis hijos voltearon a verse con mirada de interrogación. ¿Qué es un ciudadano?, preguntó Mika. ¿Qué hace?, ¿cómo se ve?, continuó Matías. La maestra me ahorró la explicación. Están en primero de primaria y hablaron de civismo, de las elecciones, del poder del voto y la transición presidencial. Pasaron toda la tarde jugando a ser presidentes, tomaban turnos, y ondeaban la bandera de las barras y las estrellas.

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Yo me olvidé del tema hasta que llegó la hora de hacer la tarea. Tenían que escribir en tres columnas lo que un ciudadano era, podía hacer y debía hacer. Mamá, ¿cómo se deletrea “vote”?, preguntó Matías. Lo escribió al principio de las tres listas. Con una mamá periodista en tiempos electorales, las palabras voto, elecciones, boletas, derecho y resultados ya forman parte de su vocabulario habitual. Escribió que un buen ciudadano no pelea con su hermana, junta sus juguetes, ayuda a su mamá, no tira basura en la calle y no debía estornudar sin taparse la boca enfrente de los demás.

Mientras, al otro lado de la mesa, muy sigilosa, estaba Mika. Tiene seis años y es muy raro que esté callada. Sabía que estaba concentrada porque se mordía la lengua, tal como lo hago yo cuando quiero poner más atención en lo que hago. ¡Ya terminé, tómale foto y súbelo!, me pidió. Le dije que no fuera tan rápido que primero yo tenía que revisar su trabajo. Para ella, un ciudadano puede y debe votar, pero no es lo que es. Para mi hija un ciudadano es amor, puede dar amor y debe dar amor. Sí, amor fue su común denominador. ¡Qué poderoso! ¿Qué nos cuesta?

Le pregunté porqué lo había hecho. No se inmutó, está acostumbrada a que la atosigue con preguntas de todo y para todos, desde su escuela hasta sus sentimientos. Su respuesta me dio otra lección:

“Yo soy parte de una familia, mi familia es lo que soy, por eso tengo que amar a mi familia. Yo puedo dar amor y cuando alguien llore y haga berrinche, yo le puedo ayudar a respirar para calmarse y eso es como regalar amor. Yo debo amar, porque si no amo, ganan los villanos y el amor es mi súperpoder”.

¡Qué hubiera dado por grabarla!

Y sí, su superpoder es el amor… a veces apache, arisco y despeinado como ella, pero en extremo intenso. Es puro, transparente y, en ocasiones, caprichoso… así tal cual; pero sanador.

Mi hija, sin darse cuenta, me dio la paz que necesitaba en medio de la cobertura electoral en una pandemia, con ánimos exaltados y amenazas. El amor, así tan romántico como se oye, nos salva; su amor, así tan incontrolable como sus ocurrencias, me cura. Sin amor, todo nos jode, hasta el triunfo o la derrota.

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Quizá si pasáramos más tiempo escuchando a los niños que los políticos evitaríamos estar cada cuatro años (seis en México) votando por el menor de los males. Si pusiéramos atención en lo más básico de nuestro sistema democrático, tal vez no sentiríamos que cumplir con nuestro derecho es en realidad un sacrificio. Si fuéramos como los pequeñines que saben muy bien lo que quieren y cómo, no nos conformaríamos ni perderíamos el tiempo al votar en contra del que no queremos, en lugar de elegir de a quién en realidad necesitamos en el puesto. Si se nos quitara ese maldito orgullo que se nos cuela con los años y disfrazamos de madurez, quizá no estaríamos celebrando sin cubrebocas o protestando con armas. Quizá.