/ jueves 23 de junio de 2022

Cruzando líneas | El camino que hacemos

Hay momentos en la vida que nos quitan el aliento. Suena cliché, pero es así. Recuerdo pocos, pero quizá el que más tengo grabado en la memoria es cuando nacieron mis cuates. Sentí algo así como un nudo en el estómago que, de la emoción, apenas dejaba pasar el aire. La vida hace que esos recuerdos se vayan deslavando con el tiempo, pero cuando uno los revive es como si un tsunami de emociones nos arrasara. Eso me pasó justo la semana pasada cuando llegué por primera vez en persona a Stanford.

Recorrí el camino rodeado de palmeras con una lentitud exasperante. Respiré profundo, como si quisiera que las grandes bocanadas de aire me ayudaran a calmar el corazón que me palpitaba acelerado, con una fuerza que hacía mucho no me golpeteaba el pecho. Oculté la piel que se erizaba al acercarme a un campus que solo había visto en fotos, con el que había soñado sin saberlo, en el que estudié virtualmente por dos años, y que hoy se imponía a esos nervios descontrolados que comenzaban a amenazar mi temple. Así se siente la felicidad, recordé.

Sentí que llegué a casa. Sí, como si las raíces de mi tierra hubieran andado conmigo hasta California y comenzaran a florecer en un llanto quedito que no pude detener. Me atraganté de nostalgia y ganas de comerme el mundo. Complicado, contrastante, extremo… Como todo lo bueno.

Yo, que poco lloro, me deshice en lágrimas.

Temblé al sentirme como una niña que carga en su corazón los sueños de un pueblo mágico en los que tuvo fortuna de echar esas raíces al nacer. Ahí estaba parada en una de las universidades más prestigiosas del mundo portando con orgullo mi mexicanidad, mi piel migrante y mi acento descarado. Y sonreí de lado, como lo hago siempre que intento contener el orgullo, la emoción o las lágrimas. No contuve nada. Me ganó el momento, la historia que estaba escribiendo en ese momento en el que el logro marea y la adrenalina nubla. Llegué, lo logré; llegamos, lo logramos.

Eché un suspiro intenso, de esos que obligan a los demás a verte sin quererlo. Entre miradas curiosas y comprensivas, ignoré al mundo y dejé que la brisa me despeinara mientras disfrutaba esos cinco minutos, ese momento que era egoístamente mío antes de ser nuestro.

Me sentí recargada en los hombros de las gigantas que me llevaron hasta ahí: mi madre, mi hija, mis mentoras, mis amigas, mi familia y yo misma. Y deseo con toda el alma que pronto más se paren sobre los míos y nos volvamos tejidos de una historia mucho más larga por contar. Una cadena de cafecitos al éxito.

Hoy escribo esto para que no se me olvide lo bonito que se puede sentir llegar, estar y pertenecer. Lo hago para que más niñas de pueblos pequeños sepan que alguien ya hizo camino para que ellas lo recorran también. Lo hago para que mis hijos caminen debajo de esos arcos con la frente en alto, conmigo, orgullosos y esperanzados, para que sepan que uno puede llegar, migrar, echar raíces y cargarlas, soñar y conquistar. Que sepan que juntos, todo es posible; porque los cargaré en mis alas hasta que las suyas vuelen. Porque esto es por ellos y por mí, por nosotros. ¡Lo logramos!

Hay momentos en la vida que nos quitan el aliento. Suena cliché, pero es así. Recuerdo pocos, pero quizá el que más tengo grabado en la memoria es cuando nacieron mis cuates. Sentí algo así como un nudo en el estómago que, de la emoción, apenas dejaba pasar el aire. La vida hace que esos recuerdos se vayan deslavando con el tiempo, pero cuando uno los revive es como si un tsunami de emociones nos arrasara. Eso me pasó justo la semana pasada cuando llegué por primera vez en persona a Stanford.

Recorrí el camino rodeado de palmeras con una lentitud exasperante. Respiré profundo, como si quisiera que las grandes bocanadas de aire me ayudaran a calmar el corazón que me palpitaba acelerado, con una fuerza que hacía mucho no me golpeteaba el pecho. Oculté la piel que se erizaba al acercarme a un campus que solo había visto en fotos, con el que había soñado sin saberlo, en el que estudié virtualmente por dos años, y que hoy se imponía a esos nervios descontrolados que comenzaban a amenazar mi temple. Así se siente la felicidad, recordé.

Sentí que llegué a casa. Sí, como si las raíces de mi tierra hubieran andado conmigo hasta California y comenzaran a florecer en un llanto quedito que no pude detener. Me atraganté de nostalgia y ganas de comerme el mundo. Complicado, contrastante, extremo… Como todo lo bueno.

Yo, que poco lloro, me deshice en lágrimas.

Temblé al sentirme como una niña que carga en su corazón los sueños de un pueblo mágico en los que tuvo fortuna de echar esas raíces al nacer. Ahí estaba parada en una de las universidades más prestigiosas del mundo portando con orgullo mi mexicanidad, mi piel migrante y mi acento descarado. Y sonreí de lado, como lo hago siempre que intento contener el orgullo, la emoción o las lágrimas. No contuve nada. Me ganó el momento, la historia que estaba escribiendo en ese momento en el que el logro marea y la adrenalina nubla. Llegué, lo logré; llegamos, lo logramos.

Eché un suspiro intenso, de esos que obligan a los demás a verte sin quererlo. Entre miradas curiosas y comprensivas, ignoré al mundo y dejé que la brisa me despeinara mientras disfrutaba esos cinco minutos, ese momento que era egoístamente mío antes de ser nuestro.

Me sentí recargada en los hombros de las gigantas que me llevaron hasta ahí: mi madre, mi hija, mis mentoras, mis amigas, mi familia y yo misma. Y deseo con toda el alma que pronto más se paren sobre los míos y nos volvamos tejidos de una historia mucho más larga por contar. Una cadena de cafecitos al éxito.

Hoy escribo esto para que no se me olvide lo bonito que se puede sentir llegar, estar y pertenecer. Lo hago para que más niñas de pueblos pequeños sepan que alguien ya hizo camino para que ellas lo recorran también. Lo hago para que mis hijos caminen debajo de esos arcos con la frente en alto, conmigo, orgullosos y esperanzados, para que sepan que uno puede llegar, migrar, echar raíces y cargarlas, soñar y conquistar. Que sepan que juntos, todo es posible; porque los cargaré en mis alas hasta que las suyas vuelen. Porque esto es por ellos y por mí, por nosotros. ¡Lo logramos!