/ jueves 19 de mayo de 2022

Cruzando líneas | El después de la migración

Cruzan por las buenas o por las malas. Con visa o con coyote. En auto, en lancha, en primera clase, a pie o nadando. Cruzan y los admiten. Cruzan y nadie se entera.

Cruzamos.

Burlamos la frontera, ¿o es ella la que nos burla? En la acción y efecto de cruzar culminamos una jornada casi siempre de solo ida. Pero ¿qué pasa después? Al día siguiente, a los meses, a los años y las décadas.

Déjenme les cuento, porque en eso me he gastado la vida. Migrar es complejo. Lo sé. Yo también soy migrante.

Tengo guardados más de un centenar de números de teléfono de migrantes a los que he entrevistado desde el muro de Arizona hasta la Casa Blanca en Washington, D.C. Con algunos recorrí desiertos, viajé en autobús, asistí a reuniones religiosas y juntas comunales, fui a hospitales y centros de detención o viajé cientos de millas para llegar a sus hogares. Muchos desaparecieron; si les llamo, seguramente nadie atenderá el teléfono. Pero hay familias a las que no he soltado; ellas tampoco lo han hecho.

Las conocí en sus momentos más vulnerables, con los pies destrozados por caminar en desierto, adentro de un frío centro de detención, a pocos días de haber sido liberados y reunificados, al principio del trauma de una separación familiar y un abuso policial. Vi los rostros marcados por la impotencia, el dolor y la factura que cobra el migrar y solo me quedaba imaginarme cómo fue el antes o cómo eran las miradas a las que el sistema les quitó la inocencia.

Hoy, muchos años después, puedo verlas.

Rocío Calderón me escribió en la madrugada para decirme que el próximo mes va a inaugurar su restaurante rodante de comida boliviana en Tucson, Arizona. La misma mañana, desde Tennessee, Ana Pérez me envió una foto de su bebé, la primera de la familia que nace en Estados Unidos y no Guatemala. Cerca de Memphis, Envin, el adolescente migrante al que conocí de niño tras una dolorosa separación familiar, compartió fotos de sus logros académicos y deportivos en una escuela en la que pocos son latinos como él. Y acá en Phoenix, Lucía, justo esta semana, me recordó que hace cuatro años estábamos sentados en la sala de su pequeño departamento hablando de esas tendencias suicidas que no la dejaban en paz.

Migrar es mucho más que cruzar. Migrar es también renacer y fecundar; es entender que la ida casi nunca lleva vuelta. Migrar es el día después.

Cruzan por las buenas o por las malas. Con visa o con coyote. En auto, en lancha, en primera clase, a pie o nadando. Cruzan y los admiten. Cruzan y nadie se entera.

Cruzamos.

Burlamos la frontera, ¿o es ella la que nos burla? En la acción y efecto de cruzar culminamos una jornada casi siempre de solo ida. Pero ¿qué pasa después? Al día siguiente, a los meses, a los años y las décadas.

Déjenme les cuento, porque en eso me he gastado la vida. Migrar es complejo. Lo sé. Yo también soy migrante.

Tengo guardados más de un centenar de números de teléfono de migrantes a los que he entrevistado desde el muro de Arizona hasta la Casa Blanca en Washington, D.C. Con algunos recorrí desiertos, viajé en autobús, asistí a reuniones religiosas y juntas comunales, fui a hospitales y centros de detención o viajé cientos de millas para llegar a sus hogares. Muchos desaparecieron; si les llamo, seguramente nadie atenderá el teléfono. Pero hay familias a las que no he soltado; ellas tampoco lo han hecho.

Las conocí en sus momentos más vulnerables, con los pies destrozados por caminar en desierto, adentro de un frío centro de detención, a pocos días de haber sido liberados y reunificados, al principio del trauma de una separación familiar y un abuso policial. Vi los rostros marcados por la impotencia, el dolor y la factura que cobra el migrar y solo me quedaba imaginarme cómo fue el antes o cómo eran las miradas a las que el sistema les quitó la inocencia.

Hoy, muchos años después, puedo verlas.

Rocío Calderón me escribió en la madrugada para decirme que el próximo mes va a inaugurar su restaurante rodante de comida boliviana en Tucson, Arizona. La misma mañana, desde Tennessee, Ana Pérez me envió una foto de su bebé, la primera de la familia que nace en Estados Unidos y no Guatemala. Cerca de Memphis, Envin, el adolescente migrante al que conocí de niño tras una dolorosa separación familiar, compartió fotos de sus logros académicos y deportivos en una escuela en la que pocos son latinos como él. Y acá en Phoenix, Lucía, justo esta semana, me recordó que hace cuatro años estábamos sentados en la sala de su pequeño departamento hablando de esas tendencias suicidas que no la dejaban en paz.

Migrar es mucho más que cruzar. Migrar es también renacer y fecundar; es entender que la ida casi nunca lleva vuelta. Migrar es el día después.