/ jueves 27 de diciembre de 2018

Cruzando líneas | El duelo durante las fiestas: El dolor no se pone en pausa




Arizona.- Navidad no ahuyenta a la muerte. El espíritu festivo no es un amuleto para las desgracias… pero tampoco imán. La gente también sufre –quizá más– en medio del júbilo.

El Año Nuevo no es un borrón y cuenta nueva para los males del corazón; nadie se cura en doce campanadas. En realidad, muchos aprendemos a celebrar con luto y dolor; yo tengo años haciéndolo. Las fiestas son parte del duelo. La ausencia no se pone en pausa para la llegada de Santa.

Mi papá se murió un 7 de diciembre de hace 33 años; el “Tigre” de mi mejor amiga, el 10, pero de hace dos; mi ex jefe, al que quería con un amor agridulce, falleció hace menos de una semana y una colega periodista está a punto de enterrar a su abuela. La muerte de los nuestros nos une, pero no nos mata; nada entierra nuestro espíritu. La tristeza puede colarse entre los buenos deseos, pero también lo hace la esperanza. Cuesta entenderlo o siquiera imaginarlo, pero después de la desolación, llega la resignación, y se aprende a vivir sin ellos o, me gusta más pensar, con ellos en el corazón.

El problema es que todo se siente más cuando es por primera vez. La primera Navidad, el primer Año Nuevo, el primer cumpleaños o el primer aniversario sin ellos. La ausencia cala más profundo en las celebraciones… la mayoría son solo de un día, pero en estas fechas, el maratón de duelo se hace eterno. Es irónico.

En Navidad hay pérdidas físicas y sentimentales; hay un bombardeo de emociones y el corazón se convierte en un campo de batalla en el que uno mismo es el verdugo y el vencedor. Nos convertimos en víctimas y superhéroes. El Año Nuevo no es diferente. Mientras a unos les cae una lluvia de bendiciones; otros sienten que el cielo se les derriba encima. A veces son unos y luego seguimos otros. Todos tenemos vidas contrastantes y agridulces; dolores y amores; muertes y separaciones; indiferencia y éxtasis.

Así de mágica es la vida mientras uno respira y, para desgracia de algunos, nunca se pone en pausa; el mundo no para por nuestro dolor ni gira más rápido con nuestras alegrías. Todo, luego de unas vueltas, se pone en su sitio.

Las pérdidas en realidad no son tan malas, nos enseñan que los finales (aunque ahora no lo parezca) también pueden ser bellos. Mi papá me lo confirmó cuando se fue. Y es que cuando enterramos los cuerpos estamos sembrando amores que florecerán; no es una despedida, nadie se va ni desvanece para convertirse en nada; me consuela pensar que nos transformamos en esencias, espíritus y almas que se entrelazan.

En Navidad me gusta imaginar que de una forma u otra logramos burlarnos de la muerte celebrando la vida; la sorteamos, la vemos de frente, la toreamos y la libramos… si tenemos suerte, con todo el cuerpo; sino, con el puro corazón.

Y así llegamos al Año Nuevo; a veces con fuerza, otras con desgana y algunas arrastrándonos. Es parte del ser, del estar y del sentir, a los que estamos aquí y a los que ya se nos fueron.

A quienes piensan que todo es tristeza porque no se pueden abrazar los recuerdos, quizá algún día pueda contarles de la bendición de haber perdido a alguien tan cerca de las fiestas, donde el dolor se amortigua con cariños y millones de abrazos reales e imaginarios.

Y es que después de regar tumbas con lágrimas he descubierto que florecen sonrisas, muchas, y que los que se fueron regresan en otros rostros y con otros brazos para decirnos que al final todo está bien.

Maritza L. Félix. Periodista, escritora y amante de las letras.

Twitter: @MaritzaLFélix

Correo: maritzalizethfelix@gmail.com




Arizona.- Navidad no ahuyenta a la muerte. El espíritu festivo no es un amuleto para las desgracias… pero tampoco imán. La gente también sufre –quizá más– en medio del júbilo.

El Año Nuevo no es un borrón y cuenta nueva para los males del corazón; nadie se cura en doce campanadas. En realidad, muchos aprendemos a celebrar con luto y dolor; yo tengo años haciéndolo. Las fiestas son parte del duelo. La ausencia no se pone en pausa para la llegada de Santa.

Mi papá se murió un 7 de diciembre de hace 33 años; el “Tigre” de mi mejor amiga, el 10, pero de hace dos; mi ex jefe, al que quería con un amor agridulce, falleció hace menos de una semana y una colega periodista está a punto de enterrar a su abuela. La muerte de los nuestros nos une, pero no nos mata; nada entierra nuestro espíritu. La tristeza puede colarse entre los buenos deseos, pero también lo hace la esperanza. Cuesta entenderlo o siquiera imaginarlo, pero después de la desolación, llega la resignación, y se aprende a vivir sin ellos o, me gusta más pensar, con ellos en el corazón.

El problema es que todo se siente más cuando es por primera vez. La primera Navidad, el primer Año Nuevo, el primer cumpleaños o el primer aniversario sin ellos. La ausencia cala más profundo en las celebraciones… la mayoría son solo de un día, pero en estas fechas, el maratón de duelo se hace eterno. Es irónico.

En Navidad hay pérdidas físicas y sentimentales; hay un bombardeo de emociones y el corazón se convierte en un campo de batalla en el que uno mismo es el verdugo y el vencedor. Nos convertimos en víctimas y superhéroes. El Año Nuevo no es diferente. Mientras a unos les cae una lluvia de bendiciones; otros sienten que el cielo se les derriba encima. A veces son unos y luego seguimos otros. Todos tenemos vidas contrastantes y agridulces; dolores y amores; muertes y separaciones; indiferencia y éxtasis.

Así de mágica es la vida mientras uno respira y, para desgracia de algunos, nunca se pone en pausa; el mundo no para por nuestro dolor ni gira más rápido con nuestras alegrías. Todo, luego de unas vueltas, se pone en su sitio.

Las pérdidas en realidad no son tan malas, nos enseñan que los finales (aunque ahora no lo parezca) también pueden ser bellos. Mi papá me lo confirmó cuando se fue. Y es que cuando enterramos los cuerpos estamos sembrando amores que florecerán; no es una despedida, nadie se va ni desvanece para convertirse en nada; me consuela pensar que nos transformamos en esencias, espíritus y almas que se entrelazan.

En Navidad me gusta imaginar que de una forma u otra logramos burlarnos de la muerte celebrando la vida; la sorteamos, la vemos de frente, la toreamos y la libramos… si tenemos suerte, con todo el cuerpo; sino, con el puro corazón.

Y así llegamos al Año Nuevo; a veces con fuerza, otras con desgana y algunas arrastrándonos. Es parte del ser, del estar y del sentir, a los que estamos aquí y a los que ya se nos fueron.

A quienes piensan que todo es tristeza porque no se pueden abrazar los recuerdos, quizá algún día pueda contarles de la bendición de haber perdido a alguien tan cerca de las fiestas, donde el dolor se amortigua con cariños y millones de abrazos reales e imaginarios.

Y es que después de regar tumbas con lágrimas he descubierto que florecen sonrisas, muchas, y que los que se fueron regresan en otros rostros y con otros brazos para decirnos que al final todo está bien.

Maritza L. Félix. Periodista, escritora y amante de las letras.

Twitter: @MaritzaLFélix

Correo: maritzalizethfelix@gmail.com