/ jueves 20 de enero de 2022

Cruzando líneas | El “lujo” de enfermarse

Los dos hijos de Araceli están enfermos con coronavirus. El más pequeño, de seis años, no tiene síntomas y aprovecha la cuarentena para ver televisión y armar legos; pero el más grande, el de 11, tiene cuatro días con fiebre y dolor de garganta, escalofríos que lo despiertan a medianoche y justo en el quinto día empezó con una tos seca que le convulsiona el pecho.

La mamá de Araceli también se contagió. La señora tiene 72 años y una lista de condiciones preexistentes que la ponen en riesgo. Pero era de esperarse que se enfermara, si comparte un departamento de dos cuartos y un baño con su hija y sus nietos. Sus síntomas, dice, son como los de la bronquitis que recuerda cuando estaba pequeña.

La única que se ha salvado, quizá por la vacuna —o porque ya le dio dos veces— es Araceli. Pero no puede quedarse en casa y atender a su familia. La mujer de 48 años es mamá soltera y el único sostén económico del hogar. Ella no recibe ayuda del Gobierno ni tiene derecho a beneficios públicos porque es indocumentada en Arizona.

Araceli es recepcionista en un despacho contable en Phoenix. Cuando avisó que todos en su casa estaban contagiados, le dijeron que si faltaba sería una incapacidad sin goce de sueldo. Y justo ahora, con tantos gastos médicos, no puede darse el lujo de faltar al trabajo. Araceli decidió no hacerse una prueba creyendo que la ignorancia la protegería del virus; si no ve el resultado positivo y no tiene síntomas, no lo tiene. Quizá esté contagiada y tal vez esté esparciendo el virus por la oficina. No quiere saberlo ni sus jefes quieren que lo averigüe.

César tiene 34 años y trabaja para una compañía de construcción en Tucson. Tampoco tiene papeles. Un compañero de trabajo, en la misma cuadrilla, murió hace una semana de coronavirus. César y él trabajaban juntos siempre. Cuando le notificaron de la exposición directa, el jefe le dijo que se hiciera una prueba y no volviera a la zona de construcción hasta que tuviera su resultado negativo. No le aceptaron una prueba casera y el resultado de la PCR tardó tres días. Salió negativo y por eso le dijeron que no le pagarían esos días por no haberse presentado a trabajar cuando no estaba enfermo. César se quedó sin recibir tres días de sueldo. Eso le hace preguntarse si debió haber dicho algo o se debió haber expuesto a trabajar con la duda de si tenía el virus o no. La ley no lo protege.

Alejandro dio positivo la semana pasada en una prueba casera que se hizo en su oficina, después de pasar una noche infernal con síntomas de resfriado. Pensó que sería solamente una gripe severa, pero no. Lo mandaron a su casa, pero sin incapacidad médica. Desde entonces lo han atiborrado de trabajo remoto. Alejandro tiene tos, síntomas de un resfriado agravado, mucha fiebre, dolor de cuerpo y de cabeza, infección de garganta y siente que le molestan las articulaciones. Le cuesta mantener el aliento y se cansa al menor esfuerzo, incluso bañarse es un desafío… pero como tampoco tiene papeles y se aguanta. Se embriaga de café y sigue adelante. Los de su oficina no se compadecen. Recibe un correo electrónico tras otro y al menos un par de llamadas, le agendan juntas virtuales a todas horas y tiene la expectativa de cumplir con los plazos establecidos antes de enfermarse. Pero como no tiene papeles, siente que tampoco tiene derechos.

Araceli, César y Alejandro trabajan para pequeños negocios hispanos. Sus jefes saben cuál es su situación migratoria y se aprovechan. Siempre hay amenazas sutiles, independientemente de la pandemia, de que podrían conseguir a alguien más barato que haga su mismo trabajo sin quejarse, que aguantar a todo, que no se doblara, que no se quejara, que no se atreviera enfermarse. Sí. Acá, a veces es un “lujo”, enfermarse.


Los dos hijos de Araceli están enfermos con coronavirus. El más pequeño, de seis años, no tiene síntomas y aprovecha la cuarentena para ver televisión y armar legos; pero el más grande, el de 11, tiene cuatro días con fiebre y dolor de garganta, escalofríos que lo despiertan a medianoche y justo en el quinto día empezó con una tos seca que le convulsiona el pecho.

La mamá de Araceli también se contagió. La señora tiene 72 años y una lista de condiciones preexistentes que la ponen en riesgo. Pero era de esperarse que se enfermara, si comparte un departamento de dos cuartos y un baño con su hija y sus nietos. Sus síntomas, dice, son como los de la bronquitis que recuerda cuando estaba pequeña.

La única que se ha salvado, quizá por la vacuna —o porque ya le dio dos veces— es Araceli. Pero no puede quedarse en casa y atender a su familia. La mujer de 48 años es mamá soltera y el único sostén económico del hogar. Ella no recibe ayuda del Gobierno ni tiene derecho a beneficios públicos porque es indocumentada en Arizona.

Araceli es recepcionista en un despacho contable en Phoenix. Cuando avisó que todos en su casa estaban contagiados, le dijeron que si faltaba sería una incapacidad sin goce de sueldo. Y justo ahora, con tantos gastos médicos, no puede darse el lujo de faltar al trabajo. Araceli decidió no hacerse una prueba creyendo que la ignorancia la protegería del virus; si no ve el resultado positivo y no tiene síntomas, no lo tiene. Quizá esté contagiada y tal vez esté esparciendo el virus por la oficina. No quiere saberlo ni sus jefes quieren que lo averigüe.

César tiene 34 años y trabaja para una compañía de construcción en Tucson. Tampoco tiene papeles. Un compañero de trabajo, en la misma cuadrilla, murió hace una semana de coronavirus. César y él trabajaban juntos siempre. Cuando le notificaron de la exposición directa, el jefe le dijo que se hiciera una prueba y no volviera a la zona de construcción hasta que tuviera su resultado negativo. No le aceptaron una prueba casera y el resultado de la PCR tardó tres días. Salió negativo y por eso le dijeron que no le pagarían esos días por no haberse presentado a trabajar cuando no estaba enfermo. César se quedó sin recibir tres días de sueldo. Eso le hace preguntarse si debió haber dicho algo o se debió haber expuesto a trabajar con la duda de si tenía el virus o no. La ley no lo protege.

Alejandro dio positivo la semana pasada en una prueba casera que se hizo en su oficina, después de pasar una noche infernal con síntomas de resfriado. Pensó que sería solamente una gripe severa, pero no. Lo mandaron a su casa, pero sin incapacidad médica. Desde entonces lo han atiborrado de trabajo remoto. Alejandro tiene tos, síntomas de un resfriado agravado, mucha fiebre, dolor de cuerpo y de cabeza, infección de garganta y siente que le molestan las articulaciones. Le cuesta mantener el aliento y se cansa al menor esfuerzo, incluso bañarse es un desafío… pero como tampoco tiene papeles y se aguanta. Se embriaga de café y sigue adelante. Los de su oficina no se compadecen. Recibe un correo electrónico tras otro y al menos un par de llamadas, le agendan juntas virtuales a todas horas y tiene la expectativa de cumplir con los plazos establecidos antes de enfermarse. Pero como no tiene papeles, siente que tampoco tiene derechos.

Araceli, César y Alejandro trabajan para pequeños negocios hispanos. Sus jefes saben cuál es su situación migratoria y se aprovechan. Siempre hay amenazas sutiles, independientemente de la pandemia, de que podrían conseguir a alguien más barato que haga su mismo trabajo sin quejarse, que aguantar a todo, que no se doblara, que no se quejara, que no se atreviera enfermarse. Sí. Acá, a veces es un “lujo”, enfermarse.