/ jueves 27 de enero de 2022

Cruzando líneas | El masoquismo de la profesión


¿Por qué querías ser periodista?, escribió Wendy en Twitter. Pensé que era una pregunta retórica, de esas que nos hacemos solos en voz alta de vez en cuando. En mi mente respondí a la ligera y con gracia: “por masoquista, no hay otra razón”. El sentido del humor es mi salvavidas en una profesión que muy seguido me abruma y agota, pero me encanta.

No había nada trivial en ese cuestionamiento; al contrario, en esas cinco palabras cobraba vida el clamor de entender algo que hay días que no tiene sentido.

A Wendy la carcomía —quizá todavía— la necesidad de descubrir por qué, a pesar de tanto, seguimos contando historias, desvelando secretos y exponiendo corrupción. Ella también lo hace. Es periodista y hoy volvió a amanecer reflexiva, como otros tantos. En lo poco que va de 2022, han matado a tres colegas en México, nuestra patria y ese pedacito de tierra al que soñamos volver. La última fue Lourdes Maldonado, en Tijuana. Hubo violencia; después silencio y ahora protestas.

Me hice la misma pregunta hace más de una década cuando desapareció Alfredo Jiménez Mota. Era mi compañero de trabajo; él en El Imparcial y hoy en ese diario ligero que muchos clasificaron como bastardo, La i. Me acompañaba a la calle cuando salíamos a fumar o por un café, cuando correteábamos boletos de la cocina económica o preferíamos ir por unos tacos; nos veíamos en los eventos y en las paradas de camión. No éramos íntimos, pero sí cercanos.

Alfredo, según nosotros, vivía en un constante delirio de persecución. No aguantaba vara, como todos los demás que nos sacrificábamos en silencio. Le decíamos siempre que lo dejara, que no iba a descubrir el hilo negro. Quizá estábamos mal. Tal vez lo encontró y por eso se lo llevaron. Solo nos queda especular.

A las semanas de su desaparición supe que no lo volveríamos a ver; todos los sospechábamos y no lo queríamos admitir delante de los otros. Esa era nuestra manera de intentar viva una esperanza que sabíamos que había muerto quizá con él. Descubrimos, a la mala, que habíamos normalizado la precariedad laboral, las amenazas, el peligro y la miseria que —nos enseñaron en la escuela— venía de la mano de la carrera. Los que tuvimos suerte abrimos los ojos. Los que no, siguen justificándolo todo… y qué peligroso es el silencio. Cuando tenemos tanto que decir, pero nos gana el miedo. La autocensura nos encadena. La violencia avanza.

No es verdad que las muertes de periodistas solo le importan a los del gremio. Quizá como sociedad hemos normalizado la violencia, pero no como individuos, como seres pensantes y humanos, como el ente empático de la naturaleza. Aún nos duele. Cala.

Se van ellos, a los que fuerzan morir. Se quedan sus libros, sus firmas y sus hijos; las sillas vacías en las que los reemplazan las compañías con un colega que acepta una situación laboral quizá más peligrosa, solo por la maldita necesidad.

En Estados Unidos también se entierran cuerpos, pero muchos menos. Acá hay otras maneras de matarte en vida: el acoso y el abuso, los ataques cibernéticos, el desprestigio y las puertas que se cierran con hermetismo. Sin embargo, desde este lado de la frontera hacemos periodismo desde derechos que muchos consideran privilegios; yo también lo siento así. Hemos santificado la imagen de mártir como definición del periodismo.

Ser periodista no es un acto heroico, pero quisiéramos que fuera una profesión en la que se pueda vivir y morir con dignidad.

Ya basta, carajo. Ni un@ más.



¿Por qué querías ser periodista?, escribió Wendy en Twitter. Pensé que era una pregunta retórica, de esas que nos hacemos solos en voz alta de vez en cuando. En mi mente respondí a la ligera y con gracia: “por masoquista, no hay otra razón”. El sentido del humor es mi salvavidas en una profesión que muy seguido me abruma y agota, pero me encanta.

No había nada trivial en ese cuestionamiento; al contrario, en esas cinco palabras cobraba vida el clamor de entender algo que hay días que no tiene sentido.

A Wendy la carcomía —quizá todavía— la necesidad de descubrir por qué, a pesar de tanto, seguimos contando historias, desvelando secretos y exponiendo corrupción. Ella también lo hace. Es periodista y hoy volvió a amanecer reflexiva, como otros tantos. En lo poco que va de 2022, han matado a tres colegas en México, nuestra patria y ese pedacito de tierra al que soñamos volver. La última fue Lourdes Maldonado, en Tijuana. Hubo violencia; después silencio y ahora protestas.

Me hice la misma pregunta hace más de una década cuando desapareció Alfredo Jiménez Mota. Era mi compañero de trabajo; él en El Imparcial y hoy en ese diario ligero que muchos clasificaron como bastardo, La i. Me acompañaba a la calle cuando salíamos a fumar o por un café, cuando correteábamos boletos de la cocina económica o preferíamos ir por unos tacos; nos veíamos en los eventos y en las paradas de camión. No éramos íntimos, pero sí cercanos.

Alfredo, según nosotros, vivía en un constante delirio de persecución. No aguantaba vara, como todos los demás que nos sacrificábamos en silencio. Le decíamos siempre que lo dejara, que no iba a descubrir el hilo negro. Quizá estábamos mal. Tal vez lo encontró y por eso se lo llevaron. Solo nos queda especular.

A las semanas de su desaparición supe que no lo volveríamos a ver; todos los sospechábamos y no lo queríamos admitir delante de los otros. Esa era nuestra manera de intentar viva una esperanza que sabíamos que había muerto quizá con él. Descubrimos, a la mala, que habíamos normalizado la precariedad laboral, las amenazas, el peligro y la miseria que —nos enseñaron en la escuela— venía de la mano de la carrera. Los que tuvimos suerte abrimos los ojos. Los que no, siguen justificándolo todo… y qué peligroso es el silencio. Cuando tenemos tanto que decir, pero nos gana el miedo. La autocensura nos encadena. La violencia avanza.

No es verdad que las muertes de periodistas solo le importan a los del gremio. Quizá como sociedad hemos normalizado la violencia, pero no como individuos, como seres pensantes y humanos, como el ente empático de la naturaleza. Aún nos duele. Cala.

Se van ellos, a los que fuerzan morir. Se quedan sus libros, sus firmas y sus hijos; las sillas vacías en las que los reemplazan las compañías con un colega que acepta una situación laboral quizá más peligrosa, solo por la maldita necesidad.

En Estados Unidos también se entierran cuerpos, pero muchos menos. Acá hay otras maneras de matarte en vida: el acoso y el abuso, los ataques cibernéticos, el desprestigio y las puertas que se cierran con hermetismo. Sin embargo, desde este lado de la frontera hacemos periodismo desde derechos que muchos consideran privilegios; yo también lo siento así. Hemos santificado la imagen de mártir como definición del periodismo.

Ser periodista no es un acto heroico, pero quisiéramos que fuera una profesión en la que se pueda vivir y morir con dignidad.

Ya basta, carajo. Ni un@ más.