/ jueves 2 de septiembre de 2021

Cruzando líneas | El pacto de silencio

Cuando Trump dijo que construiría un muro y México pagaría por él se le dibujó una sonrisa cínica en el rostro. Su soberbia era tan grande como su ambición. Lo tiraron a loco. En campaña, todos prometen el cielo y las estrellas… y el magnate republicano ofrecía el universo. Culpamos al ego. Pero no era una promesa, su discurso era un plan y una semilla que otro presidente vería florecer: el poder del servilismo humano.

El muro del que hablaba el ex presidente estadounidense no es el de las vallas metálicas o las barreras tecnológicas, no es el del año y medio de restricciones fronterizas pandémicas o las construcciones de paredes sobre cercos que ya existían… no. El muro al que se refería es una valla humana, una barrera con plomo, un coraje marinado con el tiempo: el Ejército Mexicano, la Guardia Nacional y la sociedad complaciente y condescendiente.

México se convirtió en la coladera humana más miserable de América. Pareciera que lo hace con gusto, con servilismo, con el afán de agradecer y adular al patrón. Se denigra, se humilla, se gasta y se endeuda por cumplir. Se ensucia las manos con tierra y con sangre. Convierte al migrante en ofrenda para agradar a un dios que ni siquiera voltea. Después convida más: Déjenlos aquí.

Cuando México aceptó dejar de ser un lugar de paso y convertirse en un país receptor dobló las dos rodillas y ambos brazos. Sumiso con uno y verdugo con otros. Se convirtió en el villano del sueño americano, en el soldado y en el guerrero, en el pasivo y en agresor. Todo a la vez. Es perpetrador y cómplice, otra víctima más llena de complejos.

En un país en el que pareciera no haber ley, se cumple con la ajena. Estados Unidos expulsa a miles de migrantes por la puerta trasera. Los suben a un avión y los mandan a México y los trepan después a un autobús, los sueltan en el Sur, en una frontera que quizá no es suya y terminan en Guatemala. Los dejan a la deriva en una tierra que muchos no conocen y de donde habrán de volver a cruzar. Son migrantes. Son nómadas. Buscan un hogar mejor del que dejaron atrás. Huyen de alguien, de algo o del hambre. Siguen.

Pero es cierto: no todos los migrantes son buenos; pero tampoco son todos malos. ¿Quién es así de simple a blanco y negro? Hay migrantes buenos que a veces son malos y malos que a veces son buenos. Es la complejidad humana que se exalta con migrar y se ensaña con los que se quedan pero se querían ir.

El video de los agentes que intentaban contener la caravana de migrantes no sorprende, pero indigna. Patadas al rostro, motines y montoneros: la leña del árbol caído. Estos son los rostros del pacto silencioso que tenían Trump y López Obrador; unas cosas por otras, unas vidas por otras, unas causas por otras.

En el otro extremo, la llamada de la madre colombiana que pide ayuda en el desierto de Arizona después de haber atravesado México. Falleció, su hija también; dejó a su pequeño de 3 años huérfano, a la deriva, en un país cuyo sistema migratorio la obligó a morir antes de abrirle las puertas.

El no hablar de estas historias no las hace menos reales o ciertas. El voltearse al otro lado es una lavada de manos, pero no de conciencia. El hacer un pacto de silencio no nos quita la culpa. No. El cerrar los ojos, los labios y el corazón a veces nos convierte en el peor muro de todos, ese que justo quería Trump.

Cuando Trump dijo que construiría un muro y México pagaría por él se le dibujó una sonrisa cínica en el rostro. Su soberbia era tan grande como su ambición. Lo tiraron a loco. En campaña, todos prometen el cielo y las estrellas… y el magnate republicano ofrecía el universo. Culpamos al ego. Pero no era una promesa, su discurso era un plan y una semilla que otro presidente vería florecer: el poder del servilismo humano.

El muro del que hablaba el ex presidente estadounidense no es el de las vallas metálicas o las barreras tecnológicas, no es el del año y medio de restricciones fronterizas pandémicas o las construcciones de paredes sobre cercos que ya existían… no. El muro al que se refería es una valla humana, una barrera con plomo, un coraje marinado con el tiempo: el Ejército Mexicano, la Guardia Nacional y la sociedad complaciente y condescendiente.

México se convirtió en la coladera humana más miserable de América. Pareciera que lo hace con gusto, con servilismo, con el afán de agradecer y adular al patrón. Se denigra, se humilla, se gasta y se endeuda por cumplir. Se ensucia las manos con tierra y con sangre. Convierte al migrante en ofrenda para agradar a un dios que ni siquiera voltea. Después convida más: Déjenlos aquí.

Cuando México aceptó dejar de ser un lugar de paso y convertirse en un país receptor dobló las dos rodillas y ambos brazos. Sumiso con uno y verdugo con otros. Se convirtió en el villano del sueño americano, en el soldado y en el guerrero, en el pasivo y en agresor. Todo a la vez. Es perpetrador y cómplice, otra víctima más llena de complejos.

En un país en el que pareciera no haber ley, se cumple con la ajena. Estados Unidos expulsa a miles de migrantes por la puerta trasera. Los suben a un avión y los mandan a México y los trepan después a un autobús, los sueltan en el Sur, en una frontera que quizá no es suya y terminan en Guatemala. Los dejan a la deriva en una tierra que muchos no conocen y de donde habrán de volver a cruzar. Son migrantes. Son nómadas. Buscan un hogar mejor del que dejaron atrás. Huyen de alguien, de algo o del hambre. Siguen.

Pero es cierto: no todos los migrantes son buenos; pero tampoco son todos malos. ¿Quién es así de simple a blanco y negro? Hay migrantes buenos que a veces son malos y malos que a veces son buenos. Es la complejidad humana que se exalta con migrar y se ensaña con los que se quedan pero se querían ir.

El video de los agentes que intentaban contener la caravana de migrantes no sorprende, pero indigna. Patadas al rostro, motines y montoneros: la leña del árbol caído. Estos son los rostros del pacto silencioso que tenían Trump y López Obrador; unas cosas por otras, unas vidas por otras, unas causas por otras.

En el otro extremo, la llamada de la madre colombiana que pide ayuda en el desierto de Arizona después de haber atravesado México. Falleció, su hija también; dejó a su pequeño de 3 años huérfano, a la deriva, en un país cuyo sistema migratorio la obligó a morir antes de abrirle las puertas.

El no hablar de estas historias no las hace menos reales o ciertas. El voltearse al otro lado es una lavada de manos, pero no de conciencia. El hacer un pacto de silencio no nos quita la culpa. No. El cerrar los ojos, los labios y el corazón a veces nos convierte en el peor muro de todos, ese que justo quería Trump.