/ jueves 14 de abril de 2022

Cruzando líneas | El sueño de Americano

La impotencia es muy poderosa. Es mucho más que apretar los puños y fruncir el ceño, es una fuerza que nos sacude el vientre, nos hierve la sangre y nos obliga a movernos, como si la rabia nos quemara los pies. A los soñadores les pusieron las plantas desnudas en las brasas.

Conocí a Antonio Valdovinos hace más de 10 años. Era uno de los muchos estudiantes indocumentados que no se quedaron de brazos cruzados ante la frustración de haber crecido en un país que creyeron suyo hasta que un papel les dijo que no.

Tony fue parte de una revolución política en Arizona, allá por el 2010 cuando el Estado estaba que ardía: habían pasado un par de años desde la promulgación de la Ley Anticoyote y convertía en un laboratorio de leyes antiinmigrantes encabezadas por la SB1070.

Luego llegó DACA, ese programa de acción diferida implementado por la administración Obama que les permitió asomarse entre las sombras, pero no los sacó de ellas. Todo y nada cambió; pero la lucha obligó a Estados Unidos a voltear a verlos: con miles, son fuertes, son bilingües y biculturales, son poderosos, indocumentados y sin miedo… y no se irán.

Historias como la de Tony Valdovinos suya se multiplican por cientos de miles: familias de estados migratorios mixtos y secretos generacionales; la eterna cultura del subterráneo social creado por la abismal brecha de los papeles. Muchas se cuelan por las alcantarillas del sistema, pero la de él llegó a Broadway y yo estuve en el estreno del musical “Americano” en Nueva York.

Acudí al estreno rodeada de ojos extranjeros que experimentarían por primera vez la narrativa migratoria de los Estados Unidos; no la de esos conceptos trillados y prostituidos del sueño americano, sino el sueño de Americano. Allá —en Europa o Brasil— se viven las fronteras diferente y ellos conocieron la mía, la nuestra, a través del arte. En medio de todo el folclor de la cultura y la música, sintieron el dolor ajeno del que tanto le he hablado: migrar duele y mucho.

La puesta en escena refleja una historia que pareciera típica: el joven que descubre que es indocumentado justo cuando se quería enlistar en la fuerza naval, hijo de padres sin papeles y con un hermano ciudadano estadounidense; pero es más profunda si la puedes sentir. Entre coreografías y canciones, habla de amor, del luto y las pesadillas, de las otras historias que se olvidan; muestra a los otros migrantes que viven a oscuras y en silencio y de aquellos que lo hicimos con privilegio.

Confieso que hubo un momento en el que el nudo en la garganta se me deshizo en lágrimas pausadas y sutiles. Solo aquellos que hemos vivido el proceso, quizá, lo entendemos. Luego reí, porque así lo hacemos todo en la vida los latinos: contrastante y en extremos, justo como la puesta en escena.

Sí, la impotencia es muy poderosa, pero lo es mucho más cuando se transforma en arte.

La impotencia es muy poderosa. Es mucho más que apretar los puños y fruncir el ceño, es una fuerza que nos sacude el vientre, nos hierve la sangre y nos obliga a movernos, como si la rabia nos quemara los pies. A los soñadores les pusieron las plantas desnudas en las brasas.

Conocí a Antonio Valdovinos hace más de 10 años. Era uno de los muchos estudiantes indocumentados que no se quedaron de brazos cruzados ante la frustración de haber crecido en un país que creyeron suyo hasta que un papel les dijo que no.

Tony fue parte de una revolución política en Arizona, allá por el 2010 cuando el Estado estaba que ardía: habían pasado un par de años desde la promulgación de la Ley Anticoyote y convertía en un laboratorio de leyes antiinmigrantes encabezadas por la SB1070.

Luego llegó DACA, ese programa de acción diferida implementado por la administración Obama que les permitió asomarse entre las sombras, pero no los sacó de ellas. Todo y nada cambió; pero la lucha obligó a Estados Unidos a voltear a verlos: con miles, son fuertes, son bilingües y biculturales, son poderosos, indocumentados y sin miedo… y no se irán.

Historias como la de Tony Valdovinos suya se multiplican por cientos de miles: familias de estados migratorios mixtos y secretos generacionales; la eterna cultura del subterráneo social creado por la abismal brecha de los papeles. Muchas se cuelan por las alcantarillas del sistema, pero la de él llegó a Broadway y yo estuve en el estreno del musical “Americano” en Nueva York.

Acudí al estreno rodeada de ojos extranjeros que experimentarían por primera vez la narrativa migratoria de los Estados Unidos; no la de esos conceptos trillados y prostituidos del sueño americano, sino el sueño de Americano. Allá —en Europa o Brasil— se viven las fronteras diferente y ellos conocieron la mía, la nuestra, a través del arte. En medio de todo el folclor de la cultura y la música, sintieron el dolor ajeno del que tanto le he hablado: migrar duele y mucho.

La puesta en escena refleja una historia que pareciera típica: el joven que descubre que es indocumentado justo cuando se quería enlistar en la fuerza naval, hijo de padres sin papeles y con un hermano ciudadano estadounidense; pero es más profunda si la puedes sentir. Entre coreografías y canciones, habla de amor, del luto y las pesadillas, de las otras historias que se olvidan; muestra a los otros migrantes que viven a oscuras y en silencio y de aquellos que lo hicimos con privilegio.

Confieso que hubo un momento en el que el nudo en la garganta se me deshizo en lágrimas pausadas y sutiles. Solo aquellos que hemos vivido el proceso, quizá, lo entendemos. Luego reí, porque así lo hacemos todo en la vida los latinos: contrastante y en extremos, justo como la puesta en escena.

Sí, la impotencia es muy poderosa, pero lo es mucho más cuando se transforma en arte.