/ jueves 15 de octubre de 2020

Cruzando líneas | Florecer en la pandemia

Arizona.- Siete de mis amigos se quedaron sin trabajo desde que empezó la pandemia. No lo vieron venir. Son trabajadores, entregados y habían subido escalones laborales con su talento y dedicación, pero nada bastó; para sus compañías no eran “indispensables”. Los corrieron y los reemplazaron por sueldos más baratos. A ellos los aplastó la noticia, la tristeza y la incertidumbre. Sus demonios internos salieron al baile.

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Les dieron una patada que los lanzó al aire. Algunos cayeron sin meter las manos y otros volaron. Pero a los dos los atacó la mente. ¿Y si no consigo otro trabajo? ¿Y si no era tan buena? ¿Y si no soy suficiente? ¿Y si no me alcanza? ¿Y si me enfermo? ¿Y si no vale la pena seguir insistiendo? Sus miedos se colaron en las grietas más profundas de su ser. Su salud mental se puso en jaque.

No son los únicos. Todos lo hemos sentido. Ha sido una sacudida emocional que nos revuelve el corazón, la mente y la conciencia. Extrañamos vernos, tocarnos y sentirnos como antes, cuando abrazábamos con algo más que la mirada. Ahora nos enterramos en un aislamiento, nos cubrimos las sonrisas con el cubrebocas, nos consolamos con una precariedad impuesta y justificamos el hambre… caemos en cuenta que nada volverá a ser como antes, ¿y será suficiente para sobrevivirnos a nosotros mismos? ¿Queremos volver? ¿A dónde? ¿Qué era el antes?

Estamos solos y nos sentimos solos. Queremos que nuestros cuerpos salgan para no tener que escarbar lo que tenemos dentro. Da miedo. ¿Y si no lo toleramos?

Han pasado seis meses de encontronazos con lo que cargamos. Pesa más ahora, pero ya no tenemos dónde enterrarlo. Nos desbordamos y nos obligamos a emparejar el terreno: el trabajo, el amor, el sexo, el futuro, la sobrevivencia, la pandemia, los otros, la familia, los estudios, los amigos, el desgaste, los hijos y la vida… los convertimos en surcos. Aramos una tierra que no sabemos si queremos cosechar. ¿Florecer en la pandemia? ¿Podemos? ¿Y si no somos suficientes? ¿Y si lo somos de más?

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Y de pronto, a pesar del virus y los miedos, la sociedad nos obliga a reincorporarnos cuando no hemos terminado de madurar. Nos asusta estar demasiado verdes para volver a lo que sea que estamos volviendo. Nos apresuramos y nos quedamos a medias. Si no tuvimos la suerte de haber aprendido algo, podríamos convertirnos en maleza.

Entonces llega alguien o algo que nos recuerda que somos semillas. Que si la vida nos sepulta, echamos raíces, crecemos desde abajo y luego nos burlamos del destino rompiendo el suelo. Lo cachamos en el aire, en donde damos vueltas desde que nos patearon. Abrimos alas. Volamos. Caemos con dignidad. Volvemos a emprender el vuelo. Florecemos. Hacemos florecer. Regamos las semillas. Inundamos surcos y enterramos otros. Al fin y al cabo, lo único que tenemos en esta crisis es el maldito tiempo que corre tan lento y a veces, cuando parece querer burlarse de uno, tan rápido. Fertilizamos y nos vemos florecer de nuevo, pero en otros, a pesar de tanto.

Arizona.- Siete de mis amigos se quedaron sin trabajo desde que empezó la pandemia. No lo vieron venir. Son trabajadores, entregados y habían subido escalones laborales con su talento y dedicación, pero nada bastó; para sus compañías no eran “indispensables”. Los corrieron y los reemplazaron por sueldos más baratos. A ellos los aplastó la noticia, la tristeza y la incertidumbre. Sus demonios internos salieron al baile.

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Les dieron una patada que los lanzó al aire. Algunos cayeron sin meter las manos y otros volaron. Pero a los dos los atacó la mente. ¿Y si no consigo otro trabajo? ¿Y si no era tan buena? ¿Y si no soy suficiente? ¿Y si no me alcanza? ¿Y si me enfermo? ¿Y si no vale la pena seguir insistiendo? Sus miedos se colaron en las grietas más profundas de su ser. Su salud mental se puso en jaque.

No son los únicos. Todos lo hemos sentido. Ha sido una sacudida emocional que nos revuelve el corazón, la mente y la conciencia. Extrañamos vernos, tocarnos y sentirnos como antes, cuando abrazábamos con algo más que la mirada. Ahora nos enterramos en un aislamiento, nos cubrimos las sonrisas con el cubrebocas, nos consolamos con una precariedad impuesta y justificamos el hambre… caemos en cuenta que nada volverá a ser como antes, ¿y será suficiente para sobrevivirnos a nosotros mismos? ¿Queremos volver? ¿A dónde? ¿Qué era el antes?

Estamos solos y nos sentimos solos. Queremos que nuestros cuerpos salgan para no tener que escarbar lo que tenemos dentro. Da miedo. ¿Y si no lo toleramos?

Han pasado seis meses de encontronazos con lo que cargamos. Pesa más ahora, pero ya no tenemos dónde enterrarlo. Nos desbordamos y nos obligamos a emparejar el terreno: el trabajo, el amor, el sexo, el futuro, la sobrevivencia, la pandemia, los otros, la familia, los estudios, los amigos, el desgaste, los hijos y la vida… los convertimos en surcos. Aramos una tierra que no sabemos si queremos cosechar. ¿Florecer en la pandemia? ¿Podemos? ¿Y si no somos suficientes? ¿Y si lo somos de más?

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Entonces llega alguien o algo que nos recuerda que somos semillas. Que si la vida nos sepulta, echamos raíces, crecemos desde abajo y luego nos burlamos del destino rompiendo el suelo. Lo cachamos en el aire, en donde damos vueltas desde que nos patearon. Abrimos alas. Volamos. Caemos con dignidad. Volvemos a emprender el vuelo. Florecemos. Hacemos florecer. Regamos las semillas. Inundamos surcos y enterramos otros. Al fin y al cabo, lo único que tenemos en esta crisis es el maldito tiempo que corre tan lento y a veces, cuando parece querer burlarse de uno, tan rápido. Fertilizamos y nos vemos florecer de nuevo, pero en otros, a pesar de tanto.