/ jueves 17 de diciembre de 2020

Cruzando líneas | La conspiración que mata

ARIZONA.- Cuando Lydia enterró a su hermana maldijo a la pandemia. Pensó que su familia ya había sentido todo lo peor que el coronavirus podía causar, hasta que ella y su esposo se contagiaron. Vivían en Estados Unidos sin documentos, sin seguro médico y sin un ingreso fijo, pero sanos… hasta ahora. Nunca se habían sentido tan vulnerables.

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Hay días que la mexicana siente que no librará la batalla; tose sin parar, no puede respirar y la fiebre la tumba en cama. Hay otros en los que levanta la esperanza y su fe. Pero no va al hospital porque le da miedo terminar entubada y que después la desconecten, como lo hicieron con Laura. Terminar en cuidados intensivos es “un lujo” que no se puede dar; además le da pavor la muerte y dejar a sus tres hijos huérfanos. Así que se aguanta, se cobija y se llena de tés. Esto pasará, piensa. Saldremos de esta más fuerte, se consuela. Pero ve a su esposo jadear y suelta el llanto. Diosito, ¡apiádate de nosotros!

Han pasado dos semanas desde la última vez que vio en persona a sus hijos. En cuanto obtuvo su resultado positivo —y ellos salieron negativo—, los mandó con sus parientes para que no se contagiaran. Si estuvieran vacunados sería distinto, reflexiona. Pero probablemente serán de los últimos en la lista: son jóvenes, sanos y están fuertes.

La fiebre de Lydia le ha quitado el sueño. Parece no mejorar. Desvaría y piensa en las vacunas, la segunda —¿o tercera?— ola que vive Arizona y en cómo un instante la convirtió en estadística estatal. Su humor cambia rápidamente y siente que la rabia se le sube a la cabeza cuando escucha las teorías de conspiración de la pandemia, la inmunización o la mutación del virus. Le dan ganas de vociferar, pero no tiene fuerzas.

Ella, que ya se vistió de luto por el coronavirus y sufre los estragos del contagio, quisiera que la gente hablara menos de chips o rastreadores en la vacuna, del complot de los fetos o de los murciélagos. Pero siente que nada contracorriente y no le alcanza el aliento.

En Estados Unidos, la población está dividida. Son muchos lo que aún no saben si se pondrán la vacuna, esperarán o dejarán que la naturaleza siga su curso. Las teorías de conspiración han cimbrado la confianza pública. Es más fácil creer lo que algunos dicen en Internet, que tener la voluntad y determinación científica para investigarlo. Además, están las creencias personales: no todos están a favor de la vacunación y defienden sus derechos.

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Mientras tanto, esta semana llegó el primer cargamento de casi 400,000 vacunas contra el coronavirus a Arizona. El primero en recibirla fue un veterano de guerra y con ello puso un ejemplo que —espera— miles sigan. Las autoridades de salud saben que se acabarán pronto y esperan que el próximo año se distribuyan más para lograr una inmunidad colectiva que aún se ve muy lejana. Pero no hay vacuna para el miedo, la desinformación y la indiferencia; esa es la que necesitamos para que esta pandemia no sea eterna.

ARIZONA.- Cuando Lydia enterró a su hermana maldijo a la pandemia. Pensó que su familia ya había sentido todo lo peor que el coronavirus podía causar, hasta que ella y su esposo se contagiaron. Vivían en Estados Unidos sin documentos, sin seguro médico y sin un ingreso fijo, pero sanos… hasta ahora. Nunca se habían sentido tan vulnerables.

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Hay días que la mexicana siente que no librará la batalla; tose sin parar, no puede respirar y la fiebre la tumba en cama. Hay otros en los que levanta la esperanza y su fe. Pero no va al hospital porque le da miedo terminar entubada y que después la desconecten, como lo hicieron con Laura. Terminar en cuidados intensivos es “un lujo” que no se puede dar; además le da pavor la muerte y dejar a sus tres hijos huérfanos. Así que se aguanta, se cobija y se llena de tés. Esto pasará, piensa. Saldremos de esta más fuerte, se consuela. Pero ve a su esposo jadear y suelta el llanto. Diosito, ¡apiádate de nosotros!

Han pasado dos semanas desde la última vez que vio en persona a sus hijos. En cuanto obtuvo su resultado positivo —y ellos salieron negativo—, los mandó con sus parientes para que no se contagiaran. Si estuvieran vacunados sería distinto, reflexiona. Pero probablemente serán de los últimos en la lista: son jóvenes, sanos y están fuertes.

La fiebre de Lydia le ha quitado el sueño. Parece no mejorar. Desvaría y piensa en las vacunas, la segunda —¿o tercera?— ola que vive Arizona y en cómo un instante la convirtió en estadística estatal. Su humor cambia rápidamente y siente que la rabia se le sube a la cabeza cuando escucha las teorías de conspiración de la pandemia, la inmunización o la mutación del virus. Le dan ganas de vociferar, pero no tiene fuerzas.

Ella, que ya se vistió de luto por el coronavirus y sufre los estragos del contagio, quisiera que la gente hablara menos de chips o rastreadores en la vacuna, del complot de los fetos o de los murciélagos. Pero siente que nada contracorriente y no le alcanza el aliento.

En Estados Unidos, la población está dividida. Son muchos lo que aún no saben si se pondrán la vacuna, esperarán o dejarán que la naturaleza siga su curso. Las teorías de conspiración han cimbrado la confianza pública. Es más fácil creer lo que algunos dicen en Internet, que tener la voluntad y determinación científica para investigarlo. Además, están las creencias personales: no todos están a favor de la vacunación y defienden sus derechos.

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Mientras tanto, esta semana llegó el primer cargamento de casi 400,000 vacunas contra el coronavirus a Arizona. El primero en recibirla fue un veterano de guerra y con ello puso un ejemplo que —espera— miles sigan. Las autoridades de salud saben que se acabarán pronto y esperan que el próximo año se distribuyan más para lograr una inmunidad colectiva que aún se ve muy lejana. Pero no hay vacuna para el miedo, la desinformación y la indiferencia; esa es la que necesitamos para que esta pandemia no sea eterna.