/ jueves 28 de octubre de 2021

Cruzando líneas | Los muertos de mi altar

Este año hay más fotos en nuestro altar de muertos. Se nos fueron muchos muy rápido. Nos los quitó el destino, el dolor o la pandemia. Ya veníamos cargando a otros, también nuestros, pero nos habíamos acostumbrado al peso de su ausencia que nos ha acompañado por décadas. Los nuevos nos pesan más. Están tibios en la memoria.

Apenas caben los retratos, la guitarra, el tequila, la sal, el pan de muertos, las flores y los rosarios sobre la mesa decorada con manteles coloridos y papel picado. Les ofrecemos lo que recordamos que les gustaba en vida al momento de partir. Lo de antes se va difuminando con la añoranza. Cuesta trabajo pensarles en sus otras vidas, las que vivieron antes de que entráramos en ellas, las que pasaron antes de nosotros. Qué complejidad implica esto de honrar las memorias; preservamos las que nos consuelan y enterramos las que más nos hacen llorar.

Hace mucho que no visito sus tumbas ni paso un 2 de noviembre rezándoles en el cementerio. Hace años que no me toca comer cañas de azúcar mientras recitamos las anécdotas familiares de siempre que se han vuelto tradición. No les he llevado coronas ni mariachi. Los honro desde aquí, a lo lejos, en otro país, detrás de un muro, en un idioma distinto, con colores y sabores ajenos hechos propios y con las ganas siempre de volver atrás.

Los revivo en notas y canciones, en las charlas que tengo con mis mellizos para explicarles quiénes fueron y porqué están ahí. Qué difícil es esto de reconstruir con palabras lo mucho que significaron en vida y lo mucho que sus silencios pesan. Me cobijo con eso que me dejaron en las miradas curiosas de mis hijos. Y reímos, bueno, ellos; a mí se me caen discretamente las lágrimas. Las contengo apenas, a veces. Me hacen falta y me aterroriza pensar que algún día yo les haré falta, o así quiero creerlo.

Colgamos juntos las flores de papel sobre las imágenes pegadas en la pared. Son niños. Tienen 7 años y aún no comprenden el vacío que estamos llenando en ese altar en el que está hasta nuestro incondicional Rocco. Los veo emocionados, conscientes y tranquilos, en paz con la muerte, y me duele algo por dentro. No quiero convertirme en estrella aún. No quiero más llantos que nos hagan ver borroso el universo en las noches frías y solitarias. No quiero que piensen qué pondrían en ese altar en caso de que me fuera. No quiero obligarlos a crecer ni que me reconstruyan en recuerdos. Quiero estar y que estén, ¡que estemos!

La distancia y la frontera son traicioneras. Le duele a uno más todo, sobre todo las ausencias. Qué ganas de burlarse de la noche y de la muerte. Qué ganas de acabarse la nostalgia en versos. Qué ganas de ser eterno con ellos. Qué ganas de llevar su tibieza bajo el brazo y sus sonrisas en el bolsillo. Qué ganas de que estuvieran aquí. Qué ganas de zafarse de la muerte.

Pero el dolor es engañoso y sobrevive a todo. Nos obliga a rescatar tradiciones lejos de casa para sentirnos cobijados y acompañados. Por eso buscamos cempasúchiles y veladoras, claveles y agua bendita, pan de muerto y calaveritas de azúcar en el supermercado extranjero. Queremos pensar que volverán por una noche y que se quedarán. Nos anima imaginarlos aquí, entre nosotros, reconociendo nuestros rostros envejecidos y cansados, mientras ellos lucen eternos.

Unos volverán por primera vez y no sé quién consolará a quién. Ellos, a los que les llegó la rayita antes de tiempo, o nosotros, los que aún no nos acostumbramos a estar en este mundo tras su partida, con la inminente posibilidad de encontrarlos antes de lo previsto, de que la muerte nos obligue a más despedidas y más retratos amontonados en el altar. Qué contradictorio es pensar que por una noche burlamos a la muerte y todas las demás, ella de nosotros. Maldita embustera… A todos nos va a llevar.

Este año hay más fotos en nuestro altar de muertos. Se nos fueron muchos muy rápido. Nos los quitó el destino, el dolor o la pandemia. Ya veníamos cargando a otros, también nuestros, pero nos habíamos acostumbrado al peso de su ausencia que nos ha acompañado por décadas. Los nuevos nos pesan más. Están tibios en la memoria.

Apenas caben los retratos, la guitarra, el tequila, la sal, el pan de muertos, las flores y los rosarios sobre la mesa decorada con manteles coloridos y papel picado. Les ofrecemos lo que recordamos que les gustaba en vida al momento de partir. Lo de antes se va difuminando con la añoranza. Cuesta trabajo pensarles en sus otras vidas, las que vivieron antes de que entráramos en ellas, las que pasaron antes de nosotros. Qué complejidad implica esto de honrar las memorias; preservamos las que nos consuelan y enterramos las que más nos hacen llorar.

Hace mucho que no visito sus tumbas ni paso un 2 de noviembre rezándoles en el cementerio. Hace años que no me toca comer cañas de azúcar mientras recitamos las anécdotas familiares de siempre que se han vuelto tradición. No les he llevado coronas ni mariachi. Los honro desde aquí, a lo lejos, en otro país, detrás de un muro, en un idioma distinto, con colores y sabores ajenos hechos propios y con las ganas siempre de volver atrás.

Los revivo en notas y canciones, en las charlas que tengo con mis mellizos para explicarles quiénes fueron y porqué están ahí. Qué difícil es esto de reconstruir con palabras lo mucho que significaron en vida y lo mucho que sus silencios pesan. Me cobijo con eso que me dejaron en las miradas curiosas de mis hijos. Y reímos, bueno, ellos; a mí se me caen discretamente las lágrimas. Las contengo apenas, a veces. Me hacen falta y me aterroriza pensar que algún día yo les haré falta, o así quiero creerlo.

Colgamos juntos las flores de papel sobre las imágenes pegadas en la pared. Son niños. Tienen 7 años y aún no comprenden el vacío que estamos llenando en ese altar en el que está hasta nuestro incondicional Rocco. Los veo emocionados, conscientes y tranquilos, en paz con la muerte, y me duele algo por dentro. No quiero convertirme en estrella aún. No quiero más llantos que nos hagan ver borroso el universo en las noches frías y solitarias. No quiero que piensen qué pondrían en ese altar en caso de que me fuera. No quiero obligarlos a crecer ni que me reconstruyan en recuerdos. Quiero estar y que estén, ¡que estemos!

La distancia y la frontera son traicioneras. Le duele a uno más todo, sobre todo las ausencias. Qué ganas de burlarse de la noche y de la muerte. Qué ganas de acabarse la nostalgia en versos. Qué ganas de ser eterno con ellos. Qué ganas de llevar su tibieza bajo el brazo y sus sonrisas en el bolsillo. Qué ganas de que estuvieran aquí. Qué ganas de zafarse de la muerte.

Pero el dolor es engañoso y sobrevive a todo. Nos obliga a rescatar tradiciones lejos de casa para sentirnos cobijados y acompañados. Por eso buscamos cempasúchiles y veladoras, claveles y agua bendita, pan de muerto y calaveritas de azúcar en el supermercado extranjero. Queremos pensar que volverán por una noche y que se quedarán. Nos anima imaginarlos aquí, entre nosotros, reconociendo nuestros rostros envejecidos y cansados, mientras ellos lucen eternos.

Unos volverán por primera vez y no sé quién consolará a quién. Ellos, a los que les llegó la rayita antes de tiempo, o nosotros, los que aún no nos acostumbramos a estar en este mundo tras su partida, con la inminente posibilidad de encontrarlos antes de lo previsto, de que la muerte nos obligue a más despedidas y más retratos amontonados en el altar. Qué contradictorio es pensar que por una noche burlamos a la muerte y todas las demás, ella de nosotros. Maldita embustera… A todos nos va a llevar.