/ jueves 25 de abril de 2019

Cruzando líneas | Mercenarios de sueños

Arizona.- Llegan por cientos a los puertos de entrada para pedir asilo, algo que ni siquiera saben lo que es; solo les dijeron que se entregaran y los dejarían pasar. Esos son los migrantes centroamericanos que tienen abarrotados los albergues, las iglesias, los centros de detención y hasta las “hieleras”.

Sí, son muchos y vienen más; todos engañados por los de antes y cegados por sus mismos sueños. La realidad es que no todos se pueden quedar, al menos no por las buenas; pero ya están aquí y se aferrarán con todo para no irse.

No siempre vienen huyendo de la violencia, a unos cuantos los persiguen las deudas y a otros solo las ganas de una vida digna.

El camino por Guatemala y México es como un viacrucis largo y doloroso. Los hace delirar. Cuando llegan a las garitas ya no saben dónde están. No distinguen los letreros en inglés, porque muchos ni siquiera hablan español.

En la travesía los aleccionan. Hay coyotes en las caravanas; hay gestores caminando… hay negociantes de la ignorancia.

“Si te preguntan esto, contestas eso”, les aconsejan. “Cuando llegues, cuéntales aquello y te van a dejar entrar, facilito”, les mienten.

Pero la necesidad los hace creer en cualquier cosa, se tragan las mentiras porque tienen ganas de soñar: Confunden el hambre con las mariposas en el estómago.

Viajan repitiendo las “respuestas mágicas” como si fueran una letanía; pero cuando están frente al oficial de Inmigración se les olvida hasta su nombre.

En el frío interrogatorio se dan cuenta de que no hay una contraseña para entrar a los Estados Unidos; no hay un atajo. La mayoría de sus casos no cumple con los requisitos para darles un asilo. No, sus historias no son tan horrendas ni escalofriantes como para calificar para ese beneficio legal. El sistema básicamente los está regresando a sus países a que sufran más, a que pierdan todo, a que los destrocen y los victimicen, para que puedan tener un caso.

Después del primer encuentro con las autoridades estadounidenses, los migrantes se voltean a ver entre ellos. Algunos miran con recelo a la viuda, a la mujer violada, al padre de la niña parapléjica… tienen más posibilidades. ¡Qué ganas de ser ellos!, piensan. Consideran que el asilo es un premio al dolor y la atrocidad.

Los reformados estarían dispuestos a arrancarse la piel para desaparecer sus tatuajes; los amenazados se cuestionan porqué no se esperaron a haber sido atacados; los sobrevivientes se arrepienten de no tener en el cuerpo la marca del mal; los padres se lamentan haber dejado atrás a sus hijos, porque podrían haber sido su pasaporte al Norte. Otros se conforman con ver a un doctor; si no se murieron allá con los suyos no quieren hacerlo aquí, aunque tengan una orden de deportación inminente.

Y luego se topan con lobos disfrazados de ovejas; sí, la ayuda para migrantes se ha prostituido para convertirse en un negocio. Sí, hay mercenarios con sonrisas angelicales.

Hay organizaciones que se enriquecen con el dolor ajeno; ayudan, pero poquito; dan, pero medido. Reciben mucho, pero “pierden” otro tanto. Creen que nadie lo nota, y quizá por ahora pase desapercibido por lo apremiante de la necesidad, pero se sabrá. Mientras, hay decenas de voluntarios, de grupos pequeños de ayuda, que demuestran que aún hay esperanza. Sus actos de amor es su mejor manera de decirle a los migrantes que no hay necesidad de vivir otro calvario. Sus gestos los abrazan, mientras tiemblan escondiendo el miedo.

Sí, son muchos, pero los que los esperan son más.

Esto es Estados Unidos: La compasión es la que “hace a América grande otra vez”.

Maritza L. Félix. Periodista, escritora y amante de las letras.

Twitter: @MaritzaLFélix

Correo: maritzalizethfelix@gmail.com

Arizona.- Llegan por cientos a los puertos de entrada para pedir asilo, algo que ni siquiera saben lo que es; solo les dijeron que se entregaran y los dejarían pasar. Esos son los migrantes centroamericanos que tienen abarrotados los albergues, las iglesias, los centros de detención y hasta las “hieleras”.

Sí, son muchos y vienen más; todos engañados por los de antes y cegados por sus mismos sueños. La realidad es que no todos se pueden quedar, al menos no por las buenas; pero ya están aquí y se aferrarán con todo para no irse.

No siempre vienen huyendo de la violencia, a unos cuantos los persiguen las deudas y a otros solo las ganas de una vida digna.

El camino por Guatemala y México es como un viacrucis largo y doloroso. Los hace delirar. Cuando llegan a las garitas ya no saben dónde están. No distinguen los letreros en inglés, porque muchos ni siquiera hablan español.

En la travesía los aleccionan. Hay coyotes en las caravanas; hay gestores caminando… hay negociantes de la ignorancia.

“Si te preguntan esto, contestas eso”, les aconsejan. “Cuando llegues, cuéntales aquello y te van a dejar entrar, facilito”, les mienten.

Pero la necesidad los hace creer en cualquier cosa, se tragan las mentiras porque tienen ganas de soñar: Confunden el hambre con las mariposas en el estómago.

Viajan repitiendo las “respuestas mágicas” como si fueran una letanía; pero cuando están frente al oficial de Inmigración se les olvida hasta su nombre.

En el frío interrogatorio se dan cuenta de que no hay una contraseña para entrar a los Estados Unidos; no hay un atajo. La mayoría de sus casos no cumple con los requisitos para darles un asilo. No, sus historias no son tan horrendas ni escalofriantes como para calificar para ese beneficio legal. El sistema básicamente los está regresando a sus países a que sufran más, a que pierdan todo, a que los destrocen y los victimicen, para que puedan tener un caso.

Después del primer encuentro con las autoridades estadounidenses, los migrantes se voltean a ver entre ellos. Algunos miran con recelo a la viuda, a la mujer violada, al padre de la niña parapléjica… tienen más posibilidades. ¡Qué ganas de ser ellos!, piensan. Consideran que el asilo es un premio al dolor y la atrocidad.

Los reformados estarían dispuestos a arrancarse la piel para desaparecer sus tatuajes; los amenazados se cuestionan porqué no se esperaron a haber sido atacados; los sobrevivientes se arrepienten de no tener en el cuerpo la marca del mal; los padres se lamentan haber dejado atrás a sus hijos, porque podrían haber sido su pasaporte al Norte. Otros se conforman con ver a un doctor; si no se murieron allá con los suyos no quieren hacerlo aquí, aunque tengan una orden de deportación inminente.

Y luego se topan con lobos disfrazados de ovejas; sí, la ayuda para migrantes se ha prostituido para convertirse en un negocio. Sí, hay mercenarios con sonrisas angelicales.

Hay organizaciones que se enriquecen con el dolor ajeno; ayudan, pero poquito; dan, pero medido. Reciben mucho, pero “pierden” otro tanto. Creen que nadie lo nota, y quizá por ahora pase desapercibido por lo apremiante de la necesidad, pero se sabrá. Mientras, hay decenas de voluntarios, de grupos pequeños de ayuda, que demuestran que aún hay esperanza. Sus actos de amor es su mejor manera de decirle a los migrantes que no hay necesidad de vivir otro calvario. Sus gestos los abrazan, mientras tiemblan escondiendo el miedo.

Sí, son muchos, pero los que los esperan son más.

Esto es Estados Unidos: La compasión es la que “hace a América grande otra vez”.

Maritza L. Félix. Periodista, escritora y amante de las letras.

Twitter: @MaritzaLFélix

Correo: maritzalizethfelix@gmail.com