/ jueves 20 de junio de 2019

Cruzando líneas | Phoenix: Una ciudad con permiso para matar

Arizona.- Un segundo es lo que tarda un policía en tomar la decisión de jalar el gatillo. Lo hace por miedo o adrenalina, por amenaza o en defensa. Está entrenado por la Academia y por la calle. Es un olfato moldeado por las leyes, pero siempre dominado por el instinto y el factor humano. Saca la pistola; enfoca y acomoda el índice. Presiona. Detona. Hiere. Mata.

En Arizona pareciera que los casos de policías involucrados en tiroteos estuvieran atascados en un continuo ciclo de repetir que no tiene fecha de finalización. Cada cinco días se abre un expediente nuevo. En promedio, Phoenix tiene más incidentes de este tipo en comparación con otras grandes ciudades de Estados Unidos como Chicago, Nueva York, Houston o incluso Los Ángeles. De 2017 a la fecha, las balaceras de este tipo se han duplicado. El 2018 fue un año sangriento; el 2019, le sigue el paso.

De acuerdo a la base de datos de las autoridades estatales, de 2011 a la fecha se han registrado un promedio anual de 75 tiroteos que involucran a un policía. Los agentes le han disparado a 627 personas y 353 de ellas murieron. Casi todas las víctimas eran hombres armados, la mayoría con pistolas. Pero nada es blanco y negro. Todo es subjetivo: la amenaza, el arma, la víctima, el momento, la percepción, el entrenamiento, la experiencia, el crimen, el reporte, las versiones y las emociones.

El problema ha escalado no solo por las cruces que se cuelgan en la conciencia de las autoridades, sino en el aumento de denuncias ciudadanas de abuso de poder por parte de los uniformados. Ya no es solo el comparar versiones; ahora es el analizar imágenes. Las cámaras portátiles desmienten declaraciones y los videos de testigos sirven para echar leña al fuego. Portar un uniforme y una placa ya no da inmunidad; ahora, los agentes son los sospechosos y tienen probar su inocencia. Es irónico. Se voltearon los papeles.

La crisis que se vive al interior de los departamentos de seguridad pública ha obligado a las cabezas de las agencias a tomar medidas extremas. Phoenix, por ejemplo, hizo un llamado a una organización nacional externa para que investigara los tiroteos. Se gastó un dineral para que los auditores no pudieran determinar cuál es la raíz del problema. De acuerdo a sus conclusiones, no hay un común denominador que enlace las balaceras. Las recomendaciones que dieron fueron sencillas, obvias y predecibles: documentar los encuentros de los oficiales con los civiles; mejorar el entrenamiento de los agentes e instrumentar estrategias para atender las llamadas de personas que padecen alguna enfermedad mental.

Pero esas sugerencias ya no bastan para consolar a los familiares de las víctimas. De 600 tiroteos en ocho años, solo un policía ha tenido que enfrentar cargos por homicidio. Pareciera no haber consecuencias. Los agentes involucrados son retirados de sus puestos con goce de sueldo mientras se realiza la investigación; los deudos, por su parte, hacen cuentas de recaudación de fondos para costear los funerales, siempre obligados por la frustración y la impotencia. La justicia pareciera no querer darles ni el pésame ni el beneficio de la duda.

Pero ya son muchos casos seguidos, demasiados, y no están dispuestos a quedarse callados. Se han unido, han peleado y están demandando. Quieren que se acabe la cultura de racismo e impunidad que pareciera carcomer la misión de proteger y servir. Ya no quieren que los buenos sean los malos. Ya no.

Aquí, el pueblo se ha enfrentado a las autoridades. ¿Allá? ¿Cómo vamos, México?

Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa.

Arizona.- Un segundo es lo que tarda un policía en tomar la decisión de jalar el gatillo. Lo hace por miedo o adrenalina, por amenaza o en defensa. Está entrenado por la Academia y por la calle. Es un olfato moldeado por las leyes, pero siempre dominado por el instinto y el factor humano. Saca la pistola; enfoca y acomoda el índice. Presiona. Detona. Hiere. Mata.

En Arizona pareciera que los casos de policías involucrados en tiroteos estuvieran atascados en un continuo ciclo de repetir que no tiene fecha de finalización. Cada cinco días se abre un expediente nuevo. En promedio, Phoenix tiene más incidentes de este tipo en comparación con otras grandes ciudades de Estados Unidos como Chicago, Nueva York, Houston o incluso Los Ángeles. De 2017 a la fecha, las balaceras de este tipo se han duplicado. El 2018 fue un año sangriento; el 2019, le sigue el paso.

De acuerdo a la base de datos de las autoridades estatales, de 2011 a la fecha se han registrado un promedio anual de 75 tiroteos que involucran a un policía. Los agentes le han disparado a 627 personas y 353 de ellas murieron. Casi todas las víctimas eran hombres armados, la mayoría con pistolas. Pero nada es blanco y negro. Todo es subjetivo: la amenaza, el arma, la víctima, el momento, la percepción, el entrenamiento, la experiencia, el crimen, el reporte, las versiones y las emociones.

El problema ha escalado no solo por las cruces que se cuelgan en la conciencia de las autoridades, sino en el aumento de denuncias ciudadanas de abuso de poder por parte de los uniformados. Ya no es solo el comparar versiones; ahora es el analizar imágenes. Las cámaras portátiles desmienten declaraciones y los videos de testigos sirven para echar leña al fuego. Portar un uniforme y una placa ya no da inmunidad; ahora, los agentes son los sospechosos y tienen probar su inocencia. Es irónico. Se voltearon los papeles.

La crisis que se vive al interior de los departamentos de seguridad pública ha obligado a las cabezas de las agencias a tomar medidas extremas. Phoenix, por ejemplo, hizo un llamado a una organización nacional externa para que investigara los tiroteos. Se gastó un dineral para que los auditores no pudieran determinar cuál es la raíz del problema. De acuerdo a sus conclusiones, no hay un común denominador que enlace las balaceras. Las recomendaciones que dieron fueron sencillas, obvias y predecibles: documentar los encuentros de los oficiales con los civiles; mejorar el entrenamiento de los agentes e instrumentar estrategias para atender las llamadas de personas que padecen alguna enfermedad mental.

Pero esas sugerencias ya no bastan para consolar a los familiares de las víctimas. De 600 tiroteos en ocho años, solo un policía ha tenido que enfrentar cargos por homicidio. Pareciera no haber consecuencias. Los agentes involucrados son retirados de sus puestos con goce de sueldo mientras se realiza la investigación; los deudos, por su parte, hacen cuentas de recaudación de fondos para costear los funerales, siempre obligados por la frustración y la impotencia. La justicia pareciera no querer darles ni el pésame ni el beneficio de la duda.

Pero ya son muchos casos seguidos, demasiados, y no están dispuestos a quedarse callados. Se han unido, han peleado y están demandando. Quieren que se acabe la cultura de racismo e impunidad que pareciera carcomer la misión de proteger y servir. Ya no quieren que los buenos sean los malos. Ya no.

Aquí, el pueblo se ha enfrentado a las autoridades. ¿Allá? ¿Cómo vamos, México?

Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa.