/ jueves 29 de abril de 2021

Cruzando líneas | Rocco, el eterno

ARIZONA.- Tuve un perro que me hizo muy feliz por 15 años, se llamaba Rocco. Escribo de él en pasado porque el viernes le tocó convertirse en estrella en mis brazos. Estaba cansado y se apagaba de a poquito; unas noches apenas se movía y otras se quejaba quedito. Era mi compañero fiel y lo amé —amo— con toda el alma. Decirle adiós ha sido el dolor más profundo que he sentido.

Era un French Poodle de color café claro; decían que era mini toy pero creció de más y un poco desproporcionado. Tenía las patas traseras muy largas, era de huesos pronunciados y ojos pizpiretos. Le gustaban los juguetes ruidosos y los paseos largos, ladraba poco, saltaba mucho, besaba de más y jamás mordió un zapato. Era hiperactivo, confianzudo, juguetón y empalagoso, como yo. Hasta hace dos semanas cuando envejeció de repente. Dice la leyenda que cuando un perro muere, entrega su vida para salvar otra… y él, que sabía que todo me duele siempre, me cuidó el alma, el cuerpo y los sentimientos. Quizá su trascender fue un mero acto de amor.

Hoy escribo con una opresión en el pecho y los pies fríos en la mesa del comedor. No he podido sentarme en ese sillón en el que compartíamos todas las noches; yo con las piernas estiradas y él en medio de ellas, a veces sobre las rodillas y otras sobre el teclado de mi ordenador. Me hace falta su calor. Añoro su presencia y se me desborda el llanto.

En sus últimos días dejó de comer y sus ojos se cubrieron de una capa transparente que parecía tristeza. No oía. Dormía mucho. Le costaba pararse y apenas quería tomar agua. Se esforzaba para estar a mi lado. Me seguía con la poca energía que le quedaba y yo lo cargaba, lo mimaba, lo alimentaba a jeringazos, y lo dejaba acostado en el sol a ratos porque le encantaba. No fue una agonía, fue una despedida.

Un jueves por la noche lloró mucho, quedito, sin parar. Lo acosté conmigo. Le canté. Le acaricié la cabeza y la barriga y jugué con sus orejas. Le di las gracias por esos quince años en los que me dio todo; le pedí perdón por los momentos en los que me salió el temperamento humano y le susurré al oído que, si ya era tiempo, se podía ir. Él estaba listo; yo no. Dormimos juntos, como siempre, pero esta vez lo sostuve fuerte en mi pecho, como si fuera mi niño y necesitara el consuelo de mi calor o mi corazón. Fue la última vez.

Al día siguiente pasamos una hora solos en la clínica del veterinario para decirnos adiós. Los niños se despidieron primero; lo amaron y lo lloraron intensamente. Luego llené el vacío con canciones de cuna, con las palabras de amor que él bien conocía y de vez en cuando reaccionaba. Movía los ojos; apenas. Levantaba las orejas; apenas; estiraba una pata; apenas. Sé que me escuchó. Y cuando estuve lista para soltar, todo fue muy rápido.

“Ya se fue”, me dijo la veterinaria. Yo me desmoroné con él en brazos. Lo entregué aún tibio, le sobé una pata y le dije adiós. Volverá pronto en cenizas.

Yo, que voy por la vida pudiendo con todo, no puedo con esto. Sé que pasará. Sé que no me ha dejado. Lo siento. Lo oigo. Lo extraño. Me hace falta.

Me consuela saber que él también me tuvo a mí y quisiera pensar que lo hice feliz. Fui su incondicional. Éramos cómplices. Se me fue el mero Día del Libro y sé que lo hizo para convertirse en letras. Será eterno. Descansa en paz, Rocco. Te amaré hasta que nos reencontremos en otras vidas o donde sea.

Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa. Es becaria del programa JSK de Stanford, EWA, Fi2W, Listening Post Collective y el programa de liderazgo en periodismo de CUNY.

ARIZONA.- Tuve un perro que me hizo muy feliz por 15 años, se llamaba Rocco. Escribo de él en pasado porque el viernes le tocó convertirse en estrella en mis brazos. Estaba cansado y se apagaba de a poquito; unas noches apenas se movía y otras se quejaba quedito. Era mi compañero fiel y lo amé —amo— con toda el alma. Decirle adiós ha sido el dolor más profundo que he sentido.

Era un French Poodle de color café claro; decían que era mini toy pero creció de más y un poco desproporcionado. Tenía las patas traseras muy largas, era de huesos pronunciados y ojos pizpiretos. Le gustaban los juguetes ruidosos y los paseos largos, ladraba poco, saltaba mucho, besaba de más y jamás mordió un zapato. Era hiperactivo, confianzudo, juguetón y empalagoso, como yo. Hasta hace dos semanas cuando envejeció de repente. Dice la leyenda que cuando un perro muere, entrega su vida para salvar otra… y él, que sabía que todo me duele siempre, me cuidó el alma, el cuerpo y los sentimientos. Quizá su trascender fue un mero acto de amor.

Hoy escribo con una opresión en el pecho y los pies fríos en la mesa del comedor. No he podido sentarme en ese sillón en el que compartíamos todas las noches; yo con las piernas estiradas y él en medio de ellas, a veces sobre las rodillas y otras sobre el teclado de mi ordenador. Me hace falta su calor. Añoro su presencia y se me desborda el llanto.

En sus últimos días dejó de comer y sus ojos se cubrieron de una capa transparente que parecía tristeza. No oía. Dormía mucho. Le costaba pararse y apenas quería tomar agua. Se esforzaba para estar a mi lado. Me seguía con la poca energía que le quedaba y yo lo cargaba, lo mimaba, lo alimentaba a jeringazos, y lo dejaba acostado en el sol a ratos porque le encantaba. No fue una agonía, fue una despedida.

Un jueves por la noche lloró mucho, quedito, sin parar. Lo acosté conmigo. Le canté. Le acaricié la cabeza y la barriga y jugué con sus orejas. Le di las gracias por esos quince años en los que me dio todo; le pedí perdón por los momentos en los que me salió el temperamento humano y le susurré al oído que, si ya era tiempo, se podía ir. Él estaba listo; yo no. Dormimos juntos, como siempre, pero esta vez lo sostuve fuerte en mi pecho, como si fuera mi niño y necesitara el consuelo de mi calor o mi corazón. Fue la última vez.

Al día siguiente pasamos una hora solos en la clínica del veterinario para decirnos adiós. Los niños se despidieron primero; lo amaron y lo lloraron intensamente. Luego llené el vacío con canciones de cuna, con las palabras de amor que él bien conocía y de vez en cuando reaccionaba. Movía los ojos; apenas. Levantaba las orejas; apenas; estiraba una pata; apenas. Sé que me escuchó. Y cuando estuve lista para soltar, todo fue muy rápido.

“Ya se fue”, me dijo la veterinaria. Yo me desmoroné con él en brazos. Lo entregué aún tibio, le sobé una pata y le dije adiós. Volverá pronto en cenizas.

Yo, que voy por la vida pudiendo con todo, no puedo con esto. Sé que pasará. Sé que no me ha dejado. Lo siento. Lo oigo. Lo extraño. Me hace falta.

Me consuela saber que él también me tuvo a mí y quisiera pensar que lo hice feliz. Fui su incondicional. Éramos cómplices. Se me fue el mero Día del Libro y sé que lo hizo para convertirse en letras. Será eterno. Descansa en paz, Rocco. Te amaré hasta que nos reencontremos en otras vidas o donde sea.

Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa. Es becaria del programa JSK de Stanford, EWA, Fi2W, Listening Post Collective y el programa de liderazgo en periodismo de CUNY.