/ jueves 1 de julio de 2021

Cruzando líneas | Sin caretas ni cubrebocas: El regreso

CALIFORNIA.- Recorrí San Diego con aprehensión. Escapé unos días del calor del desierto en Arizona para trabajar con un paisaje de ensueño y pasar tiempo con colegas que inspiran y reinician. Lo necesitaba… mucho. Pero me desconcerté. Era una de las pocas personas que traía cubrebocas todavía. Quizá la pandemia empieza a controlarse en Estados Unidos, pero todavía me cuesta sacarla de la mente. ¿Será que podemos olvidar tan rápido?

No fue mi primer viaje pandémico o postpandémico, pero sí el único en el que he sentido que vivo en un universo paralelo. No sé si me fui al pasado o al futuro. Vi muchos rostros desnudos juntos. Era como antes, pero con un alivio de hoy. Nos veíamos y nos sonreíamos con complicidad entre extraños, pensando que sobrevivimos un monstruo. Se sintió extrañamente bien, pero contradictoriamente mal. ¿Será en realidad que ya nos libramos? Me cuesta guardar el cubrebocas, compartir el elevador, abrazar y dejarme tocar; pero lo necesitaba tanto.

La pandemia nos hizo quitarnos muchas máscaras para ponernos solo una que nos cubre la sonrisa, las muecas y el rostro. Le enseñamos a las cejas exagerar y al ceño a disimular. Usamos los ojos para decir las palabras que se nos ahogaron por dentro. Y ahora el mundo nos obliga a despojarnos de todas las caretas que nos pusimos en pandemia. Tenemos muchos filtros, como capas, y la vida nos fuerza a deshojarnos. Hemos vuelto a vernos en realidad.

Pagamos un precio muy alto por este regreso. Se nos murieron muchos y a los que sobrevivimos, nos asaltaron los miedos, los demonios y lo más oscuro de nuestros seres. Pero hay que dar el primer paso.

Tengo más de tres meses completamente vacunada y los míos igual. Ya nos reunimos, nos apapachamos, salimos a comer y hemos vuelto al cine. Lo hacemos con los rostros cubiertos, el gel antibacterial en el bolso y la distancia social. En California fue distinto. Era como si hubiéramos pasado página, pero confieso que a mí me cuesta hacerlo. Quizá, analizo, es la culpa del privilegio.

Sé que mientras yo tengo la libertad de escoger si me pongo o no la mascarilla, hay millones de personas aún en el mundo sin acceso a la vacuna contra el coronavirus. Sé que cuando yo me puedo costear una comida en un restaurante, hay millones en el mundo que perdieron sus ahorros o sus trabajos en medio de la crisis de salud pública. Estoy consciente de que viajo, celebro y vivo desde mi privilegio. Y me castigo al pensar que esta libertad es una afrenta al dolor ajeno. ¿Por qué todo tiene que ser tan complejo?

Pronto iré de nuevo a México y sé que la historia será muy distinta, pero igual de desafiante. Quizá la pandemia por el coronavirus empieza a ceder, pero las luchas internas nuestras no. Los cuerpos regresan al mundo, pero ¿dónde se quedan los espíritus? Los míos siguen atrapados en este limbo de no querer olvidar y ansiar volver.

CALIFORNIA.- Recorrí San Diego con aprehensión. Escapé unos días del calor del desierto en Arizona para trabajar con un paisaje de ensueño y pasar tiempo con colegas que inspiran y reinician. Lo necesitaba… mucho. Pero me desconcerté. Era una de las pocas personas que traía cubrebocas todavía. Quizá la pandemia empieza a controlarse en Estados Unidos, pero todavía me cuesta sacarla de la mente. ¿Será que podemos olvidar tan rápido?

No fue mi primer viaje pandémico o postpandémico, pero sí el único en el que he sentido que vivo en un universo paralelo. No sé si me fui al pasado o al futuro. Vi muchos rostros desnudos juntos. Era como antes, pero con un alivio de hoy. Nos veíamos y nos sonreíamos con complicidad entre extraños, pensando que sobrevivimos un monstruo. Se sintió extrañamente bien, pero contradictoriamente mal. ¿Será en realidad que ya nos libramos? Me cuesta guardar el cubrebocas, compartir el elevador, abrazar y dejarme tocar; pero lo necesitaba tanto.

La pandemia nos hizo quitarnos muchas máscaras para ponernos solo una que nos cubre la sonrisa, las muecas y el rostro. Le enseñamos a las cejas exagerar y al ceño a disimular. Usamos los ojos para decir las palabras que se nos ahogaron por dentro. Y ahora el mundo nos obliga a despojarnos de todas las caretas que nos pusimos en pandemia. Tenemos muchos filtros, como capas, y la vida nos fuerza a deshojarnos. Hemos vuelto a vernos en realidad.

Pagamos un precio muy alto por este regreso. Se nos murieron muchos y a los que sobrevivimos, nos asaltaron los miedos, los demonios y lo más oscuro de nuestros seres. Pero hay que dar el primer paso.

Tengo más de tres meses completamente vacunada y los míos igual. Ya nos reunimos, nos apapachamos, salimos a comer y hemos vuelto al cine. Lo hacemos con los rostros cubiertos, el gel antibacterial en el bolso y la distancia social. En California fue distinto. Era como si hubiéramos pasado página, pero confieso que a mí me cuesta hacerlo. Quizá, analizo, es la culpa del privilegio.

Sé que mientras yo tengo la libertad de escoger si me pongo o no la mascarilla, hay millones de personas aún en el mundo sin acceso a la vacuna contra el coronavirus. Sé que cuando yo me puedo costear una comida en un restaurante, hay millones en el mundo que perdieron sus ahorros o sus trabajos en medio de la crisis de salud pública. Estoy consciente de que viajo, celebro y vivo desde mi privilegio. Y me castigo al pensar que esta libertad es una afrenta al dolor ajeno. ¿Por qué todo tiene que ser tan complejo?

Pronto iré de nuevo a México y sé que la historia será muy distinta, pero igual de desafiante. Quizá la pandemia por el coronavirus empieza a ceder, pero las luchas internas nuestras no. Los cuerpos regresan al mundo, pero ¿dónde se quedan los espíritus? Los míos siguen atrapados en este limbo de no querer olvidar y ansiar volver.