/ jueves 7 de mayo de 2020

Cruzando líneas | Y si les falto

ARIZONA.- No le tenía miedo a la muerte. En mi casa hablamos de ella bastante seguido. Es inevitable. El año pasado se fueron varios de nuestros seres queridos más cercanos. Mis hijos vieron cómo la abuela lloraba en silencio por sus hermanos; nunca la habían visto así de desconsolada. También saben que mi papá “se convirtió en estrella” cuando yo era muy pequeña y se imaginan que, irremediablemente, todos terminaremos en el cielo.

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Los mellizos saben que la vida se nos va en un instante. Ellos no piensan que nos desaparecemos, sino que nos transformamos: del cuerpo al alma; del alma al cielo; del cielo a las estrellas. Eso —dicen— ni la pandemia lo para. El encierro los ha hecho más conscientes y nos ha convertido en una bola de empalagosos enamorados. Vivimos sabiendo que no tenemos el tiempo comprado; pero ninguno queremos que se nos acabe. Por eso me pegó tan duro la realidad en una tarde de caminata.

—Mamá, prométeme que cuando te conviertas en estrella buscarás mi ventana, todas las noches, TODAS, para que yo pueda pedirte un deseo —dijo Matías, de la nada, mientras correteaba por el canal que hay detrás de nuestra casa. Me apretó la mano y me vio a los ojos con intensidad.

—No solo me voy a acercar a tu ventana, me voy a meter a tu cuarto y te voy a jalar los pies y a tronar todos los ejotes, hasta los del pícaro gordo -bromeé.

Nos reímos, ellos con carcajadas y yo con nostalgia. No quiero convertirme en estrella todavía, ¡no! Tenemos tantas aventuras por vivir y cuentos por contar; quiero ver sus caras cuando aprendan a andar en bicicleta sin llantitas o se enamoren o se gradúen de la universidad. Quiero que sembremos flores y no se mueran.

Cuando nacieron prometí amarlos desde su primer suspiro hasta el último mío, pero me aterra quedarme a medias. Apenas van cinco años. Y si les falto, pienso y se me encoge el corazón, se me enredan las tripas, se me va el aire y se colapsa la boca de mi estómago.

Tampoco quiero ser fatalista, pero viene el Día de las Madres. Pienso en la suerte que tengo de vivir lo que nunca soñé: las guerras de almohadas, las noches de desvelo materno, las carcajadas y las bobadas, las ocurrencias infantiles, las manitas pintadas y la bendita oportunidad de repetir todas las frases que tanto le criticaba a mi mamá.

Qué privilegio es poder rezongar porque no se duermen temprano o no juntaron los legos; qué maravilla es poder usar la imaginación para decirles que no son vacunas, sino súper poderes y que el brócoli se convierte en los músculos de Batman. Qué bendición es cerrar los brazos con ellos dentro.

Qué responsabilidad es saber que muchas madres no tienen eso, que sus pechos están fríos y sus párpados arrugados por la tristeza, la separación y la culpa. También pienso en aquellas que sobaron panzas y nunca escucharon un llanto, y en las que tienen hambre en las entrañas; quisiera abrazarlas, sin decirles que todo estará bien, porque no siempre es así. No necesitan compasión, sino amor, mucho, es que a mí por alguna buena fortuna, me desborda. Y me descubro muy egoísta porque no quiero que se me acabe.

Y vuelvo a tener miedo. Ese nunca se va. Pero luego los escucho roncar quedito o saltar con carcajadas escandalosas, y los observo jugar haciendo voces y llorar con las greñas enredadas; los veo vivir felices, con tanto descaro, que decido hacer las paces con mis fantasmas. Estoy aquí, con ellos, encerrada y abrumada, pero enamorada hasta el tuétano.

Y si les falto, que se acuerden que me hicieron muy muy muy feliz. Y si les falto, que les quede todo el cariño que les di. Y si les falto, que sepan que me convertiré en estrella, luna y sol para acompañarlos en esta y otras galaxias. Y si les falto, que les sobren mis recuerdos. Y si les falto, que les florezca el amor.

Feliz Día de las Madres… toda mi admiración y respeto a las miedosas como yo.

ARIZONA.- No le tenía miedo a la muerte. En mi casa hablamos de ella bastante seguido. Es inevitable. El año pasado se fueron varios de nuestros seres queridos más cercanos. Mis hijos vieron cómo la abuela lloraba en silencio por sus hermanos; nunca la habían visto así de desconsolada. También saben que mi papá “se convirtió en estrella” cuando yo era muy pequeña y se imaginan que, irremediablemente, todos terminaremos en el cielo.

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Los mellizos saben que la vida se nos va en un instante. Ellos no piensan que nos desaparecemos, sino que nos transformamos: del cuerpo al alma; del alma al cielo; del cielo a las estrellas. Eso —dicen— ni la pandemia lo para. El encierro los ha hecho más conscientes y nos ha convertido en una bola de empalagosos enamorados. Vivimos sabiendo que no tenemos el tiempo comprado; pero ninguno queremos que se nos acabe. Por eso me pegó tan duro la realidad en una tarde de caminata.

—Mamá, prométeme que cuando te conviertas en estrella buscarás mi ventana, todas las noches, TODAS, para que yo pueda pedirte un deseo —dijo Matías, de la nada, mientras correteaba por el canal que hay detrás de nuestra casa. Me apretó la mano y me vio a los ojos con intensidad.

—No solo me voy a acercar a tu ventana, me voy a meter a tu cuarto y te voy a jalar los pies y a tronar todos los ejotes, hasta los del pícaro gordo -bromeé.

Nos reímos, ellos con carcajadas y yo con nostalgia. No quiero convertirme en estrella todavía, ¡no! Tenemos tantas aventuras por vivir y cuentos por contar; quiero ver sus caras cuando aprendan a andar en bicicleta sin llantitas o se enamoren o se gradúen de la universidad. Quiero que sembremos flores y no se mueran.

Cuando nacieron prometí amarlos desde su primer suspiro hasta el último mío, pero me aterra quedarme a medias. Apenas van cinco años. Y si les falto, pienso y se me encoge el corazón, se me enredan las tripas, se me va el aire y se colapsa la boca de mi estómago.

Tampoco quiero ser fatalista, pero viene el Día de las Madres. Pienso en la suerte que tengo de vivir lo que nunca soñé: las guerras de almohadas, las noches de desvelo materno, las carcajadas y las bobadas, las ocurrencias infantiles, las manitas pintadas y la bendita oportunidad de repetir todas las frases que tanto le criticaba a mi mamá.

Qué privilegio es poder rezongar porque no se duermen temprano o no juntaron los legos; qué maravilla es poder usar la imaginación para decirles que no son vacunas, sino súper poderes y que el brócoli se convierte en los músculos de Batman. Qué bendición es cerrar los brazos con ellos dentro.

Qué responsabilidad es saber que muchas madres no tienen eso, que sus pechos están fríos y sus párpados arrugados por la tristeza, la separación y la culpa. También pienso en aquellas que sobaron panzas y nunca escucharon un llanto, y en las que tienen hambre en las entrañas; quisiera abrazarlas, sin decirles que todo estará bien, porque no siempre es así. No necesitan compasión, sino amor, mucho, es que a mí por alguna buena fortuna, me desborda. Y me descubro muy egoísta porque no quiero que se me acabe.

Y vuelvo a tener miedo. Ese nunca se va. Pero luego los escucho roncar quedito o saltar con carcajadas escandalosas, y los observo jugar haciendo voces y llorar con las greñas enredadas; los veo vivir felices, con tanto descaro, que decido hacer las paces con mis fantasmas. Estoy aquí, con ellos, encerrada y abrumada, pero enamorada hasta el tuétano.

Y si les falto, que se acuerden que me hicieron muy muy muy feliz. Y si les falto, que les quede todo el cariño que les di. Y si les falto, que sepan que me convertiré en estrella, luna y sol para acompañarlos en esta y otras galaxias. Y si les falto, que les sobren mis recuerdos. Y si les falto, que les florezca el amor.

Feliz Día de las Madres… toda mi admiración y respeto a las miedosas como yo.