/ domingo 9 de agosto de 2020

Domingo de reflexión | Domingo 19 del tiempo ordinario

“Jesús, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba él solo allí”.

Pareciera que a Dios lo vamos a encontrar más fácilmente en espacios y ambientes espectaculares cargados de luz y sonido donde abundan los reflectores y la música estridente, pero no es así, ya que, tal ambientación, en lugar de favorecer una atmósfera de encuentro gozoso, lo que hace es entorpecer la mente, salpicándola sólo de emociones un tanto superficiales y pasajeras.

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Hoy Dios, en su palabra, nos hace ver dónde lo podemos encontrar y disfrutar de su presencia. En efecto, el texto de la primera lectura y el Evangelio de San Mateo que escuchamos este domingo, nos ofrecen el mismo tema de reflexión aunque con situaciones y personajes diferentes.

El profeta Elías, estando en el monte de Dios, el Horeb, se dispone a contemplar al Señor que se le va a manifestar. El texto señala que sobrevino primero un viento huracanado, pero el Señor no estaba en el viento huracanado. Luego hubo un terremoto, pero el Señor no estaba en el terremoto. Más tarde llega un fuego abrasador, pero Dios tampoco estaba en el fuego abrasador.

La lectura termina diciendo: “Después del fuego se escuchó el murmullo de una brisa suave. Al oírlo, Elías se cubrió el rostro con el manto y salió a la entrada de la cueva”. Es decir, allí, en la suave brisa, sí estaba el Señor.

El evangelio, por otra parte, nos presenta dos escenas significativas acerca de este mismo tema de meditación. Jesús, después de la multiplicación de los panes, subió al monte para orar a solas: “después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba él solo allí”. Los discípulos ya se habían marchado en la barca, y nuestro Señor lo que hace es buscar un lugar solitario para encontrarse con su Padre Dios y conversar a solas con él.

El relato de san Mateo continúa con la segunda escena en la que los discípulos, navegando en la barca, se enfrentan con un viento contrario, era de madrugada, Jesús se les aparece caminando sobre el agua, lo que les provoca un gran miedo al pensar que era un fantasma; los tranquiliza diciéndoles: “Tranquilícense y no teman. Soy yo”. Pedro, después de dialogar con Jesús, estando todavía en el mar, bajó de la barca y empezó a caminar hacia Jesús, pero tuvo miedo y comenzó a hundirse; ante esto, le pide al Señor que lo salve. La acción de Jesús no se deja esperar: “Jesús le tendió la mano y lo sostuvo…”.

El relato termina con un hecho milagroso: “En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó…”. Es decir, cuando dejamos que el Señor suba a nuestra barca y entre a nuestro corazón, el viento huracanado desaparece y llega la calma, el sosiego y la paz. Esto es lo que debemos favorecer en nuestro entorno. ¿Queremos la paz? Llevemos la persona de Jesús a nuestro corazón, a nuestro hogar, a nuestro trabajo, a nuestro ambiente; y la paz no tardará en llegar. Amén.

¡Que tengan en casa un excelente domingo!

Monseñor Ruy Rendón Leal, Arzobispo de Hermosillo.

1 Reyes 19,9.11-13 Romanos 9,1-5 Mateo 14,22-33

“Jesús, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba él solo allí”.

Pareciera que a Dios lo vamos a encontrar más fácilmente en espacios y ambientes espectaculares cargados de luz y sonido donde abundan los reflectores y la música estridente, pero no es así, ya que, tal ambientación, en lugar de favorecer una atmósfera de encuentro gozoso, lo que hace es entorpecer la mente, salpicándola sólo de emociones un tanto superficiales y pasajeras.

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Hoy Dios, en su palabra, nos hace ver dónde lo podemos encontrar y disfrutar de su presencia. En efecto, el texto de la primera lectura y el Evangelio de San Mateo que escuchamos este domingo, nos ofrecen el mismo tema de reflexión aunque con situaciones y personajes diferentes.

El profeta Elías, estando en el monte de Dios, el Horeb, se dispone a contemplar al Señor que se le va a manifestar. El texto señala que sobrevino primero un viento huracanado, pero el Señor no estaba en el viento huracanado. Luego hubo un terremoto, pero el Señor no estaba en el terremoto. Más tarde llega un fuego abrasador, pero Dios tampoco estaba en el fuego abrasador.

La lectura termina diciendo: “Después del fuego se escuchó el murmullo de una brisa suave. Al oírlo, Elías se cubrió el rostro con el manto y salió a la entrada de la cueva”. Es decir, allí, en la suave brisa, sí estaba el Señor.

El evangelio, por otra parte, nos presenta dos escenas significativas acerca de este mismo tema de meditación. Jesús, después de la multiplicación de los panes, subió al monte para orar a solas: “después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba él solo allí”. Los discípulos ya se habían marchado en la barca, y nuestro Señor lo que hace es buscar un lugar solitario para encontrarse con su Padre Dios y conversar a solas con él.

El relato de san Mateo continúa con la segunda escena en la que los discípulos, navegando en la barca, se enfrentan con un viento contrario, era de madrugada, Jesús se les aparece caminando sobre el agua, lo que les provoca un gran miedo al pensar que era un fantasma; los tranquiliza diciéndoles: “Tranquilícense y no teman. Soy yo”. Pedro, después de dialogar con Jesús, estando todavía en el mar, bajó de la barca y empezó a caminar hacia Jesús, pero tuvo miedo y comenzó a hundirse; ante esto, le pide al Señor que lo salve. La acción de Jesús no se deja esperar: “Jesús le tendió la mano y lo sostuvo…”.

El relato termina con un hecho milagroso: “En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó…”. Es decir, cuando dejamos que el Señor suba a nuestra barca y entre a nuestro corazón, el viento huracanado desaparece y llega la calma, el sosiego y la paz. Esto es lo que debemos favorecer en nuestro entorno. ¿Queremos la paz? Llevemos la persona de Jesús a nuestro corazón, a nuestro hogar, a nuestro trabajo, a nuestro ambiente; y la paz no tardará en llegar. Amén.

¡Que tengan en casa un excelente domingo!

Monseñor Ruy Rendón Leal, Arzobispo de Hermosillo.

1 Reyes 19,9.11-13 Romanos 9,1-5 Mateo 14,22-33

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