Por: Manuel Alejandro Encinas Islas
Egresado de la XVIII promoción de la Maestría en Ciencias Sociales.
Cuando se habla de democracia es inevitable pensar en el término ‘mayoría’, aunque no sean sinónimos. De la forma más simple, se entiende que hay democracia cuando las decisiones se toman considerando la voluntad de la mayor parte de quienes tienen derecho a decidir. En la antigua Atenas, la democracia se refería a una forma de gobierno donde las decisiones eran tomadas en una deliberación pública y sometidas a la alternativa con mayoría de electores. Este es el llamado ‘poder del pueblo’, que da origen al concepto ‘democracia’.
En la actualidad, resultaría poco práctico tomar decisiones en deliberación pública con los electores presentes (lo que se conoce como ‘democracia directa’), por el tamaño de la población y la diversidad de territorios. Para eludir este problema, las democracias modernas han adoptado la forma de ‘democracias representativas’, donde la ciudadanía elige representantes y estos son quienes toman decisiones en el gobierno o en la legislatura, y se obligan a atender las necesidades y demandas de los sectores sociales que representan.
Se puede decir que en las democracias modernas existen dos principios básicos: el de mayoría y el de representatividad. México se define como una República representativa y democrática, y esta base de nuestro régimen político lo podemos encontrar en la Constitución General de 1917 e, incluso, desde la de 1857.
Las pasadas elecciones del 2 de junio dejaron impresiones diversas en la ciudadanía. El hecho innegable es que el oficialismo obtuvo un triunfo contundente en la mayor parte de los puestos de elección. Es una victoria histórica que, con justa razón, se convierte en motivo de celebración para quienes comparten esta visión política. Pero este triunfo no debe deslumbrarnos y llevarnos olvidar las bases de nuestro régimen político.
La lista de personas que podían votar el pasado 2 de junio fue de 98,4 millones de electores. La futura presidenta fue electa por 35,9 millones de electores. Si bien, esto la convierte en la presidenta con mayor número votos en la historia del país, le toca gobernar también a 62,5 millones de electores que no votaron por ella.
Al mirar al Congreso de la Unión, el comportamiento de las cifras es similar: la Cámara de Diputados se conformó con 32,9 millones de votos al oficialismo (agrupando aquí a Morena, el PT y el Partido Verde); 24,4 millones de votos a las alternativas políticas al oficialismo (PRI, PAN, PRD y Movimiento Ciudadano) y 2,3 millones de votos nulos; pero existen también 38,7 millones de electores que no acudieron a votar (más personas que las que reunió en votos cualquiera de las opciones partidistas). En el Senado encontramos 32,5 millones de votos al oficialismo; 24,5 millones de alternativas políticas; 2,18 millones de votos nulos y 39,11 millones de abstenciones.
No se debe gobernar ni legislar para unos cuantos, y tampoco se debe excluir de la decisión pública a quienes no votan: la abstención también es una expresión política. El principio de representatividad exige escuchar a las diversas posturas y defender espacios plurales de discusión sobre los asuntos públicos. Aunque son frecuentemente criticadas, las figuras de representación proporcional y las primeras minorías contribuyen a cuidar los espacios de representación política de quienes no obtienen la mayoría de los votos del electorado.
Las mayorías arrasadoras pueden parecer imponentes, pero una democracia efectiva no ignora a las diferentes voces de la sociedad. Como ciudadanía nos toca analizar y comprender la importancia de la representatividad y defender los mecanismos que contribuyen a garantizarla. No olvidemos que las minorías de hoy fueron las mayorías arrasadoras del pasado, y las mayorías del presente fueron, en sus inicios, una oposición minoritaria. La posibilidad de subsistir en el escenario político y alternar el poder se debe a los mecanismos que el régimen democrático ha provisto.