Amigos míos, se acabó, usted y yo logramos terminar el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, y no lo recordaremos por proyectos insignia, sino por los grandes errores y la profunda polarización que generó en el país. Aunque el presidente logró concentrar un poder pocas veces visto desde la transición democrática en México, el costo de esa consagración autoritaria ha sido inmenso: terminar con instituciones autónomas y barrer la cohesión social.
Es tentador hacer un recuento tradicional de logros y fracasos, pero la realidad es que la marca distintiva del gobierno de López no fue la eficiencia o la corrección de errores históricos, sino una profunda manipulación del aparato estatal y de la narrativa pública. Desde la cancelación del aeropuerto de Texcoco —una decisión que más allá del ahorro prometido, terminó costando mucho más en términos económicos y de credibilidad ante inversionistas— hasta la construcción del Tren Maya, que arrasó con ecosistemas sin los estudios de impacto ambiental adecuados, López Obrador pareció obsesionado con proyectos que consolidaban su legado personal, más que con aquellos que atendían las necesidades reales de la población.
La militarización de la policía, la eliminación de la autonomía judicial y la centralización del poder muestran claramente una tendencia autoritaria, disfrazada de un discurso "por el pueblo". Sus constantes embates contra el Poder Judicial no solo erosionaron la independencia de este pilar fundamental de la democracia, sino que también prepararon el terreno para un sistema donde la concentración de poder en el Ejecutivo pareciera inminente.
El caso de la Refinería Dos Bocas es otra muestra de la falta de planeación estratégica. Una obra faraónica con sobreprecios que aún no produce a la capacidad prometida, y que representa una visión retrograda en un mundo que avanza hacia energías limpias. La desaparición de las guarderías públicas y el desabasto de medicamentos son solo algunos ejemplos de la insensibilidad de este gobierno hacia los problemas cotidianos de los ciudadanos.
El escándalo de corrupción que involucró a sus hijos y familiares, así como la pandemia, dejó en evidencia su incapacidad de actuar con eficacia en momentos de crisis. Miles de muertes, un sistema de salud devastado, y la creciente inseguridad que ha convertido al país en un campo de batalla entre el crimen organizado ante un gobierno que nomás no quiso intervenir.
Sin embargo, lo más peligroso de su sexenio no fue solo la suma de proyectos fallidos o corruptos, sino la manipulación del discurso público para perpetuar un enfrentamiento de clases. La retórica de “pobres buenos” y “aspiracionistas fifís” no solo dividió a la nación, sino que sembró un resentimiento que difícilmente desaparecerá pronto. Sembró y regó la semilla del final de la República Democrática. La pobreza no se resolvió, fue utilizada como abono, como herramienta política para consolidar su base de apoyo a un movimiento autoritario y centralista que no se va con él, no va a ningún lado.