/ martes 26 de noviembre de 2019

Lo digo como es | Ya en cualquier pueblo...

Habían pasado cuatro años desde la última vez. La tierra jala, el origen llama, el abrazo materno y las cervezas con los hermanos no tienen sustituto en ningún lugar del mundo.

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Fue un viaje improvisado que rompió con los esquemas autoimpuestos en anteriores ocasiones... Casi cuatro décadas de ir y venir; de explorar y descubrir; de descubrirse y de atreverse; de arriesgar, de perder y de ganar.

Pero la tierra siempre es la tierra; el origen llama... así lo ha asumido, así lo ha aceptado, sufrido y gozado...

Volver en verano es muchas veces asomarse al Páramo de Rulfo o al Macondo de Márquez... Lo árido del surco y el vaho que sale de la tierra; los rayos del sol que se meten por los poros y de tanto quemarla, secan la piel.

Los inviernos son fríos, nunca comparados con los de Segovia, Berlín ni siquiera Madrid. Los inviernos son para vivirse al pie de la chimenea, rodeado de los hijos, sobrinos y sobrinos nietos... La familia ha crecido...

Los inviernos particularmente son para abrazar y para tomar ese elixir que producen en la región y para el que ya pomposamente presumimos: existe denominación de origen.

Los inviernos especialmente son de reencuentros, son para coincidir con los que igual que él se fueron e igual que él vuelven; porque comparten origen, porque comparten arraigo, porque comparten destino... porque hay que regresar para volver a volver; para recargar el espíritu y darle espacio a esa sensación tan necesaria de saber que perteneces a algún lugar y que del otro lado del mundo, independientemente de los kilómetros y a pesar de lo avanzado de la tecnología, no hay nada que supla ese abrazo, el cuerpo de su madre que cada vez puede rodear con mayor facilidad porque la materia se gasta y conforme se gasta la familia crece y se multiplica.

Pero a pesar de todos los lugares recurrentes, las miradas, los besos, los olores y sabores; a pesar de que las calles siguen trazadas como hace 50 años, recorrerlas no es lo mismo porque el pueblo cambió y el miedo obliga a ceder. Enfrentar no es posible, si quieres conservar la libertad ya de por sí mermada, si no te quieres exponer te conviene callar y aguantar. Las consecuencias de esto o de lo que se puede aproximar, es mejor no pensarlo... finalmente “A todo se acostumbra uno”... a que pasen los carros muy fuerte por las calles vacías en las que ya ni los perros vigilan; a que haya retenes en la carretera (algunos de los soldados otros de los narcos); a que detengan el camión en el que vas y suban hombres con armas largas a pedir a todos identificación sin importar el sexo, la edad o la condición de los viajeros; a que un carro atravesado interrumpa la ruta; a que llegues al rancho y encuentres visitantes que hasta tiempo tuvieron para matar una vaca... a todo te acostumbras y hasta pides permiso para ir a las tierras o entregas la llave para no entrar en conflicto... a todo te acostumbras hasta que ya no haya nada o sea preferible que no haya a qué acostumbrarse.

Y, otra vez parafraseando a Benedetti: “volver al barrio siempre es una huida”.

¡Y vaya huida!

Habían pasado cuatro años desde la última vez. La tierra jala, el origen llama, el abrazo materno y las cervezas con los hermanos no tienen sustituto en ningún lugar del mundo.

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Fue un viaje improvisado que rompió con los esquemas autoimpuestos en anteriores ocasiones... Casi cuatro décadas de ir y venir; de explorar y descubrir; de descubrirse y de atreverse; de arriesgar, de perder y de ganar.

Pero la tierra siempre es la tierra; el origen llama... así lo ha asumido, así lo ha aceptado, sufrido y gozado...

Volver en verano es muchas veces asomarse al Páramo de Rulfo o al Macondo de Márquez... Lo árido del surco y el vaho que sale de la tierra; los rayos del sol que se meten por los poros y de tanto quemarla, secan la piel.

Los inviernos son fríos, nunca comparados con los de Segovia, Berlín ni siquiera Madrid. Los inviernos son para vivirse al pie de la chimenea, rodeado de los hijos, sobrinos y sobrinos nietos... La familia ha crecido...

Los inviernos particularmente son para abrazar y para tomar ese elixir que producen en la región y para el que ya pomposamente presumimos: existe denominación de origen.

Los inviernos especialmente son de reencuentros, son para coincidir con los que igual que él se fueron e igual que él vuelven; porque comparten origen, porque comparten arraigo, porque comparten destino... porque hay que regresar para volver a volver; para recargar el espíritu y darle espacio a esa sensación tan necesaria de saber que perteneces a algún lugar y que del otro lado del mundo, independientemente de los kilómetros y a pesar de lo avanzado de la tecnología, no hay nada que supla ese abrazo, el cuerpo de su madre que cada vez puede rodear con mayor facilidad porque la materia se gasta y conforme se gasta la familia crece y se multiplica.

Pero a pesar de todos los lugares recurrentes, las miradas, los besos, los olores y sabores; a pesar de que las calles siguen trazadas como hace 50 años, recorrerlas no es lo mismo porque el pueblo cambió y el miedo obliga a ceder. Enfrentar no es posible, si quieres conservar la libertad ya de por sí mermada, si no te quieres exponer te conviene callar y aguantar. Las consecuencias de esto o de lo que se puede aproximar, es mejor no pensarlo... finalmente “A todo se acostumbra uno”... a que pasen los carros muy fuerte por las calles vacías en las que ya ni los perros vigilan; a que haya retenes en la carretera (algunos de los soldados otros de los narcos); a que detengan el camión en el que vas y suban hombres con armas largas a pedir a todos identificación sin importar el sexo, la edad o la condición de los viajeros; a que un carro atravesado interrumpa la ruta; a que llegues al rancho y encuentres visitantes que hasta tiempo tuvieron para matar una vaca... a todo te acostumbras y hasta pides permiso para ir a las tierras o entregas la llave para no entrar en conflicto... a todo te acostumbras hasta que ya no haya nada o sea preferible que no haya a qué acostumbrarse.

Y, otra vez parafraseando a Benedetti: “volver al barrio siempre es una huida”.

¡Y vaya huida!