/ sábado 14 de septiembre de 2019

Mi gusto es… (O la otra mirada)

A propósito de las profundas medidas preventivas que se implementan en algunas ciudades para desalentar ciertas conductas antisociales o delictivas, recuerdo hoy, no precisamente con nostalgia, a la autoridad municipal de un trienio pasado que, haciendo lo posible por apaciguar los reclamos a su cuestionada decisión de privatizar el alumbrado público, argumentaba que eso serviría también para prevenir los asaltos y robos que hay en la ciudad.

Es decir, partiendo de los resultados que les arrojó su científica investigación de que el horario de los malhechores era invariablemente nocturno, no se combatiría a la delincuencia, sino que se alumbraría a la ciudad para espantarla, como si se trataran de vampiros. Esto, a su vez, me trajo también a la memoria, aquella otra medida preventiva tomada hace algún tiempo, aquí en esta ciudad, para evitar, de tajo, que algún facineroso les diera por lanzar naranjas a la patriótica multitud en la noche del 15 de septiembre.

¿Qué hicieron? ¿Reforzaron la seguridad y planearon un estratégico operativo para disuadir esta conducta antisocial? ¿Blindaron la plaza para evitarlo? ¿Hicieron una redada? ¿Desactivaron a esa peligrosa banda de naranjocidas cuando, en su guarida planeaban el boicot a los festejos tricolores? No.

En una estrategia que les envidiara el propio Rudolph Giuliani, un día antes mandaron una cuadrilla de jardineros o talamontes, ya no sé, y se dieron a la criminológica tarea de cortar todas las naranjas, ¡todas!, —gordas, medianas y chiquitas— que, aún sin madurar, colgaban de los árboles, algunas todavía con olor a fresco azahar, de donde se abastecían de parque los agresores.

¡Misión cumplida! Esa noche lanzaron paletas, cilindros de espuma, bolsas de chicharrones, trozos de hielo, botes de soda, vasitos de pepihuates, mangos con chile, elotes y demás pero eso sí: ninguna naranja. Ninguna. El plan había dado insuperables resultados: a nadie se descalabró con ninguna naranja. Con los demás objetos sí, pero con naranjas jamás. El daño ecológico era pecata minuta si se les había ganado la batalla a esos fundamentalistas de la vitamina C.

Estimando que esa privatización del alumbrado público buscaba también el sano propósito de evitarnos la pena de un atraco y sabiendo que estábamos en presencia de una autoridad que quería economizar, jamás hacer negocio, entonces yo me atreví a proponer algo más barato: que así como nos reparten propaganda casa por casa en periodos electorales sin escatimar recursos, así también, de igual manera, pasaran a nuestro domicilio y nos entregaran un combo que incluyera una cachimba, un quinqué, una lámpara de mano y unos chacos. ¡Listo! Santo remedio al crimen. Si más adelante sus diagnósticos arrojaban que los cacos también laboran, excepcionalmente, en el turno matutino, pues, faltaba más: privatizábamos el sol y asunto arreglado.

Han pasado algunos años y sigo sin recibir una respuesta. Ni en la noche ni en la mañana, ni en lo obscurito ni a plena luz del día, nadie me ha llamado. Pero hay un Dios: estamos a unas horas de dar el Grito y, esta vez, no han cortado las naranjas.

A propósito de las profundas medidas preventivas que se implementan en algunas ciudades para desalentar ciertas conductas antisociales o delictivas, recuerdo hoy, no precisamente con nostalgia, a la autoridad municipal de un trienio pasado que, haciendo lo posible por apaciguar los reclamos a su cuestionada decisión de privatizar el alumbrado público, argumentaba que eso serviría también para prevenir los asaltos y robos que hay en la ciudad.

Es decir, partiendo de los resultados que les arrojó su científica investigación de que el horario de los malhechores era invariablemente nocturno, no se combatiría a la delincuencia, sino que se alumbraría a la ciudad para espantarla, como si se trataran de vampiros. Esto, a su vez, me trajo también a la memoria, aquella otra medida preventiva tomada hace algún tiempo, aquí en esta ciudad, para evitar, de tajo, que algún facineroso les diera por lanzar naranjas a la patriótica multitud en la noche del 15 de septiembre.

¿Qué hicieron? ¿Reforzaron la seguridad y planearon un estratégico operativo para disuadir esta conducta antisocial? ¿Blindaron la plaza para evitarlo? ¿Hicieron una redada? ¿Desactivaron a esa peligrosa banda de naranjocidas cuando, en su guarida planeaban el boicot a los festejos tricolores? No.

En una estrategia que les envidiara el propio Rudolph Giuliani, un día antes mandaron una cuadrilla de jardineros o talamontes, ya no sé, y se dieron a la criminológica tarea de cortar todas las naranjas, ¡todas!, —gordas, medianas y chiquitas— que, aún sin madurar, colgaban de los árboles, algunas todavía con olor a fresco azahar, de donde se abastecían de parque los agresores.

¡Misión cumplida! Esa noche lanzaron paletas, cilindros de espuma, bolsas de chicharrones, trozos de hielo, botes de soda, vasitos de pepihuates, mangos con chile, elotes y demás pero eso sí: ninguna naranja. Ninguna. El plan había dado insuperables resultados: a nadie se descalabró con ninguna naranja. Con los demás objetos sí, pero con naranjas jamás. El daño ecológico era pecata minuta si se les había ganado la batalla a esos fundamentalistas de la vitamina C.

Estimando que esa privatización del alumbrado público buscaba también el sano propósito de evitarnos la pena de un atraco y sabiendo que estábamos en presencia de una autoridad que quería economizar, jamás hacer negocio, entonces yo me atreví a proponer algo más barato: que así como nos reparten propaganda casa por casa en periodos electorales sin escatimar recursos, así también, de igual manera, pasaran a nuestro domicilio y nos entregaran un combo que incluyera una cachimba, un quinqué, una lámpara de mano y unos chacos. ¡Listo! Santo remedio al crimen. Si más adelante sus diagnósticos arrojaban que los cacos también laboran, excepcionalmente, en el turno matutino, pues, faltaba más: privatizábamos el sol y asunto arreglado.

Han pasado algunos años y sigo sin recibir una respuesta. Ni en la noche ni en la mañana, ni en lo obscurito ni a plena luz del día, nadie me ha llamado. Pero hay un Dios: estamos a unas horas de dar el Grito y, esta vez, no han cortado las naranjas.

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