/ sábado 16 de noviembre de 2019

Mi gusto es… (O la otra mirada) |

Aquel inmueble de adobe y sin techo que estuvo en esa esquina de las calles Comonfort y Jesús García de esta ciudad era el Cine Seris.

Y quien alguna vez y por un buen tiempo pudo verse afuera haciendo su luchita era Don Roque.

De lo que pasaba adentro, en otra ocasión les voy a contar. Ahora mas bien les contaré algo de lo que pasaba afuera, entre la tarde y la noche, entre singulares muchachos y Don Roque.

Espigado, de buen porte, con cierta pinta de Emilio Tuero, flacucho acaso, así me dicen que era él. También ofrecía seriedad y disposición para el trabajo, pero sólo por unas horas, porque al rato, ya cuando altas horas marcaba el reloj, se olvidaba de todo, sabedor de que, de vuelta a la realidad, en la madrugada o al siguiente día, ahí estarían las ganancias y en buen estado su negocio: un carrito de hot dog bien cuidado donde podía verse un farolito y todos los utensilios que le pudieran garantizar al cliente el mejor servicio.

Al cabo, en ese entonces tanto guéguere no había. Al cabo que si Don Roque ya no daba de sí después varios alipús, luego entonces brincaban solidarios los jóvenes del barrio que en esa esquina se juntaban en bolita y de comensales y clientes de su amigo, pasaban a ser los despachadores de lo que hacía un momento se habían zampado de dos mordidas y con todo.

Aunque eso de “todo” era un decir o casi era la nada si los comparamos con los cerros de incontables ingredientes que vemos rebosando sobre ese pan tal como ahora se acostumbra, aquí o allá o en cualquier carreta que usted guste. Era un decir y no les miento porque de ese apartado donde salía un vaporcito nomás estaban las salchichas hirviendo y bien pelonas, sin tocino ni nada de eso porque esas ocurrencias llegarían hasta más delante.

Don Roque digamos que empezaba desde temprano pero como si fuera el combustible o su carburante o si quieren un mero aliciente para que la jornada resultara más motivamente, por ahí acomodadita estaba bien helada, si era cheve pa’l calor, o tibiecita si era trago pa que el frío no llegara.

Pero el sueño sí y Don Roque, cuando menos esperaban, ya estaba con los ojos bien cerrados sin más pendientes que el respirar de sus ronquidos.

No cerraba su negocio ni dejaba listas las alarmas. Tampoco aprisionaba en caja fuerte el dinero que recibía ni la guardaba por ahí con mil candados. Eso ya era tarea del personal del siguiente turno, ese que comenzaba cuando Don Roque quedaba en silencio y no lo despertaba ni los pitazos del tren que a la ciudad a distancia ya llegaba. Ese que comenzaba cuando esos locos del barrio, los mismos que habían pedido cuatro pa llevar o pa comer ahí, se disponían a continuar la labor que Don Roque diariamente dejaba a medias hasta terminar la faena, levantar los instrumentos de trabajo, apagar con cuidado el farolito, echarle en la bolsa del pantalón las ventas de ese día y llevarlo, si así era necesario, hasta la mera puerta de su casa o, por qué no: hasta donde Don Roque les dijera.

Aquel inmueble de adobe y sin techo que estuvo en esa esquina de las calles Comonfort y Jesús García de esta ciudad era el Cine Seris.

Y quien alguna vez y por un buen tiempo pudo verse afuera haciendo su luchita era Don Roque.

De lo que pasaba adentro, en otra ocasión les voy a contar. Ahora mas bien les contaré algo de lo que pasaba afuera, entre la tarde y la noche, entre singulares muchachos y Don Roque.

Espigado, de buen porte, con cierta pinta de Emilio Tuero, flacucho acaso, así me dicen que era él. También ofrecía seriedad y disposición para el trabajo, pero sólo por unas horas, porque al rato, ya cuando altas horas marcaba el reloj, se olvidaba de todo, sabedor de que, de vuelta a la realidad, en la madrugada o al siguiente día, ahí estarían las ganancias y en buen estado su negocio: un carrito de hot dog bien cuidado donde podía verse un farolito y todos los utensilios que le pudieran garantizar al cliente el mejor servicio.

Al cabo, en ese entonces tanto guéguere no había. Al cabo que si Don Roque ya no daba de sí después varios alipús, luego entonces brincaban solidarios los jóvenes del barrio que en esa esquina se juntaban en bolita y de comensales y clientes de su amigo, pasaban a ser los despachadores de lo que hacía un momento se habían zampado de dos mordidas y con todo.

Aunque eso de “todo” era un decir o casi era la nada si los comparamos con los cerros de incontables ingredientes que vemos rebosando sobre ese pan tal como ahora se acostumbra, aquí o allá o en cualquier carreta que usted guste. Era un decir y no les miento porque de ese apartado donde salía un vaporcito nomás estaban las salchichas hirviendo y bien pelonas, sin tocino ni nada de eso porque esas ocurrencias llegarían hasta más delante.

Don Roque digamos que empezaba desde temprano pero como si fuera el combustible o su carburante o si quieren un mero aliciente para que la jornada resultara más motivamente, por ahí acomodadita estaba bien helada, si era cheve pa’l calor, o tibiecita si era trago pa que el frío no llegara.

Pero el sueño sí y Don Roque, cuando menos esperaban, ya estaba con los ojos bien cerrados sin más pendientes que el respirar de sus ronquidos.

No cerraba su negocio ni dejaba listas las alarmas. Tampoco aprisionaba en caja fuerte el dinero que recibía ni la guardaba por ahí con mil candados. Eso ya era tarea del personal del siguiente turno, ese que comenzaba cuando Don Roque quedaba en silencio y no lo despertaba ni los pitazos del tren que a la ciudad a distancia ya llegaba. Ese que comenzaba cuando esos locos del barrio, los mismos que habían pedido cuatro pa llevar o pa comer ahí, se disponían a continuar la labor que Don Roque diariamente dejaba a medias hasta terminar la faena, levantar los instrumentos de trabajo, apagar con cuidado el farolito, echarle en la bolsa del pantalón las ventas de ese día y llevarlo, si así era necesario, hasta la mera puerta de su casa o, por qué no: hasta donde Don Roque les dijera.

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