/ sábado 6 de junio de 2020

Mi gusto es… (O la otra mirada) | El disparo (… o el ABC  de la vergüenza) 

Un disparo me pegó en el corazón y no fue mortal porque, de acuerdo al nudo que se me atora en la garganta cuando lo recuerdo, aún me mantengo vivo. Pese a todo.

Ese disparo, como tantos, se estuvo preparando por muchos pero muchos años para dar en el blanco y decirme así con esa rudeza, con ese dolor hondo y quemante, que estoy aquí porque fue donde me parieron, en este México roído por los dientes afilados de las ratas hambrientas que poco a poco han ido carcomiendo con infinita gula a este, que para mí fatalidad o mi suerte, es mi país.

ACCEDE A NUESTRA EDICIÓN DIGITAL EN UN SOLO LUGAR Y DESDE CUALQUIER DISPOSITIVO ¡SUSCRÍBETE AQUÍ!

Ese disparo entró candente en mí una tarde del 5 de junio de 2009 cuando un amigo, a través de esta vía llamada Internet que abrió la tecnología, me comunicaba, conmovido y bordeando el llanto, que once niños, menores de cuatro años, habían muerto quemados o por asfixia en una cámara de gas que momentos antes y durante los años que no llegaba otra vez la tragedia para sacudirnos, había sido utilizada como guardería para que el Estado, festivo por doscientos años de independencia y cien años de Revolución de no sé qué carajos, cumpliera, mediante el deslinde, con su obligación que le impone las leyes que nos rigen, esas que poco a poco, y un día con otro fueron ignorándolas, carcomiéndolas, socavándolas sin que nadie señalara la ignominia.

La cifra de mi amigo, paulatinamente, fue superada y murió uno más y otros más y otro más y otros más y otros más y otro más y otros más y otro más y, quien no murió para no contarlo un día, podrá hacerlo mañana cuando sea adulto y señale su piel tatuada por la marca de herrar que le dejó la corrupción, la dejadez, la impunidad, la apatía ciudadana, el conformismo, el tráfico de influencia, la zalamería cada tres o seis años: la historia nuestra, ésta que sea ha ido escribiendo con tinta roja en el acontecer mexicano que esa vez, con este ejemplo y, de la forma más espeluznantemente didáctica, nos vino a poner ante nosotros, los disléxicos, unos harapos de patria que poco a poco hemos ido dejando a la deriva con nuestro silencio, con nuestras cobardías, con nuestra pasividad, con nuestros aplausos a los bufones, con nuestra ansias de estatus quo pasando por encima de quien sea, con nuestro dejar hacer dejar pasar, con nuestro sufragio irreflexivo a cambio de nada, con nuestra sonrisa congraciante hacia quienes están en la cima del poder, con nuestros reproches hacia los que levantan la voz y apuntan a la calle para decir que el rey en turno va desnudo.

¿Qué queda por pasar?, ¿de qué nos asombramos si hemos hecho todo, todito lo posible por tener estas ruinas que vemos? Yeyé, Emilia, El Pinchipe, el resto de restos no fueron la excepción en un país glorioso y prevenido ante cualquier desventura, sino la constante en un país que se ha vuelto un campo minado pero que esa tarde de viernes tuvimos a mal pisar una de las cargas más explosivas de que se tengan memoria.

El que retumbara en su centro la tierra y se levantara con abrupta herejía sobre niños y niñas indefensos quizá fue el último llamado de Dios, del destino, de la historia, de no sé quién para tocarnos la espalda y pedirnos que apaguemos la música porque muy poco tenemos que festejar de la vida pública ya tan maloliente y de esta vida privada de cada hombre y de cada mujer que habita México pero que teniendo el derecho y deber de ejercer nuestra ciudadanía, muchas de las veces hemos permanecido como un reclinado espectador que ve desfilar asesinatos, torturas, fraudes, atropellos, masacres, humillaciones, discriminación, desfalcos: ríos excrementosos y, aun así, nos guarecemos en la complicidad o el recelo para pretextar un mutismo que nada bien nos hace para quitarnos este insomnio que nos provoca la más prolongada de las penas, el peor de los sonrojos.

Hemos sido expertos distractores para que nadie nos reclame nuestra propia responsabilidad individual en esto que juntos, sin excepción alguna, hemos construido. Aquí nadie parece tener la culpa. Nadie. Enfrente tenemos un blanco perfecto para lanzarle dardos acusadores. Aquí, en nuestro fuero interno, parece vagar una absolución que, a la hora de hacer corte de caja, se hace como que la Virgen le habla.

Hagamos un trato con nuestra conciencia: no le mintamos, no le hagamos creer que hemos puesto todo de nuestra parte para contar con un país mejor. No hagamos lo políticamente correcto sólo para expiar insensateces que hoy queremos esconder debajo de la alfombra. Ese que señalamos no es más que un espejo: nuestra viva imagen. La suma de resultados donde cada uno habremos de ser nuestro propio juez, nuestro propio confesor, sin nadie más, solo al lado de nuestra propia sombra.

Reconozcamos que nos despertamos tardíamente: que cuando abrimos los ojos, esto que llaman México era ya un tugurio donde en el centro de una pista maloliente bailaba desde tiempos lejanos la más grotesca de las prostitutas, envuelta en una bandera tricolor.

Nada hubo de nuevo esa noche del 5 de junio. Nada. Nada hubo de sorprendernos ese 5 de junio. Nada. Se cosecha lo que se siembra, así sea una hiel tan amarga como esta.

Amamantamos a un monstruo hasta el hartazgo y se sació: soltó justo —ni más ni menos— lo que por años le dimos de comer: sangre, dolor, heridas, simulaciones, frivolidad, mentiras, complacencias, idolatrías, silencios, podredumbre: yo, tú, él, nosotros, ustedes, ellos, en singular o en plural, desde nuestra mezquina soledad y viéndonos todos a la cara, hemos visto pasar el tiempo, acaso con un asombro pasajero, nada más, nada más, nada más.

Nos dieron en la frente con un hacha porque estuvimos poniendo la cara pacientemente para que lo hicieran. Son 49 heridas que no van a cicatrizar nunca. Una brasa y el humo quedarán para siempre en otros tantos.

En nosotros, amigos/amigas, sólo quedara una epidermis ardorosa que desde ese día, nos arranca a tirones la vergüenza.




Un disparo me pegó en el corazón y no fue mortal porque, de acuerdo al nudo que se me atora en la garganta cuando lo recuerdo, aún me mantengo vivo. Pese a todo.

Ese disparo, como tantos, se estuvo preparando por muchos pero muchos años para dar en el blanco y decirme así con esa rudeza, con ese dolor hondo y quemante, que estoy aquí porque fue donde me parieron, en este México roído por los dientes afilados de las ratas hambrientas que poco a poco han ido carcomiendo con infinita gula a este, que para mí fatalidad o mi suerte, es mi país.

ACCEDE A NUESTRA EDICIÓN DIGITAL EN UN SOLO LUGAR Y DESDE CUALQUIER DISPOSITIVO ¡SUSCRÍBETE AQUÍ!

Ese disparo entró candente en mí una tarde del 5 de junio de 2009 cuando un amigo, a través de esta vía llamada Internet que abrió la tecnología, me comunicaba, conmovido y bordeando el llanto, que once niños, menores de cuatro años, habían muerto quemados o por asfixia en una cámara de gas que momentos antes y durante los años que no llegaba otra vez la tragedia para sacudirnos, había sido utilizada como guardería para que el Estado, festivo por doscientos años de independencia y cien años de Revolución de no sé qué carajos, cumpliera, mediante el deslinde, con su obligación que le impone las leyes que nos rigen, esas que poco a poco, y un día con otro fueron ignorándolas, carcomiéndolas, socavándolas sin que nadie señalara la ignominia.

La cifra de mi amigo, paulatinamente, fue superada y murió uno más y otros más y otro más y otros más y otros más y otro más y otros más y otro más y, quien no murió para no contarlo un día, podrá hacerlo mañana cuando sea adulto y señale su piel tatuada por la marca de herrar que le dejó la corrupción, la dejadez, la impunidad, la apatía ciudadana, el conformismo, el tráfico de influencia, la zalamería cada tres o seis años: la historia nuestra, ésta que sea ha ido escribiendo con tinta roja en el acontecer mexicano que esa vez, con este ejemplo y, de la forma más espeluznantemente didáctica, nos vino a poner ante nosotros, los disléxicos, unos harapos de patria que poco a poco hemos ido dejando a la deriva con nuestro silencio, con nuestras cobardías, con nuestra pasividad, con nuestros aplausos a los bufones, con nuestra ansias de estatus quo pasando por encima de quien sea, con nuestro dejar hacer dejar pasar, con nuestro sufragio irreflexivo a cambio de nada, con nuestra sonrisa congraciante hacia quienes están en la cima del poder, con nuestros reproches hacia los que levantan la voz y apuntan a la calle para decir que el rey en turno va desnudo.

¿Qué queda por pasar?, ¿de qué nos asombramos si hemos hecho todo, todito lo posible por tener estas ruinas que vemos? Yeyé, Emilia, El Pinchipe, el resto de restos no fueron la excepción en un país glorioso y prevenido ante cualquier desventura, sino la constante en un país que se ha vuelto un campo minado pero que esa tarde de viernes tuvimos a mal pisar una de las cargas más explosivas de que se tengan memoria.

El que retumbara en su centro la tierra y se levantara con abrupta herejía sobre niños y niñas indefensos quizá fue el último llamado de Dios, del destino, de la historia, de no sé quién para tocarnos la espalda y pedirnos que apaguemos la música porque muy poco tenemos que festejar de la vida pública ya tan maloliente y de esta vida privada de cada hombre y de cada mujer que habita México pero que teniendo el derecho y deber de ejercer nuestra ciudadanía, muchas de las veces hemos permanecido como un reclinado espectador que ve desfilar asesinatos, torturas, fraudes, atropellos, masacres, humillaciones, discriminación, desfalcos: ríos excrementosos y, aun así, nos guarecemos en la complicidad o el recelo para pretextar un mutismo que nada bien nos hace para quitarnos este insomnio que nos provoca la más prolongada de las penas, el peor de los sonrojos.

Hemos sido expertos distractores para que nadie nos reclame nuestra propia responsabilidad individual en esto que juntos, sin excepción alguna, hemos construido. Aquí nadie parece tener la culpa. Nadie. Enfrente tenemos un blanco perfecto para lanzarle dardos acusadores. Aquí, en nuestro fuero interno, parece vagar una absolución que, a la hora de hacer corte de caja, se hace como que la Virgen le habla.

Hagamos un trato con nuestra conciencia: no le mintamos, no le hagamos creer que hemos puesto todo de nuestra parte para contar con un país mejor. No hagamos lo políticamente correcto sólo para expiar insensateces que hoy queremos esconder debajo de la alfombra. Ese que señalamos no es más que un espejo: nuestra viva imagen. La suma de resultados donde cada uno habremos de ser nuestro propio juez, nuestro propio confesor, sin nadie más, solo al lado de nuestra propia sombra.

Reconozcamos que nos despertamos tardíamente: que cuando abrimos los ojos, esto que llaman México era ya un tugurio donde en el centro de una pista maloliente bailaba desde tiempos lejanos la más grotesca de las prostitutas, envuelta en una bandera tricolor.

Nada hubo de nuevo esa noche del 5 de junio. Nada. Nada hubo de sorprendernos ese 5 de junio. Nada. Se cosecha lo que se siembra, así sea una hiel tan amarga como esta.

Amamantamos a un monstruo hasta el hartazgo y se sació: soltó justo —ni más ni menos— lo que por años le dimos de comer: sangre, dolor, heridas, simulaciones, frivolidad, mentiras, complacencias, idolatrías, silencios, podredumbre: yo, tú, él, nosotros, ustedes, ellos, en singular o en plural, desde nuestra mezquina soledad y viéndonos todos a la cara, hemos visto pasar el tiempo, acaso con un asombro pasajero, nada más, nada más, nada más.

Nos dieron en la frente con un hacha porque estuvimos poniendo la cara pacientemente para que lo hicieran. Son 49 heridas que no van a cicatrizar nunca. Una brasa y el humo quedarán para siempre en otros tantos.

En nosotros, amigos/amigas, sólo quedara una epidermis ardorosa que desde ese día, nos arranca a tirones la vergüenza.




ÚLTIMASCOLUMNAS