/ sábado 22 de enero de 2022

Mi gusto es… (O la otra mirada) | La lectura y la lección

Alguien me dijo una vez que “la lectura de un buen libro es un diálogo incesante, en que el libro habla, y el alma contesta”.

Yo no le contesté nada, pero casi. Mejor me subí a una bicicleta veintiochona y le di la vuelta al mundo en ochenta días, sin contar los inhábiles, porque los descansé.

Quema mucho el sol de mediodía, dije al volver de mí, como para cambiar de tema y él, lector empedernido pero más inocente que un perro San Bernardo, volteó pal cielo como si con esa mirada pudiera medir la temperatura del astro rey, más, cegatón que era, se encandiló de volada y mientras limpiaba sus lentes, se le quedó mirando, compasivo, al ver en aquel hombre tantísimo candor.

Esa frase que se aprendió de memoria, la había leído en alguno de esos libros del altero que guardaba en unas jabas y ahora venía conmigo a lucirse, bajo su premisa, a mi parecer equivocada, de que la lectura es un carburante infaliblemente transformador en las personas y que todo aquel que lo haga pasará a formar parte de una cofradía de selectos iluminados, apartados de la vida terrenal por ratitos, gracias a ese picaporte que le dio esa afición de acabarse libros enteros en un dos por tres y el resto del gentío es algo menos que la nada.

Para cuando mi amigo discursó lo anterior, este que les escribe ya no estaba pues opté por dejarlo que, nuevamente, hablara solo y fui a seleccionar unos textos que fotocopiaría para llevarlos al club mágico de colores de Villa de Seris, a tres colonias que alguna vez fueron invasiones y al Poblado Miguel Alemán, donde se intentaba que un titipuchal de niños, además de ir a donde se les pedía que fueran —lo cual ya era ganancia pues estaba retiradito— se volvieran loquitos por sus ganas de leer, antes que perderse en un mundo delincuencial, o en la frivolidad del entorno o en esa ola que se llevó a la hermana de esa niña Alondra, para siempre y por eso sus padres no le permitían ir al mar, ni en su imaginación, así estuviera a unos metros o a muchos llantos de distancia.

No tengo a la mano el dato exacto del número de programas, intentos, planes, ocasiones, cruzadas, ocurrencias, círculos, proyectos y demás que se han intentado para que la gente lea y por fin podamos dormir a gusto pero el asunto es que la mayoría de esos propósitos han fracasado, pese al dinero invertido pues nadie leerá —ni cazará, ni pescará, ni estudiará artes marciales aunque sea una semana en el DIF, ni se aficionará por la lucha libre, la gastronomía, el Derecho, la música, las bellas mujeres y otras cositas, ay, arriba y arriba— si no es por gusto, placer o imitación como decía mi tío Germán Dehesa.

Por eso ahora, nomás para ver si a esas instituciones, institutos, y más utos le da tantita pena, bosquejaré un retrato hablado de seres locales, quienes hacen más por el fomento a la lectura que dos que tres dependencias, de ayer y hoy, las cuales nos ofertan sus actividades como si nadie más en este planeta hiciera lo mismo para que nos aficionáramos con la lectura.

Entonces les puedo contar de El Pollo Ayón, que ya se fue a no sé dónde, y además de una librería ambulante hipersingular que el Fernando trae consigo, o de la librería Lugo y de Los Portales quienes, bajita la mano, le dan una revolcada a dos tres intelectuales fanfarrones que lejos de ponerse a realizar la chamba por la cual le pegan, antes bien —o mal— andan jactándose de lo que hacen, como el padrino que apoquinó para la comida de la boda, “desinteresadamente” pero en plena fiesta, subido en una silla, se lo echa en cara a los comensales sin avergonzarle los desfiguros de su malacopa.

Chale, así no. Con los libros, no.

Mejor les cuento de esta gente, dos puntos y aparte, y les hablo con conocimiento de causa:

El Pollo

Cuando fui a verlo para despedirme, no lo logré, porque ya era ceniza tal como era su pelo y así no se podía. No obstante, salí de ahí, donde lo habían velado, recordándolo en el Mercado —con su gorra de siempre— en espera o buscando quien le diera para vender o para obsequiar algo que leer y, después de estar ahí, comiendo su conchita y saboreando su café, aprovechar el mediodía para caerle al bar El Campo y en ese, lo que fue su territorio, hacer en la práctica, lo que en tantos discursos se farolea, pero nada más en eso queda. El Pollo Ayón cargaba su bolsita y en ella iba cayendo lo que recolectaba —libros y más libros entre mezclados con periódicos del día o semanales— no sin antes ponerle su firma en una esquina de cada publicación para dejar constancia que eran de su propiedad, hasta que llegara el momento ya descrito y vendérselos a los parroquianos que lo encontraran a su paso o departieran en esas mesas rústicas de aquel famoso establecimiento donde, me han dicho, que la cerveza se vende muy helada, aunque ya no esté, de cuerpo presente, El Pollo Ayón.

Los Portales

Conocí a don Abel una mañana de enojo, pero como ya me doctoré en aguantar perfiles así, lo aguanté y al tiempo, hasta amigos fuimos. Pero de eso no les quería contar, porque lo dejaré para otra entrega, nomás quise introducirlos pa que se ubiquen, ahí casi llegando al Ayuntamiento, en donde ahora se ofertan café, dulces, tortas, esto y lo otro pero ante todo libros, de viejo, nuevos o usados —que puedes llevarte a módico precio, sin andar presumiendo de que, por fin, hemos salvado a la patria desde el otro lado del charco como si nos hicieran un favor. Este joven le ha sacado jugo al puesto y hasta Facebook tiene donde se anuncia la venta de sus libros, como quien instala un changarro de barras de hielo en Oymyakon y sin embargo, le ha resultado, casi con harto éxito y si no me creen, al pasar por ese puestecito, échenle un ojo al repertorio de libros que tienen y puede que se encuentren con cada joyita afanosamente buscada.

Librería Lugo

Es un comercio al por menor de revistas y periódicos. Está en pleno corazón de la ciudad. Su propietario, joven y luchón, optó por este giro y ahí la lleva desde hace rato. Revistas por aquí y revistas por acá de todo tipo. Desde el Semanario Proceso, hasta el Tv Notas, pasando por alguna colección de Letras Libres a bajo precio y una que otra mas farandulera o de subido de erótico color. Él quiso y la hizo y ahí tienen que le ha pegado y si tampoco creen, dense la vuelta quien quite se topen con algún libro de literatura universal que andaban averiguando. Recorran la larga mesa donde están o chequen los aparadores, que hay de dónde escoger por más modesta que sea. De paso, si les entra el hambre, a un ladito, intentando otro negocio, el propio dueño abrió una pollería y el aroma de los bien asados impedirá que se resistan.

El Fernando

Lo han visto. Estoy seguro que lo han visto. Cincuenta años —medio siglo, me diría recientemente, al platicar sobre el tiempo que el Fernandosotomayorpaterson lleva promoviendo la lectura a su manera. Donados, expropiados, canjeados, pedidos, según los consiga y haciéndose de su cargamento, loco de contento, anda las calles de esta ciudad, llevando la bolsa de libros o el tercio de ejemplares de autores diversos, apilados entre sus brazos, para ofrecerlos a los transeúntes o al mero mero de ese otro changarro banquetero que también le apuesta a la venta de obras clásicas, bestseller o uno que otro que son novedad editorial si le atraviese en el camino y ninguno de los dos le hacen el fuchi. Lo han visto. Estoy seguro que lo han visto. Recién levantado, muy de mañana, afuera de ese cajero automático que unas veces sí y otras también ha sido su recámara para resolver la noche. Si lo has visto. Sí. Caminando por la Serdán, con esos pantalones cortos, sombrero y unos botines, como quien recorre un safari lleno de emoción Lo que tienen tocando The Rolling Stones es lo que tengo vendiendo, comenta. Cincuenta años, medio siglo, dice y revuelve el vaso de café con la cuchara. No se mete nada, le responde a un preguntón inoportuno y a mí me consta porque el Fernando es sano y trata bien a las reglas del respeto, aunque gracias a su cara, pareciera que es maldito. “Ponme como gran promotor de la cultura” me sugiere y yo le cumplo, faltaba más, en tanto que le traigo, por fin esos libros que me ha pedido. Porque al Fernando lo aprecio y lo aprecio bien desde que lo conocí hace tres décadas, en algún lugar de la mancha (urbana) de cuyo nombre no quiero acordarme.

… Válgame, cuánta lectura hay en estos personajes. Válgame, cuánta lección.

Alguien me dijo una vez que “la lectura de un buen libro es un diálogo incesante, en que el libro habla, y el alma contesta”.

Yo no le contesté nada, pero casi. Mejor me subí a una bicicleta veintiochona y le di la vuelta al mundo en ochenta días, sin contar los inhábiles, porque los descansé.

Quema mucho el sol de mediodía, dije al volver de mí, como para cambiar de tema y él, lector empedernido pero más inocente que un perro San Bernardo, volteó pal cielo como si con esa mirada pudiera medir la temperatura del astro rey, más, cegatón que era, se encandiló de volada y mientras limpiaba sus lentes, se le quedó mirando, compasivo, al ver en aquel hombre tantísimo candor.

Esa frase que se aprendió de memoria, la había leído en alguno de esos libros del altero que guardaba en unas jabas y ahora venía conmigo a lucirse, bajo su premisa, a mi parecer equivocada, de que la lectura es un carburante infaliblemente transformador en las personas y que todo aquel que lo haga pasará a formar parte de una cofradía de selectos iluminados, apartados de la vida terrenal por ratitos, gracias a ese picaporte que le dio esa afición de acabarse libros enteros en un dos por tres y el resto del gentío es algo menos que la nada.

Para cuando mi amigo discursó lo anterior, este que les escribe ya no estaba pues opté por dejarlo que, nuevamente, hablara solo y fui a seleccionar unos textos que fotocopiaría para llevarlos al club mágico de colores de Villa de Seris, a tres colonias que alguna vez fueron invasiones y al Poblado Miguel Alemán, donde se intentaba que un titipuchal de niños, además de ir a donde se les pedía que fueran —lo cual ya era ganancia pues estaba retiradito— se volvieran loquitos por sus ganas de leer, antes que perderse en un mundo delincuencial, o en la frivolidad del entorno o en esa ola que se llevó a la hermana de esa niña Alondra, para siempre y por eso sus padres no le permitían ir al mar, ni en su imaginación, así estuviera a unos metros o a muchos llantos de distancia.

No tengo a la mano el dato exacto del número de programas, intentos, planes, ocasiones, cruzadas, ocurrencias, círculos, proyectos y demás que se han intentado para que la gente lea y por fin podamos dormir a gusto pero el asunto es que la mayoría de esos propósitos han fracasado, pese al dinero invertido pues nadie leerá —ni cazará, ni pescará, ni estudiará artes marciales aunque sea una semana en el DIF, ni se aficionará por la lucha libre, la gastronomía, el Derecho, la música, las bellas mujeres y otras cositas, ay, arriba y arriba— si no es por gusto, placer o imitación como decía mi tío Germán Dehesa.

Por eso ahora, nomás para ver si a esas instituciones, institutos, y más utos le da tantita pena, bosquejaré un retrato hablado de seres locales, quienes hacen más por el fomento a la lectura que dos que tres dependencias, de ayer y hoy, las cuales nos ofertan sus actividades como si nadie más en este planeta hiciera lo mismo para que nos aficionáramos con la lectura.

Entonces les puedo contar de El Pollo Ayón, que ya se fue a no sé dónde, y además de una librería ambulante hipersingular que el Fernando trae consigo, o de la librería Lugo y de Los Portales quienes, bajita la mano, le dan una revolcada a dos tres intelectuales fanfarrones que lejos de ponerse a realizar la chamba por la cual le pegan, antes bien —o mal— andan jactándose de lo que hacen, como el padrino que apoquinó para la comida de la boda, “desinteresadamente” pero en plena fiesta, subido en una silla, se lo echa en cara a los comensales sin avergonzarle los desfiguros de su malacopa.

Chale, así no. Con los libros, no.

Mejor les cuento de esta gente, dos puntos y aparte, y les hablo con conocimiento de causa:

El Pollo

Cuando fui a verlo para despedirme, no lo logré, porque ya era ceniza tal como era su pelo y así no se podía. No obstante, salí de ahí, donde lo habían velado, recordándolo en el Mercado —con su gorra de siempre— en espera o buscando quien le diera para vender o para obsequiar algo que leer y, después de estar ahí, comiendo su conchita y saboreando su café, aprovechar el mediodía para caerle al bar El Campo y en ese, lo que fue su territorio, hacer en la práctica, lo que en tantos discursos se farolea, pero nada más en eso queda. El Pollo Ayón cargaba su bolsita y en ella iba cayendo lo que recolectaba —libros y más libros entre mezclados con periódicos del día o semanales— no sin antes ponerle su firma en una esquina de cada publicación para dejar constancia que eran de su propiedad, hasta que llegara el momento ya descrito y vendérselos a los parroquianos que lo encontraran a su paso o departieran en esas mesas rústicas de aquel famoso establecimiento donde, me han dicho, que la cerveza se vende muy helada, aunque ya no esté, de cuerpo presente, El Pollo Ayón.

Los Portales

Conocí a don Abel una mañana de enojo, pero como ya me doctoré en aguantar perfiles así, lo aguanté y al tiempo, hasta amigos fuimos. Pero de eso no les quería contar, porque lo dejaré para otra entrega, nomás quise introducirlos pa que se ubiquen, ahí casi llegando al Ayuntamiento, en donde ahora se ofertan café, dulces, tortas, esto y lo otro pero ante todo libros, de viejo, nuevos o usados —que puedes llevarte a módico precio, sin andar presumiendo de que, por fin, hemos salvado a la patria desde el otro lado del charco como si nos hicieran un favor. Este joven le ha sacado jugo al puesto y hasta Facebook tiene donde se anuncia la venta de sus libros, como quien instala un changarro de barras de hielo en Oymyakon y sin embargo, le ha resultado, casi con harto éxito y si no me creen, al pasar por ese puestecito, échenle un ojo al repertorio de libros que tienen y puede que se encuentren con cada joyita afanosamente buscada.

Librería Lugo

Es un comercio al por menor de revistas y periódicos. Está en pleno corazón de la ciudad. Su propietario, joven y luchón, optó por este giro y ahí la lleva desde hace rato. Revistas por aquí y revistas por acá de todo tipo. Desde el Semanario Proceso, hasta el Tv Notas, pasando por alguna colección de Letras Libres a bajo precio y una que otra mas farandulera o de subido de erótico color. Él quiso y la hizo y ahí tienen que le ha pegado y si tampoco creen, dense la vuelta quien quite se topen con algún libro de literatura universal que andaban averiguando. Recorran la larga mesa donde están o chequen los aparadores, que hay de dónde escoger por más modesta que sea. De paso, si les entra el hambre, a un ladito, intentando otro negocio, el propio dueño abrió una pollería y el aroma de los bien asados impedirá que se resistan.

El Fernando

Lo han visto. Estoy seguro que lo han visto. Cincuenta años —medio siglo, me diría recientemente, al platicar sobre el tiempo que el Fernandosotomayorpaterson lleva promoviendo la lectura a su manera. Donados, expropiados, canjeados, pedidos, según los consiga y haciéndose de su cargamento, loco de contento, anda las calles de esta ciudad, llevando la bolsa de libros o el tercio de ejemplares de autores diversos, apilados entre sus brazos, para ofrecerlos a los transeúntes o al mero mero de ese otro changarro banquetero que también le apuesta a la venta de obras clásicas, bestseller o uno que otro que son novedad editorial si le atraviese en el camino y ninguno de los dos le hacen el fuchi. Lo han visto. Estoy seguro que lo han visto. Recién levantado, muy de mañana, afuera de ese cajero automático que unas veces sí y otras también ha sido su recámara para resolver la noche. Si lo has visto. Sí. Caminando por la Serdán, con esos pantalones cortos, sombrero y unos botines, como quien recorre un safari lleno de emoción Lo que tienen tocando The Rolling Stones es lo que tengo vendiendo, comenta. Cincuenta años, medio siglo, dice y revuelve el vaso de café con la cuchara. No se mete nada, le responde a un preguntón inoportuno y a mí me consta porque el Fernando es sano y trata bien a las reglas del respeto, aunque gracias a su cara, pareciera que es maldito. “Ponme como gran promotor de la cultura” me sugiere y yo le cumplo, faltaba más, en tanto que le traigo, por fin esos libros que me ha pedido. Porque al Fernando lo aprecio y lo aprecio bien desde que lo conocí hace tres décadas, en algún lugar de la mancha (urbana) de cuyo nombre no quiero acordarme.

… Válgame, cuánta lectura hay en estos personajes. Válgame, cuánta lección.

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