/ domingo 24 de marzo de 2019

Mi gusto es… (O la otra mirada) | La otra reforma educativa

Cuando empecé a cursar la primaria, escuchaba decir a los mayores que mi generación entraba con la nueva reforma educativa. Nunca supe a qué se referían pero esta referencia se volvió una respuesta para todo.

Si miraban un libro y no era ese que traía en la portada a una señora morena agarrando una bandera, entonces comentaban: “ah, es que entró con la nueva reforma educativa”. Luego, si no me dejaban de tarea que hiciera caligrafía, no faltaba el que se sorprendiera pero otra voz le aclaraba: “ah, es que entró con la nueva reforma educativa”. Si mis primeras palabras que escribía no eran con “letra pegada” o esa letra llamada manuscrita, sí: decían que era por la reforma educativa.

Estábamos hablando de 1972 y si no sabía cuál era la nueva, menos sabía cuál era la vieja y porque tenía que cambiarse o reformarse. El Aníbal tampoco sabía pero los dos pero los dos aprendimos a leer muy rápido con la maestra Egriselda y fuimos los dos niños más sobresalientes. Se los juro: el Aníbal, hasta la fecha mi gran amigo, no me dejará mentir.

Teníamos seis años y muchas ganas de aprender hubiera o no hubiera reforma.

Pero la había.

Era el inicio, hoy lo sé, de la administración de Luis Echeverría quien, según algunos, mostró desde un principio su interés de mejorar el sistema educativo, diciendo, a la voz de arriba y adelante, que “todos nuestros problemas desembocaban o se relacionan con el de la educación; no es posible ningún avance económico y ninguna mejoría social sin que se logre una educación popular de llevar al pueblo los beneficios de la cultura”.

Para ello se puso en marcha una Comisión Coordinadora de la Reforma Educativa, encabezada, también hoy lo sé, por el secretario de Educación, ingeniero Víctor Bravo Ahúja, a fin de diversificar los servicios educativos, aumentar el número de escuelas y reformar los planes de estudio.

Esta reforma se reflejó en la publicación de una nueva Ley Federal de Educación que no sé qué contendría porque yo en aquel entonces estaba bien chiquito y el Aníbal más.

En nosotros esta reforma pudo apenas sentirse por los comentarios que aludo arriba y porque los libros ya no traían a esa morena dama en la pasta (Victoria Dorantes pintada por Jorge González Camarena) quien, según afirmaban, representaba a la Patria y que ahora pudiéramos decir que tenía cierto parecido a Yalitza para que se ubiquen mejor.

Yo entiendo que una reforma educativa es una modificación del sistema educativo con el propósito de perfeccionarlo. Claro, cuando la cosa va en serio y se piensa en el país no en otros intereses.

En este caso, un sexenio antes al de Luis Echeverría, la inversión pública en el sector educativo había disminuido considerablemente. De esto me entero ahora, no crean que nos los contó la maestra Egriselda, porque ni la hubiéramos pelado o, peor aún, nada la hubiéramos entendido. Ella se dedicó a lo suyo y nosotros a lo nuestro: nos alfabetizó, sobresalimos en aprovechamiento y pasamos a segundo año.

Mientras eso pasaba en la Escuela Benito Juárez de La Paz, B.C.S., en otras regiones del país, en donde nunca han reclamado el concurso de mis modestos esfuerzos, la mentada reforma educativa como un fantasma recorría México con tal de llegar al mayor número posible de niños y más personas en edad escolar y con tal de que se apaciguaran un tanto las cosas luego de lo que había pasado pocos años antes en donde el sector estudiantil, más que una reforma, había recibido toda la represiva fuerza del Estado.

Se actualizaron algunos sistemas educativos, se impulsó la educación técnica, se trató de adaptar a las necesidades sociales y se trató de llegar a todos los grupos posibles. Si eso se consiguió, el Aníbal, yo y los demás, ni cuenta nos dimos porque andábamos entretenidos pasando años, jugando futbol en el campito de la escuela, viéndole las piernas a la Xóchitl, escuchando al Mechas cuando cantaba el Pávido Navido en todos los honores a la bandera, comiendo tostadas con chile y leyendo el Kalimán que nos rentaba don Guillermo.

Para cuando terminamos la primaria, oh sorpresa: dos años antes había terminado el sexenio. Dos años antes había terminado el sexenio, ya no estaba don Luis (formalmente), ni tampoco su secretario de Educación Bravo Ahúja. En lugar de este último pero ya en el sexenio de López Portillo, habían entrado el Joven Porfirio Muñoz Ledo, en el primer año y entraría al relevo Fernando Solana Morales.

Aníbal y yo salíamos de la primaria para entrar a la secundaria, en tanto que esta nueva gente que agarraba el timón del país, cambiaba de rostro e intentaba otros horizontes en el tema educativo y durante la gestión de Solana Morales se crearon las delegaciones de la SEP en todo el país y propuso la creación del Colegio Nacional de Educación Profesional Técnica (Conalep) y el Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA). A él, aparte de humanista, se le identificó como un hombre de Estado y gran promotor de la educación.

Al Aníbal y a mí, no sé cómo se nos identifique pero durante todos estos años, desde aquel 1972, nos han tocado más reformas educativas que puestos o curules en el sector público, pero hoy, uno como maestro de Educación Física después de rifársela en Chihuahua y él otro como abogado desde que llegó a Sonora , hemos visto cómo se anuncia en cada sexenio los buenos propósitos para hacer lo mejor por el alumnado en cada una de las aulas (en donde hay, claro) y cristalizar, así sea en el papel, cuando menos y en el discurso lo que sustancialmente ya prevalece en los postulados del artículo tercero constitucional, el cual ha sufrido tantas manoseadas como unas fichas en una noche de dominó, siempre en nombre de esta bonita nación a la que el cielo, un soldado en cada hijo le dio.

Todo esto que hemos visto a lo largo de la historia, ha tenido sus aplausos y sus ceremonias de gala, como ha tenido sus abucheos y sus oposiciones. Así es la vida. Y sobre todo así es la vida pública en los Estados Unidos Mexicanos, en donde los miembros de la clase política, pueden ser tan obedientes o rabiosos defensores de un proyecto pero a lo largo de unas cuantas décadas pueden convertirse en indignados maldicientes de lo que algún día les pudo parecer o tenían que decir que era el gran modelo, porque también un día, en esta farándula de los políticos, se es chofer y al pasar del tiempo, se es pasajero o viceversa.

Es en la actualidad y lo fue mucho antes de cuando el Aníbal y yo entráramos a la primaria con “la nueva reforma educativa y aprendimos a escribir con letra de molde, de oro y de sol.

Lo es porque, bien lo decía Salvador Novo, aquí todo se mide bajo el sistema métrico sexenal y lo que antes hubo, no merece el más mínimo reconocimiento.

Preciso: no tiene el reconocimiento de dientes para afuera y se anuncia su desaparición, aunque en el fondo todos, todititos se parezcan tanto.

Cuando empecé a cursar la primaria, escuchaba decir a los mayores que mi generación entraba con la nueva reforma educativa. Nunca supe a qué se referían pero esta referencia se volvió una respuesta para todo.

Si miraban un libro y no era ese que traía en la portada a una señora morena agarrando una bandera, entonces comentaban: “ah, es que entró con la nueva reforma educativa”. Luego, si no me dejaban de tarea que hiciera caligrafía, no faltaba el que se sorprendiera pero otra voz le aclaraba: “ah, es que entró con la nueva reforma educativa”. Si mis primeras palabras que escribía no eran con “letra pegada” o esa letra llamada manuscrita, sí: decían que era por la reforma educativa.

Estábamos hablando de 1972 y si no sabía cuál era la nueva, menos sabía cuál era la vieja y porque tenía que cambiarse o reformarse. El Aníbal tampoco sabía pero los dos pero los dos aprendimos a leer muy rápido con la maestra Egriselda y fuimos los dos niños más sobresalientes. Se los juro: el Aníbal, hasta la fecha mi gran amigo, no me dejará mentir.

Teníamos seis años y muchas ganas de aprender hubiera o no hubiera reforma.

Pero la había.

Era el inicio, hoy lo sé, de la administración de Luis Echeverría quien, según algunos, mostró desde un principio su interés de mejorar el sistema educativo, diciendo, a la voz de arriba y adelante, que “todos nuestros problemas desembocaban o se relacionan con el de la educación; no es posible ningún avance económico y ninguna mejoría social sin que se logre una educación popular de llevar al pueblo los beneficios de la cultura”.

Para ello se puso en marcha una Comisión Coordinadora de la Reforma Educativa, encabezada, también hoy lo sé, por el secretario de Educación, ingeniero Víctor Bravo Ahúja, a fin de diversificar los servicios educativos, aumentar el número de escuelas y reformar los planes de estudio.

Esta reforma se reflejó en la publicación de una nueva Ley Federal de Educación que no sé qué contendría porque yo en aquel entonces estaba bien chiquito y el Aníbal más.

En nosotros esta reforma pudo apenas sentirse por los comentarios que aludo arriba y porque los libros ya no traían a esa morena dama en la pasta (Victoria Dorantes pintada por Jorge González Camarena) quien, según afirmaban, representaba a la Patria y que ahora pudiéramos decir que tenía cierto parecido a Yalitza para que se ubiquen mejor.

Yo entiendo que una reforma educativa es una modificación del sistema educativo con el propósito de perfeccionarlo. Claro, cuando la cosa va en serio y se piensa en el país no en otros intereses.

En este caso, un sexenio antes al de Luis Echeverría, la inversión pública en el sector educativo había disminuido considerablemente. De esto me entero ahora, no crean que nos los contó la maestra Egriselda, porque ni la hubiéramos pelado o, peor aún, nada la hubiéramos entendido. Ella se dedicó a lo suyo y nosotros a lo nuestro: nos alfabetizó, sobresalimos en aprovechamiento y pasamos a segundo año.

Mientras eso pasaba en la Escuela Benito Juárez de La Paz, B.C.S., en otras regiones del país, en donde nunca han reclamado el concurso de mis modestos esfuerzos, la mentada reforma educativa como un fantasma recorría México con tal de llegar al mayor número posible de niños y más personas en edad escolar y con tal de que se apaciguaran un tanto las cosas luego de lo que había pasado pocos años antes en donde el sector estudiantil, más que una reforma, había recibido toda la represiva fuerza del Estado.

Se actualizaron algunos sistemas educativos, se impulsó la educación técnica, se trató de adaptar a las necesidades sociales y se trató de llegar a todos los grupos posibles. Si eso se consiguió, el Aníbal, yo y los demás, ni cuenta nos dimos porque andábamos entretenidos pasando años, jugando futbol en el campito de la escuela, viéndole las piernas a la Xóchitl, escuchando al Mechas cuando cantaba el Pávido Navido en todos los honores a la bandera, comiendo tostadas con chile y leyendo el Kalimán que nos rentaba don Guillermo.

Para cuando terminamos la primaria, oh sorpresa: dos años antes había terminado el sexenio. Dos años antes había terminado el sexenio, ya no estaba don Luis (formalmente), ni tampoco su secretario de Educación Bravo Ahúja. En lugar de este último pero ya en el sexenio de López Portillo, habían entrado el Joven Porfirio Muñoz Ledo, en el primer año y entraría al relevo Fernando Solana Morales.

Aníbal y yo salíamos de la primaria para entrar a la secundaria, en tanto que esta nueva gente que agarraba el timón del país, cambiaba de rostro e intentaba otros horizontes en el tema educativo y durante la gestión de Solana Morales se crearon las delegaciones de la SEP en todo el país y propuso la creación del Colegio Nacional de Educación Profesional Técnica (Conalep) y el Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA). A él, aparte de humanista, se le identificó como un hombre de Estado y gran promotor de la educación.

Al Aníbal y a mí, no sé cómo se nos identifique pero durante todos estos años, desde aquel 1972, nos han tocado más reformas educativas que puestos o curules en el sector público, pero hoy, uno como maestro de Educación Física después de rifársela en Chihuahua y él otro como abogado desde que llegó a Sonora , hemos visto cómo se anuncia en cada sexenio los buenos propósitos para hacer lo mejor por el alumnado en cada una de las aulas (en donde hay, claro) y cristalizar, así sea en el papel, cuando menos y en el discurso lo que sustancialmente ya prevalece en los postulados del artículo tercero constitucional, el cual ha sufrido tantas manoseadas como unas fichas en una noche de dominó, siempre en nombre de esta bonita nación a la que el cielo, un soldado en cada hijo le dio.

Todo esto que hemos visto a lo largo de la historia, ha tenido sus aplausos y sus ceremonias de gala, como ha tenido sus abucheos y sus oposiciones. Así es la vida. Y sobre todo así es la vida pública en los Estados Unidos Mexicanos, en donde los miembros de la clase política, pueden ser tan obedientes o rabiosos defensores de un proyecto pero a lo largo de unas cuantas décadas pueden convertirse en indignados maldicientes de lo que algún día les pudo parecer o tenían que decir que era el gran modelo, porque también un día, en esta farándula de los políticos, se es chofer y al pasar del tiempo, se es pasajero o viceversa.

Es en la actualidad y lo fue mucho antes de cuando el Aníbal y yo entráramos a la primaria con “la nueva reforma educativa y aprendimos a escribir con letra de molde, de oro y de sol.

Lo es porque, bien lo decía Salvador Novo, aquí todo se mide bajo el sistema métrico sexenal y lo que antes hubo, no merece el más mínimo reconocimiento.

Preciso: no tiene el reconocimiento de dientes para afuera y se anuncia su desaparición, aunque en el fondo todos, todititos se parezcan tanto.

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