/ sábado 27 de junio de 2020

Mi gusto es… (O la otra mirada) | La vida es un curso interminable de resiliencia (o de aquel golpe, a esta pandemia)

Recuerdo aquella vez, cuando, siendo un niño, choqué con la parte trasera de un tráiler, por ir distraído y me trajo consigo un impresionante chichón arriba de una ceja.

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Él distraído fui yo, no el tráiler, debo de aclararlo y al ver las consecuencias de enormes proporciones frente al espejo que hizo parecerme a un unicornio, creí que así me quedaría para siempre y que este hecho, de sumo traumático para un niño de nueve años, jamás lo podría superar.

Pero lo logré. Mi madre fue por un trozo crudo de bistec que aderezó con vinagre y, poniéndolo en la región afectada, lo hizo desaparecer en un dos por tres.

No sé qué comimos ese día porque el ingrediente principal yacía enrollado como parte de mi ceño pero al rato ya no había nada de la hinchazón.

Esa adversidad es la más antigua que recuerdo de manera consciente con respecto de la cual me pude recuperar, debido a la capacidad que todos tenemos para superar desgracias que te presenta la existencia y seguir adelante.

Pero hubo más: una caída estrepitosa, la infección en un ojo, más de una convulsión durante la noche, la luxación de un tobillo, una herida en la cabeza o una infección en una muela, por recordar las más “intrascendentes” que en esa época padecimos y que saltan a la memoria, sí, como mal recuerdo, pero recuerdo al fin, después de sobrellevarlo con fortaleza, en tanto llega eso que puede ser alivio, consuelo o sanación y que, a esa edad nos permite seguir jugando, pese a todo.

Es el niño que vive, sin entender que vive… pero vive.

Es ese niño que de un raspón en las rodillas o de esas costras del pie que cicatrizará mañana, pasa de un de repente a otra escala de sufrimiento y, sin embargo, también pueden hacerle lo que el viento (o su rebaño) le hicieron al pastorcito Juárez.

Tampoco ya no es ese pelotazo en la cara, es la abuela que murió.

Ya no es un incómodo fuego en los labios que dura media semana, es la noticia que tu amigo o amiga no pudo superar esa enfermedad y ha partido cuando más lo querías.

Ya no es el susto porque de la pantorrilla te brotó la sangre en medio de la cascarita en plena calle, ahora son lágrimas incontenibles y a solas porque el papá o la mamá o un hermano, se han ido para siempre.

No obstante, ahí sigues.

Con el pesar a cuestas pero mirando hacia adelante, ahí sigues, poquito más acá de dónde se encuentra el futuro, una ilusión o la utopía pero seguimos caminando como quien sobrevive a una y a otra y a otra guerra y no desiste ni baja los brazos a pesar de los caídos en combate, porque hay algo en uno que hace fortificarnos sin que eso signifique el aguantarte el llanto, o que se te haga un nudo en la garganta o te permitas darle a la pared con todas tus fuerzas como yo le di con mi frente a ese tráiler.

Porque la vida diaria, es un curso interminable de resiliencia y nos empieza a capacitar desde muy temprana hora.

Y esto es lo que hay y lo que somos. Un corazón herido pero que todavía late y quiere seguir latiendo.

Un morirte junto con ese cuerpo que fue cubierto de tierra pero a la vez, un aprender a resucitar de esa muerte “ajena”, sin saber, en ocasiones, cómo pero logras vencer a la desdicha y, pa pronto, ya estás listo, a la expectativa del nuevo desafío.

Estás fuerzas que hemos sacado en otros momentos en lo individual, son las que hoy se requiere como sociedad, una sociedad que se duele, colectivamente y que a ratitos siente la necesidad de llorar como lo hacíamos de niños cuando teníamos que enfrentarnos al miedo y superarlo por más obscuro que estuviera ese cuarto, aquel rincón o esa calle .

Para eso es menester que desempolvemos la empatía, y la solidaridad y la pongamos en práctica.

Lo anterior obliga a que visibilicemos la otredad y que nos demos cuenta que el otro y no sólo yo, está sufriendo o siente temor al contagio o a la muerte o la ansiedad le aprisiona el estómago y se truena los dedos o se come las uñas o mira a solas, pensativamente, deseando que ya venga la calma.

Es lo que somos y somos los que estamos. Es lo desconocido, lo que no parece tener fin, la nueva canción que de tanto repetirse nos aturde y nos harta.

Hemos vuelto a ser una primera vez. Otra interrogante. El enésimo obstáculo que ayer no esperábamos y que, como tantas desventuras que ha caído en cumplimiento de su dolor, también quiere saber de nosotros, de qué barro y de qué moldura, estamos hechos.


Recuerdo aquella vez, cuando, siendo un niño, choqué con la parte trasera de un tráiler, por ir distraído y me trajo consigo un impresionante chichón arriba de una ceja.

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Él distraído fui yo, no el tráiler, debo de aclararlo y al ver las consecuencias de enormes proporciones frente al espejo que hizo parecerme a un unicornio, creí que así me quedaría para siempre y que este hecho, de sumo traumático para un niño de nueve años, jamás lo podría superar.

Pero lo logré. Mi madre fue por un trozo crudo de bistec que aderezó con vinagre y, poniéndolo en la región afectada, lo hizo desaparecer en un dos por tres.

No sé qué comimos ese día porque el ingrediente principal yacía enrollado como parte de mi ceño pero al rato ya no había nada de la hinchazón.

Esa adversidad es la más antigua que recuerdo de manera consciente con respecto de la cual me pude recuperar, debido a la capacidad que todos tenemos para superar desgracias que te presenta la existencia y seguir adelante.

Pero hubo más: una caída estrepitosa, la infección en un ojo, más de una convulsión durante la noche, la luxación de un tobillo, una herida en la cabeza o una infección en una muela, por recordar las más “intrascendentes” que en esa época padecimos y que saltan a la memoria, sí, como mal recuerdo, pero recuerdo al fin, después de sobrellevarlo con fortaleza, en tanto llega eso que puede ser alivio, consuelo o sanación y que, a esa edad nos permite seguir jugando, pese a todo.

Es el niño que vive, sin entender que vive… pero vive.

Es ese niño que de un raspón en las rodillas o de esas costras del pie que cicatrizará mañana, pasa de un de repente a otra escala de sufrimiento y, sin embargo, también pueden hacerle lo que el viento (o su rebaño) le hicieron al pastorcito Juárez.

Tampoco ya no es ese pelotazo en la cara, es la abuela que murió.

Ya no es un incómodo fuego en los labios que dura media semana, es la noticia que tu amigo o amiga no pudo superar esa enfermedad y ha partido cuando más lo querías.

Ya no es el susto porque de la pantorrilla te brotó la sangre en medio de la cascarita en plena calle, ahora son lágrimas incontenibles y a solas porque el papá o la mamá o un hermano, se han ido para siempre.

No obstante, ahí sigues.

Con el pesar a cuestas pero mirando hacia adelante, ahí sigues, poquito más acá de dónde se encuentra el futuro, una ilusión o la utopía pero seguimos caminando como quien sobrevive a una y a otra y a otra guerra y no desiste ni baja los brazos a pesar de los caídos en combate, porque hay algo en uno que hace fortificarnos sin que eso signifique el aguantarte el llanto, o que se te haga un nudo en la garganta o te permitas darle a la pared con todas tus fuerzas como yo le di con mi frente a ese tráiler.

Porque la vida diaria, es un curso interminable de resiliencia y nos empieza a capacitar desde muy temprana hora.

Y esto es lo que hay y lo que somos. Un corazón herido pero que todavía late y quiere seguir latiendo.

Un morirte junto con ese cuerpo que fue cubierto de tierra pero a la vez, un aprender a resucitar de esa muerte “ajena”, sin saber, en ocasiones, cómo pero logras vencer a la desdicha y, pa pronto, ya estás listo, a la expectativa del nuevo desafío.

Estás fuerzas que hemos sacado en otros momentos en lo individual, son las que hoy se requiere como sociedad, una sociedad que se duele, colectivamente y que a ratitos siente la necesidad de llorar como lo hacíamos de niños cuando teníamos que enfrentarnos al miedo y superarlo por más obscuro que estuviera ese cuarto, aquel rincón o esa calle .

Para eso es menester que desempolvemos la empatía, y la solidaridad y la pongamos en práctica.

Lo anterior obliga a que visibilicemos la otredad y que nos demos cuenta que el otro y no sólo yo, está sufriendo o siente temor al contagio o a la muerte o la ansiedad le aprisiona el estómago y se truena los dedos o se come las uñas o mira a solas, pensativamente, deseando que ya venga la calma.

Es lo que somos y somos los que estamos. Es lo desconocido, lo que no parece tener fin, la nueva canción que de tanto repetirse nos aturde y nos harta.

Hemos vuelto a ser una primera vez. Otra interrogante. El enésimo obstáculo que ayer no esperábamos y que, como tantas desventuras que ha caído en cumplimiento de su dolor, también quiere saber de nosotros, de qué barro y de qué moldura, estamos hechos.


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