Segunda parte
Ya había registrado mi entrada a la escuela donde trabajo cuando un alumno me avisa que salía aire de una llanta de mi auto, así que salgo nuevamente y reviso.
En efecto, en la “cara” de la llanta delantera derecha se veía claramente un navajazo; lo que la dejaba inservible. Era el segundo navajazo a una llanta en 10 años.
Con las llanteras cercanas aún sin abrir, opté por lo más práctico: ir por una llanta nueva. Mal juzgué que llegaría sin problemas a un distribuidor, y mucho menos cruzó por mi cabeza que tres pares de ojos me observaban.
Avisé de la situación a la escuela y agarré camino. No llegué lejos, sólo 4 cuadras.
Para evitar un daño al rin, me detuve frente al Centro Comunitario Oasis, en el fraccionamiento Valle del Marqués, y al bajarme a revisar, un jardinero que regaba las plantas por dentro de cerco del Oasis me dijo: “totalmente ponchada”. Me dispuse a cambiarla. Eran las 8:45 a.m.
Después de sacar la llanta extra y los implementos, dos personas pasaron detrás de mí y una me dice: “Ya se ponchó, ¿necesita ayuda?” Después de negarme con amabilidad, siguen su camino y sólo alcanzo a verlos de espaldas; sólo eran dos personas que caminaban por ahí… pero no.
No tardé mucho en hacer el cambio de llanta, y estaba por poner los dos últimos pernos cuando todo sucedió. Fue muy rápido, pero lo recuerdo perfectamente, como si ese momento particular se repitiera en cámara lenta.
Por la derecha veo que se aproxima hacia mí una persona mientras me dice “¿Se pudo?”, y mientras le contesto “claro”, en el auto veo el reflejo de una sombra por la izquierda. En mi interior se activó algo, como un mecanismo de defensa ante una situación de peligro. Intento pararme, pero el de la derecha me sujeta del brazo y de la cabeza, empujándola hacia abajo. De reojo veo hacia la izquierda un objeto metálico y por instinto cierro los ojos y giro mi cabeza a la derecha. Me rocía un gas, que por el forcejeo el spray pasa desde mi cara a la parte de atrás de la nuca. Empiezo a sentir un fuerte ardor.
Al fin me levanto y escucho a uno gritar “no te metas, no grabes”. Como puedo, avanzo al frente del auto y grito “ayuda, ayuda”, mientras uno de los agresores me sujeta la camisa para arrastrarme. Alcanzo a ver al jardinero alejarse del cerco y usar su teléfono.
Al ver que sí podía abrir los ojos, el otro atacante ayuda a su compañero para derribarme en el pavimento. Nunca lo pude ver bien; mi cerebro estaba enfocado en salvar la vida. “No te resistas”, me dice mientras me empuja. Van como 30 segundos del ataque. Sigo pidiendo ayuda. Trabajadores del Oasis se aproximan. Siento dolor y sangre correr por mi rodilla y talón izquierdos.
Continúo forcejeando y hago peso muerto de mi cuerpo. Entre ambos me levantan y me ponen casi de rodillas. “Para que no te andes metiendo con la señora… presidenta… y no vayas a hacer la manifestación que quieres hacer”… En ese momento sentí cierta tranquilidad. Sabía las razones del ataque… “si no, te vamos a hacer daño a ti o a tu mamá”.
Mi cuerpo se aflojó. Mientras les decía “está bien, está bien”, metieron la mano a mi bolsillo izquierdo para sacar mi celular.
No los vi correr. Me quedé ahí, con la mente en blanco como por 5 segundos.
El jardinero corrió tras ellos mientras hablaba por teléfono al 911. Dos unidades de la Comandancia Nuevo Hermosillo de la Policía, que está a 4 minutos, llegaron en 15.