/ lunes 4 de noviembre de 2019

Sin medias tintas | Doña Chita

Primera parte.

Desde 1965, muchas cosas han cambiado en Hermosillo y otras (las malas) no tanto como quisiéramos.

Hablamos de la época cuando se anunciaba que México produciría más petróleo para alcanzar el tan esperado desarrollo; de las calles con pocos automóviles, pero que desde entonces atropellaban personas; de cuando la Universidad de Sonora estaba prácticamente en los límites de la ciudad; de los inicios de los constantes fracasos en el beisbol; de cuando la radio XEDM se anunciaba en el periódico y se leía el periódico en la radio.

No estoy familiarizado del todo con la historia del Hermosillo de entonces, y quizá algunos de ustedes cerrarán los ojos para hacer un recuerdo de cuando se respiraba un aire muy distinto al de hoy.

Para fortuna de muchos, desde aquel entonces ya existían personas altruistas. Había muchos benefactores y una marcada comprensión del sufrimiento.

Se dice que en aquel entonces la gente daba y se daba sin miramientos a los demás, y ejemplos sobran de esas personas. Doña Chita es una de ellas.

Por ese entonces, en los terrenos que hoy ocupa el Hospital Chávez, María Rosario Castañeda Cabanillas tenía una amplia casa de casi 1,000 metros cuadrados. Ella y sus dos pequeñas hijas no registradas, se encargaban de cuidar a niños y jóvenes con Síndrome de Down.

Para los pocos vecinos cercanos siempre fue un misterio el cómo doña Chita era capaz de atender a más de 20 personas, satisfacer sus necesidades y la de su familia, y siempre darles buenos alimentos. Recibía apoyo y donativos de la gente y del Gobierno, pero aun así resultaría difícil que le alcanzara para las buenas condiciones del espacio donde vivían.

Probablemente se ayudaba con las gallinas, conejos y otros animales que criaba en improvisados corrales ubicados al fondo del amplio terreno. Nadie sabe.

Su casa era una especie de albergue campestre para quienes sufrieron la trisomía del cromosoma 21 y la incomprensión y falta de paciencia de sus padres. Recordemos que en ese entonces, la vergüenza de algunas familias por hijos Down, particularmente las pudientes, les hacía mantener lejos o en secreto tales nacimientos.

Pese a sus más de 160 kilos, doña Chita siempre se mantenía activa, y junto con las dos niñas pequeñas que un día le dejaron supuestamente para cuidarlas un rato, con mucho amor y paciencia les enseñaban habilidades básicas como cambiarse y lavar la ropa cuando se ensuciaban, ponerse y lustrarse los zapatos, tender camas, recoger huevos y cuidar los animales.

Con el tiempo la modernidad de la ciudad fue engullendo la casa de doña Chita, al grado de que prácticamente desaparecieron todos los accesos a su casa, menos uno de unos 20 metros de longitud. Nadie imaginaría que detrás del Hospital Chávez todavía su casa se mantiene en pie.

Ella fue envejeciendo, y las dos niñas a las que siempre trató y presentaba como sus hijas, se convirtieron en buenas mujeres. Pese a su minada salud, doña Chita siguió cuidando con profunda convicción a sus niños, como siempre les decía, hasta que la muerte la sorprendió un día.

Como nunca se casó y no dejó testamento, aparecieron precisamente las cosas malas que no han cambiado mucho en esta ciudad.

Primera parte.

Desde 1965, muchas cosas han cambiado en Hermosillo y otras (las malas) no tanto como quisiéramos.

Hablamos de la época cuando se anunciaba que México produciría más petróleo para alcanzar el tan esperado desarrollo; de las calles con pocos automóviles, pero que desde entonces atropellaban personas; de cuando la Universidad de Sonora estaba prácticamente en los límites de la ciudad; de los inicios de los constantes fracasos en el beisbol; de cuando la radio XEDM se anunciaba en el periódico y se leía el periódico en la radio.

No estoy familiarizado del todo con la historia del Hermosillo de entonces, y quizá algunos de ustedes cerrarán los ojos para hacer un recuerdo de cuando se respiraba un aire muy distinto al de hoy.

Para fortuna de muchos, desde aquel entonces ya existían personas altruistas. Había muchos benefactores y una marcada comprensión del sufrimiento.

Se dice que en aquel entonces la gente daba y se daba sin miramientos a los demás, y ejemplos sobran de esas personas. Doña Chita es una de ellas.

Por ese entonces, en los terrenos que hoy ocupa el Hospital Chávez, María Rosario Castañeda Cabanillas tenía una amplia casa de casi 1,000 metros cuadrados. Ella y sus dos pequeñas hijas no registradas, se encargaban de cuidar a niños y jóvenes con Síndrome de Down.

Para los pocos vecinos cercanos siempre fue un misterio el cómo doña Chita era capaz de atender a más de 20 personas, satisfacer sus necesidades y la de su familia, y siempre darles buenos alimentos. Recibía apoyo y donativos de la gente y del Gobierno, pero aun así resultaría difícil que le alcanzara para las buenas condiciones del espacio donde vivían.

Probablemente se ayudaba con las gallinas, conejos y otros animales que criaba en improvisados corrales ubicados al fondo del amplio terreno. Nadie sabe.

Su casa era una especie de albergue campestre para quienes sufrieron la trisomía del cromosoma 21 y la incomprensión y falta de paciencia de sus padres. Recordemos que en ese entonces, la vergüenza de algunas familias por hijos Down, particularmente las pudientes, les hacía mantener lejos o en secreto tales nacimientos.

Pese a sus más de 160 kilos, doña Chita siempre se mantenía activa, y junto con las dos niñas pequeñas que un día le dejaron supuestamente para cuidarlas un rato, con mucho amor y paciencia les enseñaban habilidades básicas como cambiarse y lavar la ropa cuando se ensuciaban, ponerse y lustrarse los zapatos, tender camas, recoger huevos y cuidar los animales.

Con el tiempo la modernidad de la ciudad fue engullendo la casa de doña Chita, al grado de que prácticamente desaparecieron todos los accesos a su casa, menos uno de unos 20 metros de longitud. Nadie imaginaría que detrás del Hospital Chávez todavía su casa se mantiene en pie.

Ella fue envejeciendo, y las dos niñas a las que siempre trató y presentaba como sus hijas, se convirtieron en buenas mujeres. Pese a su minada salud, doña Chita siguió cuidando con profunda convicción a sus niños, como siempre les decía, hasta que la muerte la sorprendió un día.

Como nunca se casó y no dejó testamento, aparecieron precisamente las cosas malas que no han cambiado mucho en esta ciudad.