/ martes 16 de julio de 2019

Sin medias tintas | Historia de un robo

Lo que usted leerá hoy quizá le sorprenda; aunque bien pudiera no hacerlo, porque usted lo ha visto prácticamente todo. Hay incluso algunas personas que aseguran ya no se sorprenden de nada; pero la verdad es que cuando perdamos tal capacidad, en ese momento dejaremos de ser humanos.

La capacidad del hombre nunca se ha puesto en duda. La historia nos dice que ha sido su habilidad para adaptarse lo que le ha permitido sobrevivir hasta nuestros días.

Según las investigaciones antropológicas más recientes, el hombre pudiera llegar a tener unos 200 mil años sobre la faz de la tierra —hasta hace unos pocos años, se defendía que eran 100 mil—; pero fue hasta la aparición de la escritura —3000-3500 a.C.— cuando tuvo la capacidad de transmitir sus conocimientos, brindándole así sustentabilidad a la Humanidad.

Pero sin lugar a dudas, una de las habilidades más desarrolladas del homo sapiens es inventar y perfeccionar métodos para la destrucción, en cualesquiera de sus formas. Desde los mecanismos primitivos que aseguraron la prevalencia de la especie al combatir contra animales salvajes, hasta el desarrollo de técnicas complejas auxiliadas por la misma tecnología inventada para mejorar.

Destruir al enemigo, si así podemos llamarle a otros integrantes de la humanidad, incluso por razones banales, se amplía hoy como objetivo a todos los ámbitos de la vida, ya sea comercial, tecnológica, social, y hasta moralmente. El objetivo inicial de competir para sobrevivir se ha transformado en un deseo irrefrenable de poder y riqueza, o en la combinación de ambas.

Y para alcanzar ese objetivo, hoy no importan los medios mientras se alcance la satisfacción personal, perdiéndose en el camino cualquier empatía hacia los semejantes y al prójimo. Se rompe entonces una cadena de valores necesarios para hacer comunidad y nos preocupamos más por nuestro espacio personal que por el conjunto.

En ningún otro entorno se manifiesta mejor lo anterior que en la política mexicana.

Mientras en otros países la representación popular en el Congreso es prácticamente honoraria, en México nos cuesta una barbaridad de dinero sostenerla. Y mientras en otros lugares los partidos políticos deben hacerse de recursos por medio de donaciones y el Estado no los apoya, en México nos cuesta otra barbaridad. Es un robo, considerando las deficiencias en áreas como cultura, educación, salud y seguridad.

Lo peor es que al lograr la satisfacción personal de alcanzar el poder, muchos políticos simple y sencillamente se olvidan de las buenas intenciones que los llevó ahí.

En Sonora, durante el sexenio perdido de Padrés hubo muchísimos casos. El famoso Asalto a Sonora, que documentara mi amigo Carlos Moncada en su libro, pone en evidencia la poca empatía del padresismo por la sociedad sonorense, y expresa con maestría cómo se privilegió por sobre cualquier cosa el hambre por el poder y la riqueza.

Pero no sólo a nivel estatal, también en lo municipal. Así como en el Estado se revisaban y visitaban grandes ranchos para adjudicárselos a prestanombres, así en Hermosillo se revisaron cientos de terrenos y casas abandonadas con el mismo fin. Las más útiles eran las propiedades de los muertos, porque no podían defenderse.

Así, durante seis años, muchas propiedades cambiaron de nombre y muchas personas terminaron con los bolsillos repletos de dinero. ¿Y el pueblo?

Nosotros sólo pudimos decir que fue un robo.

Lo que usted leerá hoy quizá le sorprenda; aunque bien pudiera no hacerlo, porque usted lo ha visto prácticamente todo. Hay incluso algunas personas que aseguran ya no se sorprenden de nada; pero la verdad es que cuando perdamos tal capacidad, en ese momento dejaremos de ser humanos.

La capacidad del hombre nunca se ha puesto en duda. La historia nos dice que ha sido su habilidad para adaptarse lo que le ha permitido sobrevivir hasta nuestros días.

Según las investigaciones antropológicas más recientes, el hombre pudiera llegar a tener unos 200 mil años sobre la faz de la tierra —hasta hace unos pocos años, se defendía que eran 100 mil—; pero fue hasta la aparición de la escritura —3000-3500 a.C.— cuando tuvo la capacidad de transmitir sus conocimientos, brindándole así sustentabilidad a la Humanidad.

Pero sin lugar a dudas, una de las habilidades más desarrolladas del homo sapiens es inventar y perfeccionar métodos para la destrucción, en cualesquiera de sus formas. Desde los mecanismos primitivos que aseguraron la prevalencia de la especie al combatir contra animales salvajes, hasta el desarrollo de técnicas complejas auxiliadas por la misma tecnología inventada para mejorar.

Destruir al enemigo, si así podemos llamarle a otros integrantes de la humanidad, incluso por razones banales, se amplía hoy como objetivo a todos los ámbitos de la vida, ya sea comercial, tecnológica, social, y hasta moralmente. El objetivo inicial de competir para sobrevivir se ha transformado en un deseo irrefrenable de poder y riqueza, o en la combinación de ambas.

Y para alcanzar ese objetivo, hoy no importan los medios mientras se alcance la satisfacción personal, perdiéndose en el camino cualquier empatía hacia los semejantes y al prójimo. Se rompe entonces una cadena de valores necesarios para hacer comunidad y nos preocupamos más por nuestro espacio personal que por el conjunto.

En ningún otro entorno se manifiesta mejor lo anterior que en la política mexicana.

Mientras en otros países la representación popular en el Congreso es prácticamente honoraria, en México nos cuesta una barbaridad de dinero sostenerla. Y mientras en otros lugares los partidos políticos deben hacerse de recursos por medio de donaciones y el Estado no los apoya, en México nos cuesta otra barbaridad. Es un robo, considerando las deficiencias en áreas como cultura, educación, salud y seguridad.

Lo peor es que al lograr la satisfacción personal de alcanzar el poder, muchos políticos simple y sencillamente se olvidan de las buenas intenciones que los llevó ahí.

En Sonora, durante el sexenio perdido de Padrés hubo muchísimos casos. El famoso Asalto a Sonora, que documentara mi amigo Carlos Moncada en su libro, pone en evidencia la poca empatía del padresismo por la sociedad sonorense, y expresa con maestría cómo se privilegió por sobre cualquier cosa el hambre por el poder y la riqueza.

Pero no sólo a nivel estatal, también en lo municipal. Así como en el Estado se revisaban y visitaban grandes ranchos para adjudicárselos a prestanombres, así en Hermosillo se revisaron cientos de terrenos y casas abandonadas con el mismo fin. Las más útiles eran las propiedades de los muertos, porque no podían defenderse.

Así, durante seis años, muchas propiedades cambiaron de nombre y muchas personas terminaron con los bolsillos repletos de dinero. ¿Y el pueblo?

Nosotros sólo pudimos decir que fue un robo.