/ lunes 24 de febrero de 2020

Sin medias tintas | La historia de Abraham (I)

Abraham se despertó tras el estrepitoso golpe que abrió la puerta de su recámara. En la oscuridad alcanzó a distinguir las siluetas de cuatro personas que se le abalanzaban. Pese a su buena condición física, entre el susto y la sorpresa no alcanzó a reaccionar y fue derribado boca arriba en la cama. Intentó forcejear y gritar, hasta que alguien se le subió encima y lo acallaba, sintió que le faltaba el aire.

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Mientras le decían que no se resistiera, fue esposado, y así con solo el boxer puesto, lo sacaron de su casa para meterlo por la parte de atrás de una camioneta van color blanco. Lo obligaron a echarse al suelo, entre los asientos de ambos lados donde se acomodaron sus captores. Era la madrugada del 26 de julio del 2018.

Abraham no tenía idea de lo que estaba sucediendo, ni mucho menos podría imaginar los acontecimientos de los próximos 19 meses. Temía por su vida. Estaba asustado. Cada una de sus palabras era respondida con una patada.

Tras un corto viaje, lo bajaron en algún lugar. No alcanzó a ver nada, todo seguía oscuro. Solo vio una puerta abierta y un escritorio. Le apresuraron el paso y lo metieron en un cuarto de 3 metros cuadrados. Le quitaron las esposas y ahí lo dejaron en el suelo.

A tientas se levantó, pero no podía verse ni siquiera su mano. Solo la tenue luz por debajo de la puerta le decía que detrás estaba el mundo; pero no estaba seguro de si quería encontrarse con él.

El olor del cuarto era terrible y en minutos pasaron muchas ideas por su cabeza. Comenzó a marearse por la peste a orines y heces.

Recorrió con sus manos las paredes y la puerta y notó que el cuarto estaba vacío. Estaba solo con sus pensamientos.

Primero pensó en la gente que pudiera ser su enemiga o que deseara hacerle daño, y recorrió mentalmente casi todos sus 59 años tratando de encontrarla. Al final no encontró a nadie. Él era una persona tranquila, trabajadora, hasta ingenua.

Se sentó en cuclillas cerca de la puerta, para cuando menos poder apreciar la poca luz que se veía abajo. Estaba atrapado.

No sabe cuántas horas pasaron para que alguien rápidamente abriera la puerta y sin mediar palabra le diera algo de comer y beber. No quiso decir nada. No sabía qué estaba pasando. Pero sí aprovechó para, con la luz, ver con mayor claridad el cuarto. Alcanzó a ver una especie de resumidero sin tapa en una esquina. Intuyó que era para hacer sus necesidades.

Aunque tenía mucha hambre no probó la comida porque no alcanzaba a ver qué era, pero sí se tomó el agua. Él, tan acostumbrado a hacerse su café y desayunar temprano, se enfrentaba a una experiencia completamente nueva. Una experiencia de privaciones.

Decidió darle un bocado a lo que creyó ser dos rebanadas de pan con algo dentro; pero no pudo engullirlo al detectar el mal sabor del jamón perdido.

Al paso de las horas perdió la noción del tiempo. Comenzaba a desesperarse.

Nuevamente se abrió la puerta y apareció otra persona para darle otra vez comida y una botella de agua.

Cada vez que eso pasaba sus ojos resentían el golpe de luz y hacía un gran esfuerzo por ver hacia la puerta, con la esperanza de distinguir algo que le indicara dónde estaba o ver cuando menos a otra persona.

Empezaba a sufrir del estómago, probablemente por el olor, por mordida a la comida perdida, o quizá por miedo.

Abraham se despertó tras el estrepitoso golpe que abrió la puerta de su recámara. En la oscuridad alcanzó a distinguir las siluetas de cuatro personas que se le abalanzaban. Pese a su buena condición física, entre el susto y la sorpresa no alcanzó a reaccionar y fue derribado boca arriba en la cama. Intentó forcejear y gritar, hasta que alguien se le subió encima y lo acallaba, sintió que le faltaba el aire.

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Mientras le decían que no se resistiera, fue esposado, y así con solo el boxer puesto, lo sacaron de su casa para meterlo por la parte de atrás de una camioneta van color blanco. Lo obligaron a echarse al suelo, entre los asientos de ambos lados donde se acomodaron sus captores. Era la madrugada del 26 de julio del 2018.

Abraham no tenía idea de lo que estaba sucediendo, ni mucho menos podría imaginar los acontecimientos de los próximos 19 meses. Temía por su vida. Estaba asustado. Cada una de sus palabras era respondida con una patada.

Tras un corto viaje, lo bajaron en algún lugar. No alcanzó a ver nada, todo seguía oscuro. Solo vio una puerta abierta y un escritorio. Le apresuraron el paso y lo metieron en un cuarto de 3 metros cuadrados. Le quitaron las esposas y ahí lo dejaron en el suelo.

A tientas se levantó, pero no podía verse ni siquiera su mano. Solo la tenue luz por debajo de la puerta le decía que detrás estaba el mundo; pero no estaba seguro de si quería encontrarse con él.

El olor del cuarto era terrible y en minutos pasaron muchas ideas por su cabeza. Comenzó a marearse por la peste a orines y heces.

Recorrió con sus manos las paredes y la puerta y notó que el cuarto estaba vacío. Estaba solo con sus pensamientos.

Primero pensó en la gente que pudiera ser su enemiga o que deseara hacerle daño, y recorrió mentalmente casi todos sus 59 años tratando de encontrarla. Al final no encontró a nadie. Él era una persona tranquila, trabajadora, hasta ingenua.

Se sentó en cuclillas cerca de la puerta, para cuando menos poder apreciar la poca luz que se veía abajo. Estaba atrapado.

No sabe cuántas horas pasaron para que alguien rápidamente abriera la puerta y sin mediar palabra le diera algo de comer y beber. No quiso decir nada. No sabía qué estaba pasando. Pero sí aprovechó para, con la luz, ver con mayor claridad el cuarto. Alcanzó a ver una especie de resumidero sin tapa en una esquina. Intuyó que era para hacer sus necesidades.

Aunque tenía mucha hambre no probó la comida porque no alcanzaba a ver qué era, pero sí se tomó el agua. Él, tan acostumbrado a hacerse su café y desayunar temprano, se enfrentaba a una experiencia completamente nueva. Una experiencia de privaciones.

Decidió darle un bocado a lo que creyó ser dos rebanadas de pan con algo dentro; pero no pudo engullirlo al detectar el mal sabor del jamón perdido.

Al paso de las horas perdió la noción del tiempo. Comenzaba a desesperarse.

Nuevamente se abrió la puerta y apareció otra persona para darle otra vez comida y una botella de agua.

Cada vez que eso pasaba sus ojos resentían el golpe de luz y hacía un gran esfuerzo por ver hacia la puerta, con la esperanza de distinguir algo que le indicara dónde estaba o ver cuando menos a otra persona.

Empezaba a sufrir del estómago, probablemente por el olor, por mordida a la comida perdida, o quizá por miedo.