/ jueves 3 de diciembre de 2020

Sin medias tintas | La no princesa

Muy a mi pesar tuve que salir de la oficina para realizar un trámite importante. Y como era viernes, tenía que terminar mis tareas pronto para tener oportunidad de participar en el programa SonoraEnRed que se transmite a la 1 pm desde Guaymas.

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Llegué temprano, a sabiendas de que siempre hay mucha gente. Fui de los primeros 10 que cruzaron ese umbral de esperanza, que te llena de gozo porque cuando menos ya estás dentro de las oficinas.

Aun así, 20 minutos después de entrar atendieron a los tres primeros clientes.

Ellos se desocuparon casi al mismo tiempo; pero la segunda tanda tardó bastante. Yo miraba mi turno 007 con cierta desesperación después de 40 min.

Las tres mujeres que atendían se desinfectaban las manos religiosamente después de tocar papeles.

Por fin llegó mi turno.

Como si la silla tuviera un resorte, me levanté con rapidez, y mientras me aproximaba a la ventanilla, aprecié a quien me atendería: Ojos café oscuros, cabello medio, largo y recogido, con un cubrebocas distintivo. El solo contorno de las cejas hablaba. Quizá tendría unos 24 años. Sus manos se veían maltratadas, quizá por tanto gel; pero todo lo del escritorio estaba bien acomodado. Se notaba el orden.

—Buenos días, princesa.

De repente arqueó las cejas y eso lo decía todo. Sentí miles de cuchillos clavados en mí.

No podía verle el rostro, pero así como nos damos cuenta cuando alguien sonríe, así era notorio el disgusto. Esperaba lo peor, mínimo que el fuego de sus ojos lo exhalara a través del cubrebocas.

Pero con una fingida voz dulce pero firme, me dijo: —No me llame princesa, señor.

Me quedé como Cardoso cuando Creolina se levantó el velo… Sorpresato et atonio, tardé en reaccionar. Para mí, desde niño todas las mujeres son princesas... y a mi cerebro le costaba procesar la negativa y el evidente enojo.

Por fin reaccioné pidiendo disculpas.

—Oh, me disculpo, ¿su nombre es?

—Martha.

—Bien, Martha. Buenos días, ¿cómo está usted?

Y con tono de enfado me dijo: —¿En qué le puedo ayudar, señor?

Ni siquiera me contestó la pregunta.

“Bertha has been danced”, pensé para mí. Tanto tiempo esperé para hacer el trámite como para que me la hagan de emoción por esta circunstancia. Aun así, presenté mis papeles.

Llevaba copia de todo y documentos extras por si las ‘flais’, y creo que no di oportunidad de nada, pero...

—La solicitud está en computadora, señor.

—Eam, ¿¡no es mejor!? (No creo que me hagan un estudio de grafología).

—Tiene que ser a mano y con letra de molde.

No daba crédito a mis oídos. Ya mi cuerpo había sido apuñalado y ahora mis oídos me taladraban la misma palabra: “Princesa, princesa, princesa”. “Ándale, chiquito”, como diría mi abuela.

Estaba sorprendido. Y ante la exigencia de la hoja original de la solicitud del trámite, me llegó la iluminación de repente.

Había llevado la hoja impresa precisamente porque se veía mejor que la hecha a mano. Así, la saqué del fólder y le dije con cierto descanso: “Aquí la traigo”.

Las cejas de Martha se arquearon de nuevo... Sentí que me cortaría en dos…

Siguió revisando con mucho detalle cada documento que presenté. Todos estaban certificados por un notario.

De pronto, ella sólo se hizo hacia atrás con todo y silla. Iba a sacar algo del cajón.

“Mínimo una pistola”, pensé. Pero no; era un sello.

Fueron los 10 segundos más largos de mi vida, y los últimos cinco todavía fueron en cámara lenta. Seguí sus movimientos con cierto suspenso y claramente vi cómo se desplazaba la almohadilla al caer sobre el papel y tintarlo de azul.

Me selló la solicitud impresa y me la dio. Selló la hecha a mano y me dijo:

—Listo, para mañana.

Me sorprendí de todas formas y respiré con alivio. Ya me iba a levantar cuando con su verdadera voz me dice con tono firme:

—No nos diga princesas, o pida permiso para hacerlo.

Sólo alcancé a balbucear un “gracias”.

Rumbo a la salida iba muy muy confundido. Martha hablaba por todas las mujeres del planeta con ese “nos”.

Esperaba al día siguiente la tendencia en redes de #TodosSomosMartha, o mínimo #NoSomosPrincesas.

¿En qué momento nos perdimos, o nos estamos perdiendo?

Quizá nos cuando la banalidad llenó el vacío emocional de la juventud, o cuando los “laiks” de las publicaciones en redes sociales sustituyeron a la cortesía, o cuando en casa la educación de las virtudes dejó de ser prioridad para los padres, o cuando los jóvenes se sintieron exigentes y merecedores de derechos inexistentes.

Esa “sensibilitis” o inflamación de la sensibilidad es consecuencia de una desvirtuación del orgullo personal. Aunque también la pandemia puede ser la responsable de estas circunstancias, aprovechando que ahora el coronavirus es culpable hasta de la incertidumbre.

¿Acaso problemas sociales como el maltrato a los animales, la hambruna, el abuso infantil, la basura, la contaminación, o el sufrimiento de abuelos abandonados, no merecen la empatía de la juventud?

Deshumanizarse jamás será una alternativa si lo que buscamos es construir comunidades sólidas y de objetivos claros, con beneficios para todos. Se puede estar de acuerdo o no con cualquier asunto, pero no por ello nos convertiremos en personas indolentes, o peor aún, indiferentes a la justicia.

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Creo que en este mundo deberían existir más personas comprometidas en hacer algo positivo por los demás, y debería de haber más princesas y menos orgullo mal encaminado.

Muy a mi pesar tuve que salir de la oficina para realizar un trámite importante. Y como era viernes, tenía que terminar mis tareas pronto para tener oportunidad de participar en el programa SonoraEnRed que se transmite a la 1 pm desde Guaymas.

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Llegué temprano, a sabiendas de que siempre hay mucha gente. Fui de los primeros 10 que cruzaron ese umbral de esperanza, que te llena de gozo porque cuando menos ya estás dentro de las oficinas.

Aun así, 20 minutos después de entrar atendieron a los tres primeros clientes.

Ellos se desocuparon casi al mismo tiempo; pero la segunda tanda tardó bastante. Yo miraba mi turno 007 con cierta desesperación después de 40 min.

Las tres mujeres que atendían se desinfectaban las manos religiosamente después de tocar papeles.

Por fin llegó mi turno.

Como si la silla tuviera un resorte, me levanté con rapidez, y mientras me aproximaba a la ventanilla, aprecié a quien me atendería: Ojos café oscuros, cabello medio, largo y recogido, con un cubrebocas distintivo. El solo contorno de las cejas hablaba. Quizá tendría unos 24 años. Sus manos se veían maltratadas, quizá por tanto gel; pero todo lo del escritorio estaba bien acomodado. Se notaba el orden.

—Buenos días, princesa.

De repente arqueó las cejas y eso lo decía todo. Sentí miles de cuchillos clavados en mí.

No podía verle el rostro, pero así como nos damos cuenta cuando alguien sonríe, así era notorio el disgusto. Esperaba lo peor, mínimo que el fuego de sus ojos lo exhalara a través del cubrebocas.

Pero con una fingida voz dulce pero firme, me dijo: —No me llame princesa, señor.

Me quedé como Cardoso cuando Creolina se levantó el velo… Sorpresato et atonio, tardé en reaccionar. Para mí, desde niño todas las mujeres son princesas... y a mi cerebro le costaba procesar la negativa y el evidente enojo.

Por fin reaccioné pidiendo disculpas.

—Oh, me disculpo, ¿su nombre es?

—Martha.

—Bien, Martha. Buenos días, ¿cómo está usted?

Y con tono de enfado me dijo: —¿En qué le puedo ayudar, señor?

Ni siquiera me contestó la pregunta.

“Bertha has been danced”, pensé para mí. Tanto tiempo esperé para hacer el trámite como para que me la hagan de emoción por esta circunstancia. Aun así, presenté mis papeles.

Llevaba copia de todo y documentos extras por si las ‘flais’, y creo que no di oportunidad de nada, pero...

—La solicitud está en computadora, señor.

—Eam, ¿¡no es mejor!? (No creo que me hagan un estudio de grafología).

—Tiene que ser a mano y con letra de molde.

No daba crédito a mis oídos. Ya mi cuerpo había sido apuñalado y ahora mis oídos me taladraban la misma palabra: “Princesa, princesa, princesa”. “Ándale, chiquito”, como diría mi abuela.

Estaba sorprendido. Y ante la exigencia de la hoja original de la solicitud del trámite, me llegó la iluminación de repente.

Había llevado la hoja impresa precisamente porque se veía mejor que la hecha a mano. Así, la saqué del fólder y le dije con cierto descanso: “Aquí la traigo”.

Las cejas de Martha se arquearon de nuevo... Sentí que me cortaría en dos…

Siguió revisando con mucho detalle cada documento que presenté. Todos estaban certificados por un notario.

De pronto, ella sólo se hizo hacia atrás con todo y silla. Iba a sacar algo del cajón.

“Mínimo una pistola”, pensé. Pero no; era un sello.

Fueron los 10 segundos más largos de mi vida, y los últimos cinco todavía fueron en cámara lenta. Seguí sus movimientos con cierto suspenso y claramente vi cómo se desplazaba la almohadilla al caer sobre el papel y tintarlo de azul.

Me selló la solicitud impresa y me la dio. Selló la hecha a mano y me dijo:

—Listo, para mañana.

Me sorprendí de todas formas y respiré con alivio. Ya me iba a levantar cuando con su verdadera voz me dice con tono firme:

—No nos diga princesas, o pida permiso para hacerlo.

Sólo alcancé a balbucear un “gracias”.

Rumbo a la salida iba muy muy confundido. Martha hablaba por todas las mujeres del planeta con ese “nos”.

Esperaba al día siguiente la tendencia en redes de #TodosSomosMartha, o mínimo #NoSomosPrincesas.

¿En qué momento nos perdimos, o nos estamos perdiendo?

Quizá nos cuando la banalidad llenó el vacío emocional de la juventud, o cuando los “laiks” de las publicaciones en redes sociales sustituyeron a la cortesía, o cuando en casa la educación de las virtudes dejó de ser prioridad para los padres, o cuando los jóvenes se sintieron exigentes y merecedores de derechos inexistentes.

Esa “sensibilitis” o inflamación de la sensibilidad es consecuencia de una desvirtuación del orgullo personal. Aunque también la pandemia puede ser la responsable de estas circunstancias, aprovechando que ahora el coronavirus es culpable hasta de la incertidumbre.

¿Acaso problemas sociales como el maltrato a los animales, la hambruna, el abuso infantil, la basura, la contaminación, o el sufrimiento de abuelos abandonados, no merecen la empatía de la juventud?

Deshumanizarse jamás será una alternativa si lo que buscamos es construir comunidades sólidas y de objetivos claros, con beneficios para todos. Se puede estar de acuerdo o no con cualquier asunto, pero no por ello nos convertiremos en personas indolentes, o peor aún, indiferentes a la justicia.

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Creo que en este mundo deberían existir más personas comprometidas en hacer algo positivo por los demás, y debería de haber más princesas y menos orgullo mal encaminado.