/ jueves 1 de octubre de 2020

Sin medias tintas | Los dos lobos

Durante una noche de invierno, un jefe indio conversaba con sus nietos alrededor de una fogata, y les decía que mucho tiempo atrás su padre le platicó en una ocasión acerca de la lucha entre dos lobos enormes.

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La pelea de esos dos fieros animales era violenta, y parecía a muerte. Uno de los lobos era malo, envidioso, rencoroso, arrogante y orgulloso, mientras que el otro era bondadoso, alegre, amoroso, humilde y generoso.

Mientras platicaba esas características de los lobos el jefe indio miraba a los ojos de sus nietos. «Ese encuentro entre ambos animales es como la lucha interior que se da dentro de cada uno de ustedes», les dijo después.

«¿Y cuál de los lobos crees que ganará, abuelo?», le preguntó uno de los pequeños.

El jefe respondió simplemente: «El que alimentes».

Hay muchas historias como esta en las diversas culturas alrededor del mundo; y no es de extrañarse que sean las milenarias en donde estos relatos son más comunes. Siempre hay una lección de vida, una decisión ética, una solución razonada a un conflicto. Esas historias estaban relacionadas con el ser, el bienestar individual y el equilibrio emocional.

Las civilizaciones que desarrollaron esas culturas —o viceversa— crearon mitologías a través de narraciones que fueron pasando de generación en generación; pero sustentadas en la metafísica. Es decir, en la observación de la naturaleza, los principios y componentes fundamentales de la realidad.

En todas las civilizaciones antiguas el ser era fundamental porque se comprendió que el hombre era parte de la naturaleza y no podía desligarse de ella. De ahí la importancia que le daban esas culturas a cultivar el estado emocional a los pequeños. Por supuesto que en esa enseñanza coexistían los intereses de la comunidad.

Hoy los métodos —si es que puede llamárseles así— de enseñanza a los niños son muy diferentes; pero la esencia se mantiene precisamente porque ese ser nos acompaña en todo el camino de nuestras vidas.

Sin embargo, debemos admitir con tristeza que se ha fracasado en el propósito de transmitir o crear fortaleza emocional en los pequeños —entre otras cosas más—. No les hemos ayudado a construir virtudes, sino vicios. Los hemos hecho más dependientes de la familia y del mínimo esfuerzo, además de que nos ha fallado esa formación para vivir en comunidad.

Los derechos básicos del hombre deben estar protegidos para que nuestra sociedad pueda ser llamada justa, dice el premio Nobel Amartya Sen, y la educación es uno de esos derechos. Sólo así se crean sociedades más igualitarias e incluyentes.

Pero si no somos corresponsables, si no somos ciudadanos activos y participativos, o no dialogamos para llegar a acuerdos y exigir esa educación necesaria, seguiremos estancados en lo mismo y buscando cómo salir.

Durante una noche de invierno, un jefe indio conversaba con sus nietos alrededor de una fogata, y les decía que mucho tiempo atrás su padre le platicó en una ocasión acerca de la lucha entre dos lobos enormes.

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La pelea de esos dos fieros animales era violenta, y parecía a muerte. Uno de los lobos era malo, envidioso, rencoroso, arrogante y orgulloso, mientras que el otro era bondadoso, alegre, amoroso, humilde y generoso.

Mientras platicaba esas características de los lobos el jefe indio miraba a los ojos de sus nietos. «Ese encuentro entre ambos animales es como la lucha interior que se da dentro de cada uno de ustedes», les dijo después.

«¿Y cuál de los lobos crees que ganará, abuelo?», le preguntó uno de los pequeños.

El jefe respondió simplemente: «El que alimentes».

Hay muchas historias como esta en las diversas culturas alrededor del mundo; y no es de extrañarse que sean las milenarias en donde estos relatos son más comunes. Siempre hay una lección de vida, una decisión ética, una solución razonada a un conflicto. Esas historias estaban relacionadas con el ser, el bienestar individual y el equilibrio emocional.

Las civilizaciones que desarrollaron esas culturas —o viceversa— crearon mitologías a través de narraciones que fueron pasando de generación en generación; pero sustentadas en la metafísica. Es decir, en la observación de la naturaleza, los principios y componentes fundamentales de la realidad.

En todas las civilizaciones antiguas el ser era fundamental porque se comprendió que el hombre era parte de la naturaleza y no podía desligarse de ella. De ahí la importancia que le daban esas culturas a cultivar el estado emocional a los pequeños. Por supuesto que en esa enseñanza coexistían los intereses de la comunidad.

Hoy los métodos —si es que puede llamárseles así— de enseñanza a los niños son muy diferentes; pero la esencia se mantiene precisamente porque ese ser nos acompaña en todo el camino de nuestras vidas.

Sin embargo, debemos admitir con tristeza que se ha fracasado en el propósito de transmitir o crear fortaleza emocional en los pequeños —entre otras cosas más—. No les hemos ayudado a construir virtudes, sino vicios. Los hemos hecho más dependientes de la familia y del mínimo esfuerzo, además de que nos ha fallado esa formación para vivir en comunidad.

Los derechos básicos del hombre deben estar protegidos para que nuestra sociedad pueda ser llamada justa, dice el premio Nobel Amartya Sen, y la educación es uno de esos derechos. Sólo así se crean sociedades más igualitarias e incluyentes.

Pero si no somos corresponsables, si no somos ciudadanos activos y participativos, o no dialogamos para llegar a acuerdos y exigir esa educación necesaria, seguiremos estancados en lo mismo y buscando cómo salir.