/ lunes 9 de diciembre de 2019

Sin medias tintas | Malas palabras

Dentro de la sabiduría popular hay una famosa frase que dice “una palabra mal dicha hiere más que 1,000 cuchillos”… Ese pueblo sabio no se equivoca.

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Es verdad que las palabras pueden causar dolor, alegría e incluso euforia; pueden cambiar de hecho el curso de la vida en algunas personas.

Que yo sepa, nadie cuenta con el catálogo predictivo para el uso de las palabras. Es decir, nadie sabe cuándo deben decirse ni cuáles de ellas marcarán una diferencia.

Los padres, maestros y familiares y amigos tenemos una gran responsabilidad en este asunto, porque todos somos individuos; somos únicos. Lo que se le dice a una persona no necesariamente funciona para la otra.

Como ejemplo de lo importante que es cuidar las palabras, permítame contarle una historia verídica:

Mario era un niño modelo, educado e inteligente. Aprendió a caminar y hablar mucho antes que sus compañeros. En la escuela superaba a los demás con facilidad en todas las asignaturas y aparecía en el cuadro de honor de su grupo de primaria cada mes.

Enrique y Alejandra, sus padres, se distinguían por darle a Mario lo necesario y más. Ambos trabajaban y no les iba nada mal. Era una familia en donde reinaba la armonía y la felicidad… pero todo cambiaría 11 años atrás, en el mes de diciembre.

Enrique platicaba con Mario sobre su petición a Santa:

—¿Qué le pedirás a Santa, eh?

—¡Una bicicleta! Le pediré una bicicleta.

—Me parece bien, pero las bicicletas sólo son para los niños buenos.

Estoy seguro de que hoy Enrique hubiese cambiado toda la historia de esa noche de diciembre.

Santa no le trajo a Mario la bicicleta, pero sí una patineta. Si bien estaba feliz, mala hora resultó ver que al vecino de al lado sí le regalaron una bicicleta. ¿Cómo era eso posible? Ese niño no sólo no se portaba bien, sino que además era mal educado e irrespetuoso con sus padres.

Para este niño de ocho años más inteligente de lo normal algo no cuadraba. ¿Qué sentido tenía portarse bien y ser un buen estudiante si al otro le hacían un mejor regalo que a él?

El asunto se complicó a los 9, cuando se entera de que Santa era en realidad su padre. En ese crucial momento Mario cree que su padre no lo valora como un buen niño.

Una circunstancia emocional inolvidable para él que lo orillaría a su primer contacto con las drogas a los 15 años. Durante los dos siguientes experimentaría con diferentes drogas tratando de encontrar el porqué del poco valor que le daba su padre.

Enrique y Alejandra creían que había fallado como padres; pero no. Lo sucedido fue simplemente consecuencia de la individualidad de su hijo.

Con ayuda, terapia y mucho amor y comprensión, Mario está intentando salir del mundo de las drogas; pero el daño ahí está y esas sustancias le han arrebatado prácticamente tres años, que desesperadamente intenta recuperar.

Son palabras inocentes que marcaron una vida.

No olvidemos entonces esa individualidad que nos distingue, así como las emociones que ocasionamos por cada palabra mal o bien dicha.

Dentro de la sabiduría popular hay una famosa frase que dice “una palabra mal dicha hiere más que 1,000 cuchillos”… Ese pueblo sabio no se equivoca.

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Es verdad que las palabras pueden causar dolor, alegría e incluso euforia; pueden cambiar de hecho el curso de la vida en algunas personas.

Que yo sepa, nadie cuenta con el catálogo predictivo para el uso de las palabras. Es decir, nadie sabe cuándo deben decirse ni cuáles de ellas marcarán una diferencia.

Los padres, maestros y familiares y amigos tenemos una gran responsabilidad en este asunto, porque todos somos individuos; somos únicos. Lo que se le dice a una persona no necesariamente funciona para la otra.

Como ejemplo de lo importante que es cuidar las palabras, permítame contarle una historia verídica:

Mario era un niño modelo, educado e inteligente. Aprendió a caminar y hablar mucho antes que sus compañeros. En la escuela superaba a los demás con facilidad en todas las asignaturas y aparecía en el cuadro de honor de su grupo de primaria cada mes.

Enrique y Alejandra, sus padres, se distinguían por darle a Mario lo necesario y más. Ambos trabajaban y no les iba nada mal. Era una familia en donde reinaba la armonía y la felicidad… pero todo cambiaría 11 años atrás, en el mes de diciembre.

Enrique platicaba con Mario sobre su petición a Santa:

—¿Qué le pedirás a Santa, eh?

—¡Una bicicleta! Le pediré una bicicleta.

—Me parece bien, pero las bicicletas sólo son para los niños buenos.

Estoy seguro de que hoy Enrique hubiese cambiado toda la historia de esa noche de diciembre.

Santa no le trajo a Mario la bicicleta, pero sí una patineta. Si bien estaba feliz, mala hora resultó ver que al vecino de al lado sí le regalaron una bicicleta. ¿Cómo era eso posible? Ese niño no sólo no se portaba bien, sino que además era mal educado e irrespetuoso con sus padres.

Para este niño de ocho años más inteligente de lo normal algo no cuadraba. ¿Qué sentido tenía portarse bien y ser un buen estudiante si al otro le hacían un mejor regalo que a él?

El asunto se complicó a los 9, cuando se entera de que Santa era en realidad su padre. En ese crucial momento Mario cree que su padre no lo valora como un buen niño.

Una circunstancia emocional inolvidable para él que lo orillaría a su primer contacto con las drogas a los 15 años. Durante los dos siguientes experimentaría con diferentes drogas tratando de encontrar el porqué del poco valor que le daba su padre.

Enrique y Alejandra creían que había fallado como padres; pero no. Lo sucedido fue simplemente consecuencia de la individualidad de su hijo.

Con ayuda, terapia y mucho amor y comprensión, Mario está intentando salir del mundo de las drogas; pero el daño ahí está y esas sustancias le han arrebatado prácticamente tres años, que desesperadamente intenta recuperar.

Son palabras inocentes que marcaron una vida.

No olvidemos entonces esa individualidad que nos distingue, así como las emociones que ocasionamos por cada palabra mal o bien dicha.