/ martes 25 de mayo de 2021

Sin medias tintas | Política y ley

La impotencia es una de las sensaciones más desagradables en cualquiera de sus formas, sin importar que la causa se vea de lejos o se viva de cerca. Quienes la hemos sentido en alguna ocasión ante la muerte de un familiar o amigo, por ejemplo, podemos dar testimonio de que inclusive causa dolor; se revuelve el estómago y hasta se estruja el corazón.

El sufrimiento de otras personas provoca también una de las peores sensaciones de impotencia. Quisiéramos tener una frase o varita mágicas para llevarles paz y tranquilidad; pero la imposibilidad causa impotencia y el consiguiente dolor.

Ver a una niña palestina preguntándose qué puede hacer para detener la destrucción de su ciudad por los cohetes israelíes si ella sólo tiene 10 años, debería bastar para sensibilizar hasta el corazón más duro.

Y si no quiere ir tan lejos como el Medio Oriente, todo es cuestión de recordar las escenas de la gente envuelta en llamas tras la explosión de un ducto de gasolina en Tlahuelilpan, o los gritos de las personas aplastadas después de la caída de los vagones del Metro de la línea 12 en la Ciudad de México.

Ejemplos hay muchos para sentir impotencia. Hay sin embargo unos que están por encima de la media: cuando la política usa la ley, que se supone es la esencia de la justicia, para escudar a quien(es) viola(n) las mismas leyes, o cuando se usa la ley con fines políticos para perseguir (o proteger) a personas que no han cometido delito alguno (o lo cometieron).

La ley no debe usarse como moneda de cambio en la política; eso conduce a la pérdida de confianza ciudadana en la democracia misma, y es una de las razones del desequilibrio social que estamos viendo actualmente.

Tan importante debe ser castigar a quien hace uso indebido de los recursos públicos como devolver una casa a sus legítimos dueños.

Como denuncié antes en otros espacios, en Hermosillo hay personajes plenamente identificables que se dedican a invadir casas usando la pobreza de las familias como bandera —en su momento le llamé ‘casapafas’—, pero cobrándoles a éstas una módica cuota de mil pesos cada mes por haberles conseguido el espacio para vivir. Y si consideramos que son más de 500 familias las ‘beneficiadas’, pues haga usted las cuentas de lo que se embolsan mensualmente.

Dirá usted: “pues qué bueno, para que no estén las casas solas”; pero seguramente echaría chispas si el bien en cuestión fuera uno suyo.

Y la impotencia viene precisamente por la protección otorgada a estos personajes por las mismas autoridades responsables de evitar que sucedan tales delitos. Una protección política en donde la Ley no cuenta, quizá por conveniencia… O reparto de utilidades.

La impotencia es una de las sensaciones más desagradables en cualquiera de sus formas, sin importar que la causa se vea de lejos o se viva de cerca. Quienes la hemos sentido en alguna ocasión ante la muerte de un familiar o amigo, por ejemplo, podemos dar testimonio de que inclusive causa dolor; se revuelve el estómago y hasta se estruja el corazón.

El sufrimiento de otras personas provoca también una de las peores sensaciones de impotencia. Quisiéramos tener una frase o varita mágicas para llevarles paz y tranquilidad; pero la imposibilidad causa impotencia y el consiguiente dolor.

Ver a una niña palestina preguntándose qué puede hacer para detener la destrucción de su ciudad por los cohetes israelíes si ella sólo tiene 10 años, debería bastar para sensibilizar hasta el corazón más duro.

Y si no quiere ir tan lejos como el Medio Oriente, todo es cuestión de recordar las escenas de la gente envuelta en llamas tras la explosión de un ducto de gasolina en Tlahuelilpan, o los gritos de las personas aplastadas después de la caída de los vagones del Metro de la línea 12 en la Ciudad de México.

Ejemplos hay muchos para sentir impotencia. Hay sin embargo unos que están por encima de la media: cuando la política usa la ley, que se supone es la esencia de la justicia, para escudar a quien(es) viola(n) las mismas leyes, o cuando se usa la ley con fines políticos para perseguir (o proteger) a personas que no han cometido delito alguno (o lo cometieron).

La ley no debe usarse como moneda de cambio en la política; eso conduce a la pérdida de confianza ciudadana en la democracia misma, y es una de las razones del desequilibrio social que estamos viendo actualmente.

Tan importante debe ser castigar a quien hace uso indebido de los recursos públicos como devolver una casa a sus legítimos dueños.

Como denuncié antes en otros espacios, en Hermosillo hay personajes plenamente identificables que se dedican a invadir casas usando la pobreza de las familias como bandera —en su momento le llamé ‘casapafas’—, pero cobrándoles a éstas una módica cuota de mil pesos cada mes por haberles conseguido el espacio para vivir. Y si consideramos que son más de 500 familias las ‘beneficiadas’, pues haga usted las cuentas de lo que se embolsan mensualmente.

Dirá usted: “pues qué bueno, para que no estén las casas solas”; pero seguramente echaría chispas si el bien en cuestión fuera uno suyo.

Y la impotencia viene precisamente por la protección otorgada a estos personajes por las mismas autoridades responsables de evitar que sucedan tales delitos. Una protección política en donde la Ley no cuenta, quizá por conveniencia… O reparto de utilidades.