/ viernes 5 de agosto de 2022

Sin medias tintas | Pueblo sin ley

Desde sus orígenes el hombre ha buscado las mejores formas de regular la conducta de la vida en comunidad. La evolución nos clasifica como animales y, por tanto, como ha demostrado la ciencia, somos proclives a conductas instintivas, mientras que en contraparte el raciocinio nos coloca por encima de las especies de nuestro planeta. En otras palabras, tenemos la capacidad —se supone— para controlar nuestros instintos cuando vivimos en sociedad.

Pero para asegurarnos de que así sea se crearon las normas que regulan tales conductas: las leyes. La historia al respecto es por demás antigua, ya que el primer registro de leyes escritas se remonta al siglo XXIV antes de Cristo. Desde entonces se manejaba el supuesto de que la legalidad implica justicia —o kosmos, como diría después el gran Aristóteles— pues se busca el orden, la convivencia y la vida buena.

Cada conducta contraria al bien común suponía un castigo al modo lex talionis. Si la mala conducta implicaba la pérdida de un brazo, por ejemplo, el castigo era perder igualmente un brazo. Las leyes mantuvieron entonces el orden en beneficio común y durante años se alcanzó la paz en las antiguas civilizaciones.

Hoy sin embargo debería ser motivo de preocupación que el presidente de un país exprese en cadena nacional: “No me vengan con que la ley es la ley”. La ley no es lo mismo que la justicia, eso está claro, pero ninguna persona debe imponer tramposamente su sentido de justicia por sobre las leyes, mucho menos en los países donde se ha derramado tanta sangre para la consolidación de un sistema democrático.

En varias colaboraciones he manifestado la importancia del bien común en la consolidación de las comunidades. De hecho, en este nombre lleva el ideal; lo que es común para todos debe ser bueno si el fin es reunirse para el bienestar y alcanzar la felicidad. Pero pierde todo sentido de la proporción cuando una sola persona decide por encima de la nación lo que es benéfico o no, o cuando un Congreso modifica las leyes considerando el interés político de un solo individuo.

Todavía es más peligrosa la creencia ciega que le profesan los seguidores al Presidente, porque su expresión puede usarse como justificación y desencadenar conductas inapropiadas tan delicadas como su afirmación. En Ciudad Obregón ya sucedió que la autoridad no pudo cumplimentar el desalojo de una propiedad invadida porque “el pueblo bueno” se unió contra quienes realizaban la diligencia y los corrieron a pedradas mientras gritaban consignas a favor de López Obrador.

Aquí y ahora la unidad ciudadana será fundamental. Se requiere de ciudadanos comprometidos con la comunidad y con México, para defender así los valores de la democracia, combatir la polarización —con que se quiere gobernar— y la indiferencia ante el daño que ésta ocasiona. Estamos a tiempo.


Desde sus orígenes el hombre ha buscado las mejores formas de regular la conducta de la vida en comunidad. La evolución nos clasifica como animales y, por tanto, como ha demostrado la ciencia, somos proclives a conductas instintivas, mientras que en contraparte el raciocinio nos coloca por encima de las especies de nuestro planeta. En otras palabras, tenemos la capacidad —se supone— para controlar nuestros instintos cuando vivimos en sociedad.

Pero para asegurarnos de que así sea se crearon las normas que regulan tales conductas: las leyes. La historia al respecto es por demás antigua, ya que el primer registro de leyes escritas se remonta al siglo XXIV antes de Cristo. Desde entonces se manejaba el supuesto de que la legalidad implica justicia —o kosmos, como diría después el gran Aristóteles— pues se busca el orden, la convivencia y la vida buena.

Cada conducta contraria al bien común suponía un castigo al modo lex talionis. Si la mala conducta implicaba la pérdida de un brazo, por ejemplo, el castigo era perder igualmente un brazo. Las leyes mantuvieron entonces el orden en beneficio común y durante años se alcanzó la paz en las antiguas civilizaciones.

Hoy sin embargo debería ser motivo de preocupación que el presidente de un país exprese en cadena nacional: “No me vengan con que la ley es la ley”. La ley no es lo mismo que la justicia, eso está claro, pero ninguna persona debe imponer tramposamente su sentido de justicia por sobre las leyes, mucho menos en los países donde se ha derramado tanta sangre para la consolidación de un sistema democrático.

En varias colaboraciones he manifestado la importancia del bien común en la consolidación de las comunidades. De hecho, en este nombre lleva el ideal; lo que es común para todos debe ser bueno si el fin es reunirse para el bienestar y alcanzar la felicidad. Pero pierde todo sentido de la proporción cuando una sola persona decide por encima de la nación lo que es benéfico o no, o cuando un Congreso modifica las leyes considerando el interés político de un solo individuo.

Todavía es más peligrosa la creencia ciega que le profesan los seguidores al Presidente, porque su expresión puede usarse como justificación y desencadenar conductas inapropiadas tan delicadas como su afirmación. En Ciudad Obregón ya sucedió que la autoridad no pudo cumplimentar el desalojo de una propiedad invadida porque “el pueblo bueno” se unió contra quienes realizaban la diligencia y los corrieron a pedradas mientras gritaban consignas a favor de López Obrador.

Aquí y ahora la unidad ciudadana será fundamental. Se requiere de ciudadanos comprometidos con la comunidad y con México, para defender así los valores de la democracia, combatir la polarización —con que se quiere gobernar— y la indiferencia ante el daño que ésta ocasiona. Estamos a tiempo.