/ sábado 18 de junio de 2022

Sin medias tintas | ¡¿Y qué tiene?!

Ernesto vivió en la casa de sus padres hasta los 25 años. Ahí pasó una feliz infancia, una conflictiva adolescencia y una difícil joven adultez. Sus padres eran personas extraordinarias, con un alto sentido de la importancia de la educación y del civismo, y de lo necesario que es hacer comunidad con los demás para mejorar el entorno.

Encontró en Monterrey un buen trabajo con excelente salario, pero muy demandante, y se fue durante cinco años. Si bien hablaba con sus padres cada vez que podía, le resultaba difícil viajar para recibir ese aliento paternal o esa caricia amorosa de su madre, porque debía estar siempre disponible. Era estresante, pero le gustaba lo que hacía. Les aseguraba a sus padres que era feliz, y para ellos eso era más que suficiente.

Tras la muerte de ambos padres, regresó a Hermosillo hace dos semanas con mucho pesar para arreglar los funerales y realizar los trámites legales de la herencia por ser hijo único.

Vivían bien, en una colonia de clase media alta. Su hogar era el más amplio y grande de la cuadra porque su padre construyó prácticamente otra casa en el segundo piso, con la esperanza de que algún día su hijo regresara para hacer familia.

Pero desde el momento que regresó, Ernesto se dio cuenta de que su comunidad había cambiado mucho en cinco años. La calle donde vivió no era la misma. El parque estaba descuidado y sus vecinos de las casas aledañas, con los que había compartido amistad, bicicletas, deportes, refrescos y cigarros, ya no vivían ahí. Ambos se habían mudado entre el 2020 y el 2021. Las casas aún estaban en venta, como lo anunciaban enormes mantas con un número telefónico, y se veían como fortificaciones; cerradas con candados y cadenas por todas partes. Sus padres nunca le habían dicho nada de eso.

Ocupaba sus días para hacer trámites y fumaba en la cochera por las noches cuando sentía que se le hinchaban los ojos por los recuerdos. No había un alma en la calle después de las 9 de la noche, pero fue testigo de varias cosas raras. Veía vehículos pasar lentamente al otro lado del parque, se detenían en una casa que lucía descuidada —Las grandes casas de uno y otro lado tenían letreros de SE RENTA— y rápidamente se bajaba y subía alguien. Tampoco veía a jóvenes haciendo deporte, pero sí a personas extrañas caminando hacia la casa en cuestión. Inmediatamente supo de qué se trataba, y sintió tristeza por su colonia.

Luego, ese sentimiento se convirtió en impotencia cuando se enteró de cómo murieron sus padres: Volcaron su auto entre el libramiento Guaymas-Empalme, cuando se negaron a entregárselo a un comando que los amagó con armas largas. Nadie le había dicho nada de eso. Fue uno más de los sucesos del que todo mundo se entera y nadie habla.

La angustia llegó cuando denunció anónimamente las actividades de la casa en cuestión y se dio cuenta de que fue en vano. Quince días de emociones fueron suficientes para él.

¡¿Y qué tiene que pasen esas cosas?!, preguntarán algunos.

La cuestión es que hoy son tres casas en venta.

Ernesto vivió en la casa de sus padres hasta los 25 años. Ahí pasó una feliz infancia, una conflictiva adolescencia y una difícil joven adultez. Sus padres eran personas extraordinarias, con un alto sentido de la importancia de la educación y del civismo, y de lo necesario que es hacer comunidad con los demás para mejorar el entorno.

Encontró en Monterrey un buen trabajo con excelente salario, pero muy demandante, y se fue durante cinco años. Si bien hablaba con sus padres cada vez que podía, le resultaba difícil viajar para recibir ese aliento paternal o esa caricia amorosa de su madre, porque debía estar siempre disponible. Era estresante, pero le gustaba lo que hacía. Les aseguraba a sus padres que era feliz, y para ellos eso era más que suficiente.

Tras la muerte de ambos padres, regresó a Hermosillo hace dos semanas con mucho pesar para arreglar los funerales y realizar los trámites legales de la herencia por ser hijo único.

Vivían bien, en una colonia de clase media alta. Su hogar era el más amplio y grande de la cuadra porque su padre construyó prácticamente otra casa en el segundo piso, con la esperanza de que algún día su hijo regresara para hacer familia.

Pero desde el momento que regresó, Ernesto se dio cuenta de que su comunidad había cambiado mucho en cinco años. La calle donde vivió no era la misma. El parque estaba descuidado y sus vecinos de las casas aledañas, con los que había compartido amistad, bicicletas, deportes, refrescos y cigarros, ya no vivían ahí. Ambos se habían mudado entre el 2020 y el 2021. Las casas aún estaban en venta, como lo anunciaban enormes mantas con un número telefónico, y se veían como fortificaciones; cerradas con candados y cadenas por todas partes. Sus padres nunca le habían dicho nada de eso.

Ocupaba sus días para hacer trámites y fumaba en la cochera por las noches cuando sentía que se le hinchaban los ojos por los recuerdos. No había un alma en la calle después de las 9 de la noche, pero fue testigo de varias cosas raras. Veía vehículos pasar lentamente al otro lado del parque, se detenían en una casa que lucía descuidada —Las grandes casas de uno y otro lado tenían letreros de SE RENTA— y rápidamente se bajaba y subía alguien. Tampoco veía a jóvenes haciendo deporte, pero sí a personas extrañas caminando hacia la casa en cuestión. Inmediatamente supo de qué se trataba, y sintió tristeza por su colonia.

Luego, ese sentimiento se convirtió en impotencia cuando se enteró de cómo murieron sus padres: Volcaron su auto entre el libramiento Guaymas-Empalme, cuando se negaron a entregárselo a un comando que los amagó con armas largas. Nadie le había dicho nada de eso. Fue uno más de los sucesos del que todo mundo se entera y nadie habla.

La angustia llegó cuando denunció anónimamente las actividades de la casa en cuestión y se dio cuenta de que fue en vano. Quince días de emociones fueron suficientes para él.

¡¿Y qué tiene que pasen esas cosas?!, preguntarán algunos.

La cuestión es que hoy son tres casas en venta.