/ viernes 11 de octubre de 2019

Las musas huérfanas en Las Lunas de Urano 

La emoción es una soga sutil que de a poco nos decomisa la respiración

Contemplar. Sentir que la vida está enfrente de nosotros. Que la luz tenue, la mirada portentosa, nos cuenta las muchas historias de dolor inteligente. Porque ambos elementos son consecuencia del talento. Porque la inteligencia está ligada con esa manera tácita de mirar.

Hablo de Isabel, el personaje que habita en Carmen Mastache, la actriz. Hablo de Las musas huérfanas, dramaturgia de Michel Marc-Bouchard, ese montaje bajo la dirección de Boris Schoemann, y en manufactura de la compañía Los 4 gatos. Digo la consternación que me ocurre al escuchar y ver y sentir, en ese espacio que es Andamios Teatro, en el marco de Las Lunas de Urano, Tercer Festival Nacional Shakespeare en el Desierto 2019.

Desentrañar los elementos que conforman la existencia del ser humano. Mirar allí, sobre la mesa, literalmente, las mezquindades, la locura, el agudísimo sentido del humor, los niños que nunca dejaremos de ser.

Cuán vulnerable nos parió la vida, la reiteración se nos viene encima al contemplar la puesta en escena de ese libreto dicho con la más implacable sabiduría del oficio de los actores-actrices: Llever Aiza, Indira Pensado, Tania González, Carmen Mastache.

Para eso sirve el teatro, me digo, me he dicho forever: para volver a ser lo que soy. El niño olvidado de la mano de Dios. Las mentiras repetidas como un cincel para esculpir la vida. El dedo del otro que señala abominable la posibilidad del otro amor, el del abrazo con un par tuyo que contiene entre las piernas el mismo sexo.

Los 4 gatos no tienen límites, se dan a manos llenas, como si en el actuar estuviera implícito el último día de existencia.

Y si vinieron a Hermosillo fue precisamente a contarnos la desolación de cuatro hermanos al abandono de la madre, esa proeza de la mujer que ama y en el amar le va la vida entera, inclusive la de sus mismos hijos.

¿Por qué no la crítica es hacia el padre que también se va, incluso en la mayoría de las ocasiones? Porque quizá para el dramaturgo tratar el tema de la ausencia del varón que engendra significa un lugar común y casi casi ya un acto obligado.

El escritor elige y dialoga con sus personajes, los esculpe a perfección y en sus decisiones logra la genialidad en esas frases que nos revelan la sensatez y el estupor, la huella indeleble del abandono: hito que marca el intestino para siempre.

Si me pusiera a escribir la gracia del montaje, su locación que es una casa arriba de la montaña, donde la locura se desenvuelve en palabras escritas por un narrador obsesivo e ingenioso que biografía la vida en ficción de lo que pudieron ser los días de su madre desde hace veinte años ausente…

…tendría que decir también que la palabra (otra vez) se vuelve obsesión y sus significados visten el escenario como una búsqueda para decir el sentimiento.

Un gis como guía de los descubrimientos constantes de la crueldad, la gracia, los infortunios, la perversión de la hermana mayor que en su responsabilidad de guiar se convierte en la mutilación emocional de la hija menor que su madre le hereda arbitraria.

El pez más grande que abusa de los más diminutos. La historia de antaño que ocurre dentro de las cuatro paredes que habitamos todos y por nombre lleva vida.

No la complacencia, no al final feliz. La palabra que miente como un juego de revancha para llamarnos a cuentas, porque todos alguna vez hemos pronunciado la crueldad en una frase que se inventa para rasgar el interior del otro.

Me conmueve la triste inmensidad de Isabel, la insondable inteligencia con la que lo mira todo desde esa aparente insulsa mirada, la mirada que encandila los ojos del espectador.

Volver en la memoria a la puesta en escena es abrir las puertas de la emoción, a ese demasiado sentir porque en la luz, el vestuario, la escenografía, el texto, las actuaciones, el canto, la mismísima canción Ay chinita que sí, existe la estética que en lenguaje de espectador debe ser que signifique la más plausible de todas las catarsis.

Contemplar. Sentir que la vida está enfrente de nosotros. Que la luz tenue, la mirada portentosa, nos cuenta las muchas historias de dolor inteligente. Porque ambos elementos son consecuencia del talento. Porque la inteligencia está ligada con esa manera tácita de mirar.

Hablo de Isabel, el personaje que habita en Carmen Mastache, la actriz. Hablo de Las musas huérfanas, dramaturgia de Michel Marc-Bouchard, ese montaje bajo la dirección de Boris Schoemann, y en manufactura de la compañía Los 4 gatos. Digo la consternación que me ocurre al escuchar y ver y sentir, en ese espacio que es Andamios Teatro, en el marco de Las Lunas de Urano, Tercer Festival Nacional Shakespeare en el Desierto 2019.

Desentrañar los elementos que conforman la existencia del ser humano. Mirar allí, sobre la mesa, literalmente, las mezquindades, la locura, el agudísimo sentido del humor, los niños que nunca dejaremos de ser.

Cuán vulnerable nos parió la vida, la reiteración se nos viene encima al contemplar la puesta en escena de ese libreto dicho con la más implacable sabiduría del oficio de los actores-actrices: Llever Aiza, Indira Pensado, Tania González, Carmen Mastache.

Para eso sirve el teatro, me digo, me he dicho forever: para volver a ser lo que soy. El niño olvidado de la mano de Dios. Las mentiras repetidas como un cincel para esculpir la vida. El dedo del otro que señala abominable la posibilidad del otro amor, el del abrazo con un par tuyo que contiene entre las piernas el mismo sexo.

Los 4 gatos no tienen límites, se dan a manos llenas, como si en el actuar estuviera implícito el último día de existencia.

Y si vinieron a Hermosillo fue precisamente a contarnos la desolación de cuatro hermanos al abandono de la madre, esa proeza de la mujer que ama y en el amar le va la vida entera, inclusive la de sus mismos hijos.

¿Por qué no la crítica es hacia el padre que también se va, incluso en la mayoría de las ocasiones? Porque quizá para el dramaturgo tratar el tema de la ausencia del varón que engendra significa un lugar común y casi casi ya un acto obligado.

El escritor elige y dialoga con sus personajes, los esculpe a perfección y en sus decisiones logra la genialidad en esas frases que nos revelan la sensatez y el estupor, la huella indeleble del abandono: hito que marca el intestino para siempre.

Si me pusiera a escribir la gracia del montaje, su locación que es una casa arriba de la montaña, donde la locura se desenvuelve en palabras escritas por un narrador obsesivo e ingenioso que biografía la vida en ficción de lo que pudieron ser los días de su madre desde hace veinte años ausente…

…tendría que decir también que la palabra (otra vez) se vuelve obsesión y sus significados visten el escenario como una búsqueda para decir el sentimiento.

Un gis como guía de los descubrimientos constantes de la crueldad, la gracia, los infortunios, la perversión de la hermana mayor que en su responsabilidad de guiar se convierte en la mutilación emocional de la hija menor que su madre le hereda arbitraria.

El pez más grande que abusa de los más diminutos. La historia de antaño que ocurre dentro de las cuatro paredes que habitamos todos y por nombre lleva vida.

No la complacencia, no al final feliz. La palabra que miente como un juego de revancha para llamarnos a cuentas, porque todos alguna vez hemos pronunciado la crueldad en una frase que se inventa para rasgar el interior del otro.

Me conmueve la triste inmensidad de Isabel, la insondable inteligencia con la que lo mira todo desde esa aparente insulsa mirada, la mirada que encandila los ojos del espectador.

Volver en la memoria a la puesta en escena es abrir las puertas de la emoción, a ese demasiado sentir porque en la luz, el vestuario, la escenografía, el texto, las actuaciones, el canto, la mismísima canción Ay chinita que sí, existe la estética que en lenguaje de espectador debe ser que signifique la más plausible de todas las catarsis.

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