De pronto repito aún inconsciente la frase aquella en la que Umberto Eco se refiere a quienes no leen. Me impacta porque es una pregunta que de tiempo en tiempo me preocupa. ¿Se necesita leer para ser feliz? O más sencillo ¿Se necesita leer? García Márquez lo dijo así: “Cuando era feliz, e indocumentado”, que es decir, iletrado. ¿Por qué se lee? ¿Para qué se lee? ¿Se es feliz sin haber leído?
Unos defienden la magia de la lectura; el sacrosanto momento de la intimidad entre autor y lector y la puerta abierta para descubrir con él o ella la felicidad que tenemos escondida en alguno de los entresijos de nuestras vidas o acaso en alguna parte de nuestras intimidades más escalofriantes.
Leer puede hacernos felices, muy felices como cuando terminas al Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, de Cervantes, momento del suspiro profundo hasta la última palabra; o de plano desdichados. ¿Quién no resintió en el alma el golpe final de Nicolai Gogol y su Diario de un loco o con el brevísimo hermoso-intenso-insuperable relato de Chejov: Tristeza?…
Quienes leen, se entregan a los libros, a la palabra, a la idea, a la imagen, pero sobre todo se encuentra mano a mano con el autor. Es, digamos, un reto de inteligencias, en donde el autor expone sus algoritmos mentales, expone sus fijaciones hedonistas-felicidades o tristezas y uno las encuentra ahí, ya para reclamarlas como propias o ya para reclamar la inacción de los personajes…
Pero, cuidado, leer no se refiera sólo a la literatura. Leer incluye libros de sabiduría dura y exacta como son los libros de química, física, matemáticas, astronomía, ciencias exactas, contables o administrativas, empresariales o de desarrollo humano, y son encuentros cercanos de todos los tipos con autores que saben que dos más dos son cuatro, y lo prueban…
La literatura es otra cosa: es la vida. Es la recuperación del tiempo perdido puesto en unas páginas que son inolvidables. Pero ocurre que también puede ser pérdida de tiempo, porque asimismo ocurre. Hay lectores que prefieren a ciertos autores o que descubren a nuevos escritores con los que, como con un amigo, se abre la conciencia, el afecto y lo mejor de uno para estar a la altura…
También hay lectores que repudian a ciertos escritores-autores-investigadores-historiadores-científicos. Está bien. La lectura es un asunto tan subjetivo como ‘escribir los versos más tristes esta noche’.
Así que vamos a pensar en lectores: autor y lector terminan por ser una sola persona. Es un acto de amor aceptado. Es un acto de comunicación. Es un momento de meses-semanas-días-horas-segundos en los que o se entiende con ese amigo o de plano no. Pero una cosa es cierta: quien lee un libro no es el mismo que cuando lo comenzó, en esto no hay indiferencia posible.
De pronto se lee a un ritmo frenético del que no podemos escapar, aunque también, como dijera José Vasconcelos ‘hay libros que se leen sentado y hay libros que se leen de pie” Esto último es el ideal, libros que nos sorprendan, que nos marquen la vida, que nos digan lo que nunca jamás hubiéramos imaginado y que se entregan, asimismo, a nosotros como si descubriéramos por primera vez lo que es el suspiro del amor.
Y aquí la frase de Umberto Eco a la que hago alusión: "Quien no lee, a los 70 años habrá vivido una sola vida, ¡la propia! Quien lee habrá vivido 5000 años: Estaba cuando Caín mató a Abel, cuando Renzo se casó con Lucía, cuando Leopardi admiraba el infinito... Porque la lectura es la inmortalidad hacia atrás". Sí. Al leer conocemos la inmortalidad prometida.
Y puestos en los libros de nueva cuenta: no podríamos haber sido testigo de las maravillas que casi enloquecieron a los primeros conquistadores españoles al mirar de frente la traza y belleza de la gran Tenochtitlan. Y esto gracias a las crónicas de Bernal Díaz del Castillo o del mismo Hernán Cortés en sus Cartas de Relación… ¿Cómo podríamos recordar a los pensadores prehispánicos si no es leyendo el Popol Vuh o las reflexiones filosóficas de Nezahualcóyotl?
Nunca hubiéramos podido caminar entre penumbras, silencios, claroscuros, murmullos e intensidades corrosivas como aquellas a las que nos conduce Juan Rulfo en su Pedro Páramo.
Ahí un recorrido inolvidable y que sólo está reservado para quienes entienden que la vida no se resuelve sólo con lo tangible. Para esto hay que entenderse como lector, porque así como hay grandes escritores, maravillosos e indispensables, asimismo ser lector es una tarea nada fácil, es la de la entrega absoluta, la de la memoria sin olvido, la de mirarse en el espejo retrovisor mientras nos alejamos… Leer… ¿quién quiere leer? No todos, es cierto, y a muchos ni falta les hace, pero sí, si les hace falta, al final de cuentas, porque no leer les priva de sí mismos, de encontrarse una y mil veces transformado en una y mil vidas que le esperan.
Luego, me asestan ‘y, bueno, sí, leer... pero ¿qué leer?’ Esto es: Uno puede recomendar este o tal libro o autor, obra magna o menor, pero sin tela de duda. Y viene un amigo que no lee y me dice: “¡Va!”, voy a leer. Dime qué leo”… Y uno azorado comienza a recorrer el catálogo mental para decidir qué recomendar… Y uno dice: si yo tuviera que leer de nueva cuenta a algún autor y obra iniciática ¿a quién leería?…
A Umberto Eco. El gran semiólogo italiano. Inolvidable por sus ensayos de eso mismo, de semiótica, en los que explica la relación del hombre con el significado de sus hechos y sus señales. Él estaba seguro de que todo concepto vital tiene una expresión artística, y toda manifestación cultural debe situarse en su ámbito histórico y en base a la teoría semiótica ‘que permita interpretar cualquier fenómeno cultural como un acto de comunicación regido por códigos’…
Pero nada: pies en tierra; Eco le aportó a la humanidad obras que van de la semiótica a la narrativa. De Apocalípticos e integrados (1964) a La estructura ausente. Sí. Obras de difícil calado, pero aquí otra vuelta a la tuerca: el mismo riguroso autor que nos disecciona en base a códigos, también nos otorga obras que pasan a ser de indispensable e ineludible lectura:
El péndulo de Foucault (1968) en el que recrea ‘la tradición hermética, ocultista y masónica como metáfora de la irracionalidad de movimientos terroristas y mafias económicas’. O La isla del día antes (1994) que le debe a Kafka la incertidumbre y la búsqueda urgente de respuestas vitales.
Pero sobre todo está ahí, para siempre su El nombre de la rosa; novela histórica que se puede leer desde distintas perspectivas, ya como novela histórica o novela policiaca en un espacio reducido y medieval. La imaginación de Eco hace que el personaje de la obra, Guillermo de Baskerville, que en el apellido lleva el homenaje a la tipografía… relate una historia terrorífica que remite a libros, libros y más libros en esa biblioteca del monasterio Benedictino en 1327 y en donde se encierra el conocimiento como también el terror.
O bien. Lo suave, tierno, romántico pero emblemático de una época y de un tipo de vida en la Inglaterra del siglo XIX: La obra de Jane Austen y su Orgullo y prejuicio (1813) o Sensatez y sentimientos (1811); Mansfield Park (1814) y Emma (1815).
Historias románticas que no por serlo dejan de ser un fresco de la vida rural de la pequeña burguesía inglesa y en donde el desentrañado de los personajes y su sicología llevan de la mano al lector para entenderse en sus emociones amorosas pero más que eso: en sus ambiciones, en sus rencores y a sus emociones más ocultas, como también a la intriga y a la incomprensión…
Sus personajes son imperfectos porque exhiben sus virtudes, pero ocultan asimismo sus defectos más evidentes: el orgullo, precisamente y el prejuicio de clase. Pero la grandeza de la obra de Austen radica en la comprensión de esa ambivalencia humana: nada es perfecto. “Los retratos de perfección me enferman y me vuelven maliciosa” dijo.
Y, bueno, para concluir la primera lista de tres libros de “¿qué debo leer?” podríamos ir a México, ni más ni menos que a la lectura de Ricardo Garibay, un autor ahora semioculto pero que en su obra extensa supo desgranar paso a paso el ser mexicano en sus esencias.
Garibay es un gran narrador. Capta como ninguno otro las formas de hablar de la gente y traduce sus historias, sus expresiones individuales, colectivas, regionales y distantes. No se agota en la historia. Garibay prefiere el sonido verbal. Prefiere relatar y expresar con palabras los chasquidos de cada palabra y el sabor que esta tiene en la boca de sus personajes ya urbanos o rancheros. Todos ellos destilan intensidades emotivas: odios profundos y maledicencias…
Ahí está su Par de reyes la historia de una gran venganza, la de una madre que quiere castigar el asesinato de su esposo utilizando como armas a sus dos hijos que odian y que quieren cumplir su propio mandato como el de su madre encolerizada y sin olvido.
Leer Par de reyes es entrar a un mundo insospechado de caminos polvorientos, hierbas resecas y sin agua, llanos ardientes por el sol, hombres y mujeres que saben de lucha contra la naturaleza para subsistir, pero de lucha en contra de su propia naturaleza humana…
Lo dice Adolfo Castañón: “Ricardo Garibay aparece como un artesano riguroso de la palabra eclipsado por la fuerza de una personalidad malhumorada, a veces estrepitosa, orgullosa hasta el enfado.”
“Leer es un acto de humildad, de devoción, de reverencia” –decía Garibay- y para leerlo aportó también obras enormes, como Beber un cáliz o La casa que arde de noche” y, por supuesto la historia de su historia: su misma historia: Fiera infancia.
Y, pues ahí está. Son tres libritos apenas. Tres autores distantes entre sí, pero unidos por una sola y sana intención: decirle al mundo su propio mundo. Y con esto extender la vida de todos hasta el momento mismo de la eternidad. Porque quien lee termina por ser eterno y sí: inmensamente feliz, después de todo.
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