Aquellos callejones eran fascinantes. Recorrerlos era para una mente infantil que no sabía de delincuencia o de clases sociales, que sólo imaginaba que esos estrechos pasillos incrustados en el cerro, eran algo mágico, como en las películas.
Mucha gente temía internarse en ellos, pero mis amigos y yo habíamos leído la historia del Minotauro en un librito que salía junto con la figurita de un monstruo de juguete, que tenían la leyenda del personaje en cuestión; y sabíamos que nuestro cerro era parecido. Aprendimos a identificar las zonas donde habitaba el mitad humano, mitad bestia.
Antes de iniciar el recorrido al pie del camino que lleva al castillo del hombre elegante vestido de negro, había algo más común, una zona de lucha donde niños y mayores jugábamos el campeonato de futbol mundial para ganar el gran trofeo de un “sodón de vidrio” para cada quien.
Había una familia de personas provenientes de Oaxaca, que una vez llegó a vivir a la zona del laberinto, los morros habíamos escuchado de ese lugar, pero creíamos que eran de otro país y por eso siempre les ganábamos el campeonato del mundo, hasta que se fueron de la colonia, tal vez por los abucheos de la afición que no los quería por su lugar de origen, pero nosotros sólo jugábamos para ganar, no para insultar.
Del otro lado del camino, se encontraba el majestuoso castillo, enorme, al pie del cerro, con sus torres y calabozos, como los de los libros y leyendas que salían en la televisión, recuerdos el programa llamado “El Castillo de Eureka”, éste era mejor, porque era real.
Lo más emocionante de ser niño y vivir entre un laberinto y un castillo, es que hay gente mayor que te cuenta historias de su vida, como don Roberto, que le decía a mi padre “Tocayito”. Vivía frente a nuestra casa, era originario de Aguascalientes, y en su juventud fue torero.
“Tocayito —decía don Roberto con un aire de melancolía y orgullo por lo que había logrado en su vida- no me lo va a creer, pero yo me enfrentaba a bestias enormes, toros fornidos de más de 400 kilos y las vencía con mi capa y espada dentro de la arena; pero hoy no me puedo enfrentar a los animales que viven en los callejones”, culminaba triste y con impotencia.
Yo lo imaginaba cuando era joven, con una capa al cuello que ondeaba con el viento y una espada como la de los caballeros que custodian los castillos y que mataba bestias como el Minotauro, pero ahora eran muchas las que vivían en el laberinto y él ya era viejo. Pero mi padre lo ayudaría de seguro.
Un día, una llamada en la madrugada nos despertó a todos en casa, mi padre tomó el teléfono y contestó, éramos de las pocas familias de alrededor que teníamos uno de esos aparatos propio. ¿Quién habla a esta hora? Preguntó con voz molesta, pues no le gustaba que lo despertaran.
Al parecer era doña Cuquita, la esposa de don Roberto que algo feo le habrá dicho, porque parecía asustado y corrió a la casa de nuestro amigo torero.
Esa noche nos mandó a dormir a todos, pero yo no podía conciliar el sueño, pensaba en que tal vez a mi amigo torero le habría pasado algo al torear al Minotauro, además de que entre las rendijas se filtraban luces rojas y azules. Algo debió haberle pasado, pero nunca volví a verlo, sólo a doña Cuquita cuando al siguiente día me dijo adiós a través del vidrio del carro de su hijo, que se la llevó para siempre del lugar.
Mis salidas cada vez eran menos, pero tenía un patio que a mí me parecía enorme, podía jugar al futbol, a los carritos, escalar la barda de piedra que nos dividía del castillo, cazar cachorras con tirabichis -aunque no era muy bueno, nunca logré agarrar una- pero no era lo mismo, la aventura era la misma todos los días.
Al entrar a la primaria que no estaba en el barrio, ya no me tocó estar con mis amigos de juegos, el Rafa, el Martín, el Loreto, “El Diablo” y los demás. Pero en una Navidad cuando yo ya tenía unos ocho años, volví a jugar futbol con ellos, esa vez sólo éramos nosotros, hacían falta más de nuestro equipo, por lo que una vez entramos al laberinto a buscarlos.
Ese día encontramos a muchos de ellos tomando y fumando como las personas grandes cuando pierden la conciencia; algo de mi niñez se fue ese día, creo que no sólo para mí, pues algunos amigos se quedaron a hacer lo mismo, sólo el Martín y yo nos fuimos cada quien a su casa.
Esa fue la última vez que me dejaron salir a jugar a la calle, pero fue la vez que me abrió los ojos, el castillo no era castillo, sino una cárcel vieja que ya había cerrado y ahora era museo.
El laberinto no era más que los callejones de un barrio azotado por la delincuencia y el vicio. El Minotauro no eran más que drogadictos.
A pesar de eso veía por la ventana de mi casa cómo pasaban jóvenes con largas cabelleras hacia La Matanza, con una grabadora al hombro con música a todo volumen, usaban camisa a cuadros desabrochadas, zapato-tanque; pero también pasaban otros vestidos peculiarmente con ropa que parecía ser de una persona grande y gorda, pues le quedaban muy aguadas.
Esas fueron las últimas vivencias que me tocaron del viejo barrio, pues partí de ahí a los nueve años, pero aún lo recuerdo con cariño cada vez que escucho rock de los noventa, mezclado con rap, cumbias y música norteña, sobre todo cuando visito a mi papá en su casa a las faldas del viejo Cerro de la Campana, donde la nostalgia detuvo al tiempo.