I.
Hace ocho años leí por primera vez a David Foster Wallace, el escritor norteamericano que en 2008 se colgó en su casa de California, pagando muy caro el precio de “mirarlo todo, siempre, tanto”, como bien anota la escritora argentina Leila Guerriero en su texto “Hombre que mira”.
Creo que para entonces ya había visto la entrevista que el periodista Charlie Rose le hizo al autor de La broma infinita en 1997, donde se le ve a éste tropezando con el lenguaje a través su inteligencia “trágica y melancólica”, balbuceando y tartamudeando sobre su fascinación por David Lynch y otros tópicos de la literatura, la academia y el cine.
“¿A dónde quieres llegar?”, le pregunta Charlie Rose hacia el final de su charla. “Creo que no explotar sería un buen comienzo”, contesta el escritor neoyorquino.
Esta, quizás innecesaria y muy insuficiente, introducción pretende dar una breve imagen a cómo los mecanismos de las líneas de su pensamiento torturaban la mente del escritor que dejó tras de sí una obra literaria de fascinante angustia que lo vio todo, muy especialmente lo que nadie más quería ver.
II.
Así fue que hace ocho años leí por vez primera la crónica de terror ontológico “Dejar de estar bastante alejado de todo”, el texto de Foster Wallace derivado de su cobertura de la Feria Estatal de Illinois “para una revista chic de la Costa Este”, el cual me viene a la mente desde entonces cada que llega una edición más de la ExpoGan Sonora.
“…esta Feria –su idea y su realidad– parece tener una naturaleza extraordinaria de afirmación del estado como comunidad, de unión a gran escala. No es solo el mejunje claustrofóbico de gente que espera para entrar... Sospecho que parte de este rollo de comunidad autoconsciente tiene que ver con el espacio. Los habitantes del Medio Oeste rural viven rodeados de tierra despoblada, aislados de un espacio cuyo vacío acaba siendo tanto físico como espiritual… Uno está alienado del propio espacio circundante, en cierta forma, porque por estos pagos la tierra no es tanto un entorno como una mercancía. El terreno es básicamente una factoría. Uno vive en la misma factoría en la que trabaja... Probablemente es difícil sentir alguna clase de conexión espiritual romántica con la naturaleza cuando tienes que vivir de ella”, apunta al inicio de su relato.
Para alguien como yo, que en sus 33 años de vida previos se había mantenido alejado de la fiesta ganadera más importante de Sonora el cubrirla ahora como reportero dista mucho de ser una experiencia terrorífica, amén de la numerosa oferta de conciertos como experiencia catártica a la que como individuos todos tenemos derecho, independientemente de nuestros gustos musicales.
“...lo que aquí se celebra es el hecho en sí de la tierra, se contemplan sus rendimientos y se acicala y se hace desfilar al ganado, todo en forma de exposición decorativa. Lo especial aquí es la oferta de un respiro de la alineación, la oportunidad de amar lo que la vida real por aquí nunca te deja amar”, continúa el autor.
El recorrer cada rincón de la ExpoGan no difiere gran cosa del participar de otra experiencia cultural hermosillense menos vilipendiada como las Fiestas del Pitic, y los supuestos precios exorbitantes de la feria en realidad no lo son tanto cuando se compara con una salida a Catedral o a cualquier bar de medio pelo donde la caguama ronda ahora a un precio criminal de 90 pesos.
“He echado algún vistazo al parque de noche desde lo alto del aparcamiento para prensa y me he imaginado que estar ahí en plena noche, en medio de las ruedas giratorias de neón, los payasos mecánicos, el estruendo de la maquinaria, los chillidos penetrantes, los discursos amplificados de los voceadores y el rock a todo volumen sería como esas representaciones de los malos viajes de ácido que salen en las películas malas de los sesenta".
Cambien en su lugar “los discursos amplificados de los voceadores” por “la música en vivo de bandas regionales” y “el rock a todo volumen” por “Julión Álvarez a todo volumen” y se tiene una viva imagen de la Expo.
III.
En lo que sin duda es el momento más sofocante de su relato, Foster Wallace describe la agonía de uno de los cerdos de exposición que se encuentra en los establos de la feria, recordándome en mi presente al sabor de las brochetas y a esas vacas exhibidas en la ExpoGan rodeadas del estiércol que no ha de diferir mucho en su olor al de las vacas de Illinois hace 30 años, cuando el novelista y ensayista escribía que: “huele maravillosamente –cálido, medicinal e inocuo–, pero las vacas en sí tienen un hedor especial, biótico y penetrante, como a bota mojada”.
De vuelta al cerdo agonizante:
“No es nada profundo, pero en medio de los chillidos y jadeos del cerdo me llama la atención el hecho de que estos profesionales agrícolas no ven a sus animales como mascotas ni como amigos. Lo único que les preocupa es el rollo agrícola del peso y la carne. No sienten ninguna conexión ni siquiera en esta ocasión especial autoconsciente para sentirla. ¿Y por qué no habría de ser así? Aunque estén en la Feria, sus productos continúan babeando, oliendo mal, tragándose sus propios excrementos y chillando, y el trabajo no se detiene. Me imagino lo que estos profesionales agrícolas deben de pensar de los que estamos aquí haciéndoles arrumacos a los cerdos: los visitantes de la Feria no tenemos que ocuparnos de criar y alimentar nuestra carne. Nuestra carne simplemente se materializa en el puesto de salchichas rebozadas, permitiéndonos separar nuestros apetitos saludables del pelo, los chillidos y los ojos en blanco. Los turistas nos podemos permitir nuestra simpatía por los Derechos de los Animales con las barrigas llenas de tocino. No sé qué sentido de la ironía deben de tener estos granjeros huraños, pero el mío se ha curtido en la Costa Oeste y en este establo porcino me siento como un cretino”.
IV.
La ExpoGan Sonora está llegando esta semana a su fin y no puedo evitar el evocar la imagen de David Foster Wallace cuando al final de su crónica adquiere consciencia de que ya no es joven, no le gustan las multitudes, los gritos, el ruido a todo volumen ni el calor.
“La multitud del parque –compuesta mayoritariamente por parejas de instituto, matones locales y chicos y chicas en pandillas unisex, a medida que la demografía de la Feria cambia para las horas de máxima audiencia– parece radicalmente alegre, intensa, activada, esponjas de datos sensoriales, alimentándose de lo que perciben. Es la primera vez que me siento realmente solo en la Feria”.