/ martes 2 de abril de 2024

Arqueología del desencanto | Kurt Cobain, que no descanse en paz 

I.

Estoy casi seguro de que no fue así, pero a la distancia pienso que la primera vez que tuve conciencia de la muerte fue a través de la figura de Kurt Cobain.

O al menos eso me gustaría creer.

Cuando el vocalista de Nirvana falleció hace 30 años, un 5 de abril de 1994, yo tenía apenas cinco años. Cada vez que veía el video de “Smells Like Teen Spirit” sentía esa fascinante angustia a la que se refería Borges respecto a la obra de H. G. Wells y Ray Bradbury:

¿Qué ha hecho este hombre de Aberdeen, me pregunto, al escuchar las últimas notas de su canción, para que los versos sobre sentirse bendecido por ser el peor en lo que mejor hace me llenen de terror y de soledad?

Uno envejecería con gracia o sin ella, pero ese tipo rubio que aparecía en pantalla, desaliñado, con unos ojos azules como los de un lobo herido que en un descuido podría arrancarte la yugular y con una voz que emanaba del dolor de su estómago como un alarido en llamas luciría siempre igual en el imaginario colectivo.

Como millones de otros, acercarse al Nevermind en los inicios de la adolescencia era escuchar por primera vez eso a lo que la gente se refería como obra maestra. Descubrir que el In Utero era mejor suponía entrar a otro rito de iniciación (por razones que prefiero reservarme su edición física es uno de mis objetos materiales que más atesoro). El Bleach fue el primer disco que compré en mi vida.

Para cuando llegué a los 25 no tenía la menor duda de que Nirvana era la banda que más veces había escuchado hasta entonces. Acercarme a los 30 coincidió con escucharla cada vez menos. Quisiera encontrar algún tipo de simbolismo acerca de ello, pero no lo hay. La gente solo envejece, se aleja de sus amigos y después muere.


II.

A propósito de la muerte de Amy Winehouse en 2011 el poeta mexicano Julio Trujillo escribió: “Que no descanse en paz… su dolor es su flama”.

La frase siempre se me viene a la mente cuando pienso en el suicidio de Kurt Cobain.

En un acto que él hubiera detestado de sobra, cada aniversario luctuoso supone un nuevo libro o documental sobre su vida, lanzamientos de demos muy mediocres y masterizaciones del resto de su discografía. Tributos por aquí y por allá y la prostitución de la frase con la que se despidió de este mundo (que a mi juicio siempre ha sido muy plañidera): “It's better to burn out than to fade away”.

Es probable que de seguir con vida Nirvana no hubiera llegado al cambio de siglo. Kurt Cobain sería una caricatura de sí mismo y hubiera sufrido una caída en desgracia semejante a la de Pete Doherty y junto a Courtney Love hubiera protagonizado su propio reality show en MTV.

O quizás no. Quizás seguiría siendo el verdadero artista que siempre fue. En solitario o con otra banda seguiría sacando música increíble. Y sería una de las voces más contestarías que en los siempre tiempos aciagos hacen tanta falta. El feminismo y la comunidad LGBT+ tuvieran en él a uno de sus principales voceros a nivel global.


III.

En el famoso artículo de portada de 1992 para la revista Rolling Stone – donde Cobain porta una camiseta con el lema “Coporative Magazines Still Suck” –, el periodista Michael Azerrad traza una pequeña postal de Aberdeen, Washington, el pueblo de leñadores donde crecieron Kurt Cobain y el bajista Chris Novoselic, un lugar que servía de burdel para los marineros que cazaban ballenas en el siglo XIX y cuyos perseverantes niveles de desempleo y clima lluvioso del siglo posterior derivó en el alcoholismo de sus habitantes y una tasa elevada de suicidios que, al momento en que Nirvana se encontraba en la cúspide de su estrellato, era dos veces mayor al promedio del estado.

“La casa de empeño está llena de pistolas, sierras eléctricas y guitaras”, apunta Azerrad.

En 2008 Iggy Pop declaró que Cobain fue el último ejemplo del rock & roll en el que un joven pobre y sin familia, de un pequeño pueblo rural, creaba una explosión emocional que se convertiría en la voz de toda una generación: “No estaba hecho en Hollywood. No había partes cromadas. Era muy centrado, consciente de sus raíces. Alguien que no era nadie de ninguna parte se acercó y tocó al mundo y puso el dedo en la llaga”.

Al final solo queda su arte. Creo que la mejor manera de honrarlo es escuchar su música o, en su defecto, adentrarse en la de sus artistas y bandas favoritas, como The Raincoats, The Vaselines o Daniel Johnston, otro maldito.

“Espero que les guste nuestra música y escuchen otras cosas del mismo tipo, algo más que Van Halen”, dice Cobain hacia el final de su artículo de Rolling Stone, refiriéndose a su nueva audiencia compuesta por el tipo de gente que lo molestaba en la preparatoria. “Con suerte serán expuestos al underground por leer entrevistas nuestras. Si saben que venimos de un mundo punk rock quizá se asomarán en él y cambiarán un poco… Parece desesperanzador, pero es divertido tener por qué pelear”.

Que no descanses en paz, Kurt Cobain. Nos veremos donde el sol nunca brilla.

I.

Estoy casi seguro de que no fue así, pero a la distancia pienso que la primera vez que tuve conciencia de la muerte fue a través de la figura de Kurt Cobain.

O al menos eso me gustaría creer.

Cuando el vocalista de Nirvana falleció hace 30 años, un 5 de abril de 1994, yo tenía apenas cinco años. Cada vez que veía el video de “Smells Like Teen Spirit” sentía esa fascinante angustia a la que se refería Borges respecto a la obra de H. G. Wells y Ray Bradbury:

¿Qué ha hecho este hombre de Aberdeen, me pregunto, al escuchar las últimas notas de su canción, para que los versos sobre sentirse bendecido por ser el peor en lo que mejor hace me llenen de terror y de soledad?

Uno envejecería con gracia o sin ella, pero ese tipo rubio que aparecía en pantalla, desaliñado, con unos ojos azules como los de un lobo herido que en un descuido podría arrancarte la yugular y con una voz que emanaba del dolor de su estómago como un alarido en llamas luciría siempre igual en el imaginario colectivo.

Como millones de otros, acercarse al Nevermind en los inicios de la adolescencia era escuchar por primera vez eso a lo que la gente se refería como obra maestra. Descubrir que el In Utero era mejor suponía entrar a otro rito de iniciación (por razones que prefiero reservarme su edición física es uno de mis objetos materiales que más atesoro). El Bleach fue el primer disco que compré en mi vida.

Para cuando llegué a los 25 no tenía la menor duda de que Nirvana era la banda que más veces había escuchado hasta entonces. Acercarme a los 30 coincidió con escucharla cada vez menos. Quisiera encontrar algún tipo de simbolismo acerca de ello, pero no lo hay. La gente solo envejece, se aleja de sus amigos y después muere.


II.

A propósito de la muerte de Amy Winehouse en 2011 el poeta mexicano Julio Trujillo escribió: “Que no descanse en paz… su dolor es su flama”.

La frase siempre se me viene a la mente cuando pienso en el suicidio de Kurt Cobain.

En un acto que él hubiera detestado de sobra, cada aniversario luctuoso supone un nuevo libro o documental sobre su vida, lanzamientos de demos muy mediocres y masterizaciones del resto de su discografía. Tributos por aquí y por allá y la prostitución de la frase con la que se despidió de este mundo (que a mi juicio siempre ha sido muy plañidera): “It's better to burn out than to fade away”.

Es probable que de seguir con vida Nirvana no hubiera llegado al cambio de siglo. Kurt Cobain sería una caricatura de sí mismo y hubiera sufrido una caída en desgracia semejante a la de Pete Doherty y junto a Courtney Love hubiera protagonizado su propio reality show en MTV.

O quizás no. Quizás seguiría siendo el verdadero artista que siempre fue. En solitario o con otra banda seguiría sacando música increíble. Y sería una de las voces más contestarías que en los siempre tiempos aciagos hacen tanta falta. El feminismo y la comunidad LGBT+ tuvieran en él a uno de sus principales voceros a nivel global.


III.

En el famoso artículo de portada de 1992 para la revista Rolling Stone – donde Cobain porta una camiseta con el lema “Coporative Magazines Still Suck” –, el periodista Michael Azerrad traza una pequeña postal de Aberdeen, Washington, el pueblo de leñadores donde crecieron Kurt Cobain y el bajista Chris Novoselic, un lugar que servía de burdel para los marineros que cazaban ballenas en el siglo XIX y cuyos perseverantes niveles de desempleo y clima lluvioso del siglo posterior derivó en el alcoholismo de sus habitantes y una tasa elevada de suicidios que, al momento en que Nirvana se encontraba en la cúspide de su estrellato, era dos veces mayor al promedio del estado.

“La casa de empeño está llena de pistolas, sierras eléctricas y guitaras”, apunta Azerrad.

En 2008 Iggy Pop declaró que Cobain fue el último ejemplo del rock & roll en el que un joven pobre y sin familia, de un pequeño pueblo rural, creaba una explosión emocional que se convertiría en la voz de toda una generación: “No estaba hecho en Hollywood. No había partes cromadas. Era muy centrado, consciente de sus raíces. Alguien que no era nadie de ninguna parte se acercó y tocó al mundo y puso el dedo en la llaga”.

Al final solo queda su arte. Creo que la mejor manera de honrarlo es escuchar su música o, en su defecto, adentrarse en la de sus artistas y bandas favoritas, como The Raincoats, The Vaselines o Daniel Johnston, otro maldito.

“Espero que les guste nuestra música y escuchen otras cosas del mismo tipo, algo más que Van Halen”, dice Cobain hacia el final de su artículo de Rolling Stone, refiriéndose a su nueva audiencia compuesta por el tipo de gente que lo molestaba en la preparatoria. “Con suerte serán expuestos al underground por leer entrevistas nuestras. Si saben que venimos de un mundo punk rock quizá se asomarán en él y cambiarán un poco… Parece desesperanzador, pero es divertido tener por qué pelear”.

Que no descanses en paz, Kurt Cobain. Nos veremos donde el sol nunca brilla.

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