/ jueves 4 de abril de 2024

Cruzando líneas | El tiempo que se me fue

Tengo el cuerpo triste. Siento las caderas cerradas y los muslos entumidos; la espalda se me encorva de recuerdos y el cuello apenas sostiene del pesar de lo que pudo ser y no será jamás. Pensé que tendría tiempo, que podría abrazar y pedir perdón; juré que el destino nos regalaría una reconciliación no buscada. Pero el “ahorita” es cruel.

Han sido días de despedidas y paréntesis que se cierran a fuerza. Un funeral, un retiro y unos exámenes médicos complicados. Todo en una sola línea del calendario, sin pausas ni cuadros vacíos. Es un recordatorio obligado de los finales: la muerte, la salud, el trabajo, la carrera y lo que algún día planeamos; un portazo de realidad.

En mi mente se recita el poema de Ana María Rabatté que nos hacían declamar en la escuela: “En vida, hermano, en vida”. Me lo sé de memoria e irónicamente me hice inmune a sus palabras. Yo, que presumía la espontaneidad y ser la versión humana del YOLO (vivir un día a la vez), me descubro buscando espacios en la agenda para poder llorar en paz. ¿A dónde se me está yendo la vida?

Pensé que tenía tiempo, pero se me fue. Se me va. Se me sigue yendo. Lo siento como el agua que se me escurre en las manos o las lágrimas que ruedan sin contención ni pausa. No lo puedo atrapar y se me escapan hasta los recuerdos, me falla la memoria o me la nubla la nostalgia, confundo lo real con lo fantaseé y me sorprendo al saber que, a pesar de todo, no quiero regresar las mancillas del reloj.

Hoy me paro sobre la tumba del tiempo que se me fue y las muchas palabras que se me atoraron en la garganta y me hincharon el cuello. Le planto la cruz del respeto y el agradecimiento. Lo honro. Lo suelto. Me perdono. Los perdono. Nos perdono.

Descubro que cargué la incertidumbre y el fantasma de una culpa ajena que me impusieron como propia y decidí, inconscientemente, arrastrar. Desvelo que la tristeza que me opaca hasta el cabello no es por la historia, sino por la imposibilidad de imaginar un futuro. No es el pasado el que me duele, sino el futuro; en el presente hay solo conciencia plena. No es un arrepentimiento el que me apachurra el ser, es la melancolía de lo que no volverá ser sin saber si lo necesitaba o solo lo quería con el alma. Es una contradicción que me despierta.

Y abro los ojos, adoloridos por el duelo, con las pestañas húmedas y las orejas obscurecidas por el luto, para agradecer por el tiempo que se me fue, porque a pesar de todo fue perfecto. Aún veo las figuras de quienes me acompañaron y siento la presencia de los que me quisieron; se desvanecieron los que tenían que hacerlo y se borraron de a poquito los que no debían estar desde el principio. Siento las pérdidas, pero estoy bien, porque así tenía que ser. Espero todavía tener tiempo.


Tengo el cuerpo triste. Siento las caderas cerradas y los muslos entumidos; la espalda se me encorva de recuerdos y el cuello apenas sostiene del pesar de lo que pudo ser y no será jamás. Pensé que tendría tiempo, que podría abrazar y pedir perdón; juré que el destino nos regalaría una reconciliación no buscada. Pero el “ahorita” es cruel.

Han sido días de despedidas y paréntesis que se cierran a fuerza. Un funeral, un retiro y unos exámenes médicos complicados. Todo en una sola línea del calendario, sin pausas ni cuadros vacíos. Es un recordatorio obligado de los finales: la muerte, la salud, el trabajo, la carrera y lo que algún día planeamos; un portazo de realidad.

En mi mente se recita el poema de Ana María Rabatté que nos hacían declamar en la escuela: “En vida, hermano, en vida”. Me lo sé de memoria e irónicamente me hice inmune a sus palabras. Yo, que presumía la espontaneidad y ser la versión humana del YOLO (vivir un día a la vez), me descubro buscando espacios en la agenda para poder llorar en paz. ¿A dónde se me está yendo la vida?

Pensé que tenía tiempo, pero se me fue. Se me va. Se me sigue yendo. Lo siento como el agua que se me escurre en las manos o las lágrimas que ruedan sin contención ni pausa. No lo puedo atrapar y se me escapan hasta los recuerdos, me falla la memoria o me la nubla la nostalgia, confundo lo real con lo fantaseé y me sorprendo al saber que, a pesar de todo, no quiero regresar las mancillas del reloj.

Hoy me paro sobre la tumba del tiempo que se me fue y las muchas palabras que se me atoraron en la garganta y me hincharon el cuello. Le planto la cruz del respeto y el agradecimiento. Lo honro. Lo suelto. Me perdono. Los perdono. Nos perdono.

Descubro que cargué la incertidumbre y el fantasma de una culpa ajena que me impusieron como propia y decidí, inconscientemente, arrastrar. Desvelo que la tristeza que me opaca hasta el cabello no es por la historia, sino por la imposibilidad de imaginar un futuro. No es el pasado el que me duele, sino el futuro; en el presente hay solo conciencia plena. No es un arrepentimiento el que me apachurra el ser, es la melancolía de lo que no volverá ser sin saber si lo necesitaba o solo lo quería con el alma. Es una contradicción que me despierta.

Y abro los ojos, adoloridos por el duelo, con las pestañas húmedas y las orejas obscurecidas por el luto, para agradecer por el tiempo que se me fue, porque a pesar de todo fue perfecto. Aún veo las figuras de quienes me acompañaron y siento la presencia de los que me quisieron; se desvanecieron los que tenían que hacerlo y se borraron de a poquito los que no debían estar desde el principio. Siento las pérdidas, pero estoy bien, porque así tenía que ser. Espero todavía tener tiempo.